EEUU – IRÁN. La realidad supera a la ficción: Un asesino serial de la CIA dirigirá las operaciones contra el gobierno persa

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Estaba viendo como levantar mejor esta nota, no sólo de El País que la publicó el lunes, sino también de la página de la cadena iraní HispanTV, cuando caigo en la cuenta que ya la tenía publicada, y comentada, en el muy recomendable El blog de Abel, Pensando en voz alta. Se trata de una noticia que, como bien dice Abel, parece surrealista o, si se me permite, un plagio de la serie Homeland, basada en una serie israelí, cuya primera temporada (vi cuatro de las seis) centrada en los agentes de la CIA que operan en países musulmanes es estupenda, entre otros motivos por identificar (mucho antes de que lo hiciera el Congreso de los Estados Unidos) a los servicios secretos saudíes como los máximos responsables del derribo de las torres gemelas y el ataque al Pentágono. Sus responsables han de han de haber recibido algún rapapolvo porque ya al comienzo de la segunda temporada los guionistas forjaron una alianza contra natura entre aquellos servicios y Hezbolá, siendo como ambos son -y lo saben hasta los niños de teta- enemigos acérrimos. Se trata de un tiro por elevación contra Irán, al que estigmatiza como promotor del terrorismo… sin citar un solo caso comprobable, un bluff del que la serie sólo logra recuperarse parcialmente en la cuarta temporada. En fin, que Homeland es una serie solo recomendable si se pone en suspenso el juicio crítico, para pasar el rato, como si se estuviera leyendo una historieta de Nippur de Lagash, del extraordinario y prolífico guionista paraguayo Robin Wood. Porque si uno sale de la ensoñación y vuelve a la vigilia no puede menos que ponerse serio y recordar que este “Príncipe oscuro” es un asesino de los mismos quilates que quienes detonan bombas en concentraciones humanas. Con la diferencia que en estos casos suelen hacerlo suicidas, y este canalla (que paradójicamente lleva el mismo apellido que el recordado José Luis D’Andrea Mohr, el capitán sin tacha) es un exterminador cobarde, a mansalva, mediante drones que espachurran a sus blancos… y a todos los que están a su alrededor. Un auténtico perpetrador serial de crímenes de lesa humanidad.

Otra cosa: del lugar relativo que ocupa la Argentina en el planeta da cuenta que el autor de la crónica, el corresponsal de El País en Washington, Jan Martínez Ahrens no menciona a la AMIA sino a “Centro Judío en Buenos Aires” y contabiliza que, junto al anterior bombazo a la Embajada de Israel en ambos hubo 115 muertos cuando hubo “solo” 107. Lo hizo al describir de qué se acusaba a Imad Mugniya (o Mugniyé) , supuesto jefe de inteligencia de Hezbolá (que nunca, que se sepa, piso Buenos Aires) que fue asesinado junto con uno de sus hijos al estallar una bomba que había sido colocada en el apoyacabezas de su camioneta, en Damasco y en febrero de 2008.

Hasta ahora se atribuía el atentado a mercenarios al servicio del Mossad. Lo que no necesariamente tiene que descartarse sólo porque el Dark Prince se lo atribuya.

En fin, que el nombramiento de este D’Andrea Black como jefe de las operaciones en Irán (donde mercenarios de los mujaidines del MKO han asesinado a varios científicos nucleares persas con el objetivo de retrasar el plan nuclear iraní) es una provocación, un escupitajo en la boca para quienes, como el presidente Hasán Rouhaní, abogan por la normalización de las relaciones entre ambos países.

Los dejo con Abel.

Para surrealista, les acerco una noticia de hoy del diario El País, de España (La Nación da una versión mucho más corta y tímida). Los que dominan inglés, pueden comprobar que no se trata de la imaginación céltica: está en el New York Times, en Al Jazeera, y en (¡sorpresa!) el Tehran Times. Al final agrego una reflexión.

“La CIA entrega al ‘Príncipe Oscuro’ el mando de sus operaciones encubiertas en Irán

 

En el centro Carrie, y a la derecha Saul, los superagentes de la CIA en la ficción de Homeland.

