SAGAS – MEMORIAS DE UN NIÑO PERONISTA / 6. El Caso Duarte. El cráneo del Capitán Gandhi, las piernas de Elina Colomer y las “porquerías” de Perón

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POR TEODORO BOOT / ZOOM

Fue en cierta manera decepcionante enterarme de que el que le había cortado la cabeza a Duarte no había sido Perón sino el capitán Gandhi.

El capitán Gandhi dirigía en los hechos la comisión investigadora Nº 58 que presidía su amigo el capitán Aldo Molinari. Los dos capitanes –este de navío, aquel de escuela secundaria– estaban empecinados en demostrar que a Duarte lo había matado Perón.

Sin descuidar en ningún momento la vigilancia, me pasaba horas en la terraza preguntándome para qué cortarle la cabeza a un tipo que ya estaba muerto. Ni que la tuviera llena de billetes. Pero, según me fui enterando de escuchar en la escalera o haciéndome el invisible en el bar del tío Rodolfo, Gandhi le había cortado la cabeza a Duarte para mostrar que el asesino era Perón.

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No me digan que no era medio raro eso de cortarle la cabeza a un tipo para demostrar que lo había matado otro, pero todo era raro entonces, empezando por el propio Gandhi.

Su nombre real era Próspero Germán Fernández Alvariño y estaba más loco que una cabra.

Además de “Gandhi”, quería que le dijeran “Leoncito de Dios”.

El tipo debía dar más miedo que Rosas de malhumor, en especial cuando andaba con la cabeza de Duarte metida en una bolsa. Y ni qué hablar cuando la sacaba. Porque aunque no lo crean, el tipo la sacaba durante los interrogatorios, para mostrársela a los sospechosos. Si hasta corría a una actriz por los pasillos del Departamento de Policía para mostrarle la cabeza del muerto.

A Duarte lo mató Perón, decían Molinari, Gandhi, las 58 comisiones investigadoras, la entera Junta Consultiva, los políticos democráticos, La Prensa, Clarín, La Nación, Noticias Gráficas, radio Colonia, mi vieja, mi tía y todos los contreras.

Juan Duarte se suicidó, decían los peronistas, cuando Perón dijo que robarle al gobierno era robarle al pueblo y anunció que metería presos a todos los ladrones. De ser necesario, hasta a su propio padre. Duarte entendió “cuñado” y se pegó un tiro en calzoncillos, medias y portaligas.

Si lo piensan, la confusión de Duarte era comprensible: el padre de Perón había muerto hacía 25 años, el 10 de noviembre de 1928. Perón no estaba tan loco como para desenterrar los huesos de su padre y encerrarlos en una celda de la Penitenciaría, teniendo a su cuñado a mano.

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La Comisión Investigadora número 58 había estudiado el caso, decía el diariero Miguel, que conservaba el facsímil (“fac-símil”, deletreaba) de la nota de suicidio de Juan Ramón Ibarguren publicada por La Razón, La Nación, Clarín, La Prensa y hasta Mundo Peronista.

Era desconcertante la manía de los antiperonistas de decirle Ibarguren a todos los Duarte, empezando por Eva, que ahora resultaba que no era Perón ni Duarte y ni siquiera era María Eva sino Eva María Ibarguren, que encima no había nacido cuando había nacido, sino en otro momento y otro lado.

Los peronistas eran capaces de cualquier cosa con tal de engañar al pueblo, decía el diariero Miguel, con los puños llenos de verdades, como Sarmiento. Por eso insistía en decir Ibarguren, para que el pueblo supiera y alguna vez aprendiera a votar.

A mí me parecía que así nunca iban a convencer a nadie, porque al fin de cuentas, ¿a quién había matado Perón? ¿A Ibarguren o a Duarte? ¿Y a quién iba a votar el pueblo, si resulta que Perón tampoco era Perón?

Como si se tratara de la cosa más natural del mundo, Miguel dejó caer la bomba:

–Su verdadero apellido es Sosa.

El Pelado, Carlitos y Alberto Culacciati y mi tío Rodolfo lo miraron con escepticismo. Miguel y todos los integrantes de los partidos democráticos decían que había que desperonizar el país, pero esto parecía demasiado, hasta para el Mudo, que dejó el teléfono y protestó:

–Le sacaron el grado, le sacaron los bienes ¿y ahora le quieren sacar el apellido también?

Y antes de que Miguel pudiera contestar, volvió al teléfono.

No sé la de Duarte, pero la nota de suicidio de Ibarguren que a continuación leyó Miguel estaba dirigida a Perón y no a Sosa y, lo que parecía peor, llena de errores de ortografía.

–Miren, miren: “He sido honesto y nadie podrá provar lo contrario”. ¡Provar, con ve corta! ¡Y dice que estaba azqueado! ¿A ustedes les parece que alguien así podría haber sido secretario del presidente de un país normal?

A mi tío Rodolfo, al Pelado y a Carlitos y Alberto Culacciati no les parecía. Ni siquiera le parecía a Pablito Serún, que no sé si sabía escribir pero hasta hablaba con faltas de ortografía. El Mudo, por su parte, seguía con la boca pegada a la bocina del teléfono, ajeno a las exaltadas explicaciones de Miguel.

–En fin, que dijo haberse comportado con honestidad y aprovechó para ensalzar la figura de su amo.

Al escuchar a Miguel no pude menos que preguntarme si mi viejo era el amo de mi tío Rodolfo y si siendo Ibarguren y Duarte secretarios privados de Perón, ¿cuál podría ser el vínculo entre ellos dos? ¿Prosecretarios privados?