 

Es el hombre sin rostro. No se conoce una foto suya ni tampoco su edad. Se sabe que siempre viste de negro, es musulmán y encadena un cigarrillo tras otro. El legendario agente Michael D’Andrea, más conocido en los servicios de inteligencia como El Príncipe Oscuro, es el nuevo centinela de la CIA en Irán. Duro entre los duros, su nombramiento como jefe de operaciones de la agencia en el   país de los ayatolás supone un triunfo de los halcones de la Casa Blanca y presagia una próxima escalada de tensión. En su historial, figuran los despiadados interrogatorios del 11-S, la supervisión de la caza de Osama Bin Laden y el letal desarrollo de la guerra con drones. Pocos agentes de la CIA son más odiados entre los islamistas.

Irán y Estados Unidos viven días perplejos. El presidente Donald Trump nunca ha dejado de fustigar a Teherán. Antes de entrar en la Casa Blanca lo consideró como un financiador del terrorismo internacional y calificó el acuerdo nuclear cerrado en 2015 con Barack Obama como el “peor de la historia”. Una vez en el poder, sorprendió al mundo respetando el pacto, pero mantuvo su inveterada afición a agitar el polvorín.

A Irán le dedica siempre que puede sus peores exabruptos. Incluso cuando hay sangre por medio. Así ocurrió el 7 de junio, el día en que las bombas del ISIS sembraron el pánico en Teherán. Ante los 13 muertos y 43 heridos, la Casa Blanca sentenció: “Los Estados que patrocinan el terrorismo se arriesgan a convertirse en víctimas del mal que promueven”.

La puñalada mostraba los vientos que corren en Washington, donde los halcones anti-iraníes son cada vez más poderosos. Liderados por el consejero de Seguridad Nacional, Herbert R. McMaster, y el director de la CIA, Mike Pompeo, este sector ha aceptado prolongar la vida del pacto nuclear, pero ha desplegado las alas ahí donde ha podido.

En términos internos el signo más evidente ha sido entronizar a El Príncipe Oscuro. Un símbolo de la América más salvaje. Siempre en la sombra, su trayectoria en la CIA es conocida por los relatos de ex agentes y directivos a la prensa. “Se trata de uno de los mejores oficiales de su generación”, ha dicho un alto cargo a The New York Times.

En 1979 se enroló en la CIA, recibió entrenamiento en Virginia y sus primeras misiones tuvieron como destino la convulsa África de los años ochenta. Dotado de una inagotable capacidad de trabajo e implacable en el cumplimiento de las órdenes, fue ascendiendo hasta ocupar la jefatura de Bagdad en tiempos de guerra. En sus recorridos por Oriente, se casó con una musulmana y se convirtió al islam. No es practicante, pero quienes le han tratado aseguran que posee un altísimo conocimiento del mundo islámico hasta el punto de que entre los suyos le llaman Ayatolá Mike.

El primer momento estelar le llegó, ya curtido, tras los atentados del 11-S. Su participación en las torturas e interrogatorios que jalonaron la respuesta estadounidense al horror terrorista abrieron la puerta a innumerables arrestos. En los calabozos del miedo, el Príncipe Oscuro forjó su leyenda. Sus éxitos en aquellos días convulsos le auparon en 2006 hasta la dirección del Centro de Contraterrorismo de la CIA. Desde ahí se volvió un látigo universal.

En febrero de 2008, coordinó con el Mossad el golpe que acabó en Damasco con uno de los más perseguidos y temibles señores de la guerra, el jefe de inteligencia de Hezbolá, Imad Mugniya, apodado El Hombre Invisible. Una bomba en su coche hizo saltar por los aires al supuesto cerebro, entre otros, del ataque en 1983 al cuartel de los marines y la Embajada de EEUU en Beirut (350 muertos), de los atentados a la Embajada de Israel y al Centro Judío en Buenos Aires (115 fallecidos) y de la tortura y ejecución del jefe de la agencia en Líbano.

Un éxito en términos de la CIA que pronto quedaría empañado por uno de sus mayores fracasos. En 2009, como recuerda el libro Cadena de crímenes, del reportero británico Andrew Cockburn, creyó haber descubierto la vía para liquidar a Osama Bin Laden. Un médico jordano le había prometido a la agencia acceso al líder de Al Qaeda, y él, obnubilado, le dejó entrar en el cuartel de Khost (Afganistán). Una vez dentro, el supuesto confidente saltó por los aires y se llevó consigo a siete agentes.

La terrible imprudencia no afectó a su carrera. Por el contrario, en esa misma época el Príncipe Oscuro demostró que los métodos tradicionales se le quedaban cortos y ganó nuevas cuotas de poder. En sus manos, el programa de drones despegó como nunca antes. De tres ataques al año en Paquistán se pasaron a 117. No importó mucho el reguero de sangre inocente que dejó tras de sí esta escalada ni los errores cometidos, incluyendo la muerte de cautivos occidentales. D’Andrea, aunque dejó en 2015 el Centro de Contrainteligencia, siguió su carrera e incluso fue inmortalizado en la película La noche más oscura(Zero Dark Thirty) como El Lobo, el jefe de a CIA que coordinó la caza a Bin Laden.

Ahora ha vuelto al primer plano. Irán es el nudo de todos los conflictos de Oriente Medio y nadie duda de que su elección para dirigir la operaciones de la CIA marca una nueva era. Su sombra se hará notar en Teherán. Por algo, a Michael D’Andrea también se le conoce como El Enterrador”.

Es natural que uno se pregunte cómo tiene tanta repercusión en los medios -¡si lo envidiarán los políticos!- este muchacho Mike. Su profesión -la 2° más antigua, dicen- solía ser discreta. Ésta es la historia:

“La identidad de los encargados de operaciones encubiertas es uno de los secretos mejor guardados de la CIA. Su revelación no sólo pone en peligro a los afectados sino que da pistas estratégicas a los servicios de contrainteligencia extranjeros. Por estos motivos, los medios evitan la publicación de los nombres, excepto cuando hay causas penales graves abiertas. Esa tradición la rompió en 2015 el diario The New York Times con Michael D’Andrea.

Para revelar su identidad, el diario neoyorquino se amparó en un caso polémico. Las operaciones con drones, en aquel momento cada vez más intensas, estaban segando la vida de cientos de inocentes, y en el Valle de Shawal, en Paquistán, uno de estos ataques teledirigidos acababa de eliminar en una guarida de Al Qaeda a dos cautivos occidentales: el estadounidense Warren Weinstein y el italiano Giovanni Lo Porto.

La muerte de estos trabajadores sociales fue un claro error de cálculo de la CIA y el periódico tomó la decisión de hacer público el nombre de quien en aquel momento ocupaba la jefatura del Centro de Contraterrorismo, Michael D’Andrea, más conocido como El Príncipe Oscuro o Ayatolá Mike. Él había dado la orden y, por tanto, él debía responder de sus actos.

Tanto la revelación como el razonamiento fueron acogidos con críticas en la Administración de Barack Obama y no fue secundada por algunos medios. Al conocerse, estas semanas el nuevo destino del agente, su identidad volvió a salir a la palestra. Y también la polémica. “Simplemente no hay excusa al exponer los nombres de quienes participan en operaciones encubiertas. Son personas que arriesgan su vida por nuestra nación y cuyo anonimato es tan crítico para nuestra seguridad como el chaleco antibalas para un soldado de infantería”, escribió el analista conservador Marc Thiessen. Pese a las quejas, The New York Times se mantuvo firme en su argumento”.

Mi reflexión: Lo que me llama la atención en esto no es el personaje. Parece salido de un guión, pero eso no es extraño. Hay muchos casos -también en el mundo de las operaciones encubiertas- en que la realidad y la ficción se alimentan entre sí. Y a veces hay en estos manipuladores de secretos, una tendencia reprimida a la publicidad que aflora después de décadas. Lo vimos aquí con el conocido “Stiuso”.

No. Lo curioso es que el nombramiento se anuncie tan abiertamente. Casi parece una gacetilla. Había un cuento escrito a fines de los ´50 de Poul Anderson, mi autor favorito de la ciencia ficción clásica, “A man to my wounding” o “State of Assassination”. Ahí preveía un mundo en que las naciones, a las que el poder destructivo de las armas nucleares les impedía la guerra abierta entre las Grandes Potencias, recurrían al asesinato y al terrorismo en su lugar…

Algo de eso estamos viendo. También se ha dicho que el terrorismo es la “bomba atómica de los pobres”. En Argentina, donde los servicios de inteligencia han servido, y no muy bien, para la política interna y el reparto de sobres, deberíamos prestar atención (las transferencias de jugadores de fútbol no son una experiencia muy útil para esto). Y los gobiernos harían bien en recordar la afirmación de Aldous Huxley que volví a citar hace poco “La seguridad de un Estado está en relación inversa al tamaño de sus fuerzas de seguridad”.

 

 

 


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