Mi viejo era prosecretario de Argentinos Juniors, así que debía saber, pero cuando se lo pregunté, permaneció mirándome unos segundos, sin pestañear. En cuanto bajó la vista a los apuntes que estaba garabateando, me fui antes de que se pusiera a explicarme de los permisos de importación, la Constitución del 49 y la genealogía de Perseo que leía en la Mitología Clásica Ilustrada.

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Todo el lío había empezado cuando la actriz Malisa Zini, que parece se había escapado del mismo manicomio que Gandhi, se acercó a Perón en el hall del Teatro Colón y, a los gritos, le dijo que lo rodeaban muchos corruptos, empezando por su cuñado.

–Esa noche –prosiguió Miguel con el tono de voz de Narciso Ibáñez Menta en La bestia debe morir– fue forzada la caja de hierro que Duarte tenía en la casa de gobierno.

Miguel hizo un prologado silencio, paseó la mirada por sus boquiabiertos oyentes y remató:

–Habían desaparecido todos los documentos.

–Ohhhh –dijeron mi tío Rodolfo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culacciati.

Miguel siguió explicando: por orden de Perón, el comandante de Gendarmería Scotto Rosende tomó declaración a las actrices Malisa Zinny y Fanny Navarro.

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Malisa Zini

Fanny Navarro era novia de Duarte y de Ibarguren, que parece que no sólo compartían cuñado sino que la engañaban con nueve de cada diez actrices del cine nacional, empezando por Elina Colomer.

La Comisión Investigadora Número 58 también había interrogado a Elina Colomer. El capitán Gandhi en persona dirigió el interrogatorio: después de sacar de la bolsa la cabeza de Duarte la apoyó sobre el escritorio y le preguntó a la actriz si ella también tenía sífilis.

Yo no tenía la menor idea de qué podía ser sífilis. Alguna cosa de los peronistas, seguro, como los permisos de importación. O algo de las piernas, porque una tarde, mientras fingía leer en la escalera, le había escuchado decir a mi vieja que Elina Colomer tenía las piernas aseguradas en 300 mil pesos.

–Esa chirusa se cree que es la Mistinguette –bufó mi tía.

–¿Y de la Maruja Montes qué me decís?

Mi tía meneó la cabeza y no dijo nada, de manera que yo me había quedado sin saber quién era Maruja Montes. Supongo que por eso prestaba tanta atención a lo que se hablaba en el café donde en ese momento Miguel volvía al diario para leer la declaración que, a su vez, la Comisión Investigadora Número 58 le había tomado a Scotto Rosende:

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Fanny Navarro

–“En los cajones del escritorio de Duarte, en completo desorden se encontraban mezclados perfumes extranjeros con zapatos y corbatas de hombre, publicaciones pornográficas y los borradores de cartas sin archivar de puño y letra del Tirano Prófugo  a personalidades extranjeras y las contestaciones, también manuscritas, en algunos casos hasta de diez fojas, todas de carácter secreto”.

Miguel hizo un silencio dramático y, luego de unos tensos segundos, siguió:

–“Existían asimismo algunas alhajas, libretas de cheques, dinero suelto, papeles comprometedores, como ser documentos extendidos la mayoría con letra a mano y en papeles comunes con membretes de hoteles, por los cuales se reconocía a Duarte la propiedad de diversos caballos de carrera, la estancia de Monte; duplicados de órdenes impartidas al presidente del Banco Industrial para activar o conceder permisos o créditos, planos de un proyecto de construcción de un edificio en el barrio norte de varios pisos y de un valor de varios millones de pesos, departamentos, acciones, studs, autos, aviones y permisos de importación de coches extranjeros”.

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Elina Colomer

Miguel hizo un alto para recuperar la respiración y miró de hito en hito a cada uno de sus oyentes.

–¿Quieren saber qué hizo Perón mientras seguía esta investigación?

Mi tío Rodolfo, el Pelado y Carlitos y Alberto Culaciatti querían. El Mudo seguía al teléfono.

–Según su costumbre, usó a los dirigentes de la CGT. ¿Se acuerdan de que por culpa de los negociados de Perón, Duarte y Jorge Antonio, cada vez era más difícil conseguir carne?

¡Todos los días me enteraba de una nueva! ¡Ahora resulta que tampoco había habido carne! ¿Cómo no iba a haber carne en Argentina?

Así no hay peronista que aguante, pensé.

Por culpa de Perón la vida se había vuelto cada vez más cara, no había carne ni pan y el descontento popular aumentaba tanto como los precios.

–Fue por eso –dijo Miguel– que anunció que la CGT le había planteado “muy seriamente” que si el gobierno no actuaba contra los especuladores, ellos iban a tener que tomar medidas por su cuenta. Y agregó: “¡La Confederación General del Trabajo me ha puesto el cuchillo en la barriga!”

Me reí, un poco por los nervios, claro: ¿quién se iba a animar a ponerle un cuchillo en la panza al General?

Al escuchar mi risa, el diariero Miguel advirtió que tenía un niño entre sus oyentes, pero se ve que no le importó, porque siguió como si tal cosa.

–Y no se limitó a eso. Perón dijo además que de cada cien personas que llegaban a su despacho, noventa y cinco iban a proponerle “cosas deshonestas” o a pedirle “porquerías”.

¿Cómo que a pedirle “porquerías”? ¿De qué clase de “porquerías” hablaba?

Al ver que todos asentían, incluido Pablito Serún, el fogonazo de un flash estalló en mi cabeza y de golpe me acordé del campeón mundial de los medio pesados. Al imaginarlo en la cama pidiéndole “porquerías” a Perón, tuve un estremecimiento.

No, así no había peronista que aguantara.

 


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