PABLO CHACÓN. Adiós a una conciencia panóptica

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Ayer murió en Mar del Plata mi amigo Pablo Chacón. Pensaba ir a visitarlo el domingo al geriátrico donde estaba internado a pesar de su relativa juventud, aprovechando que tengo pensado participar del escrache al ex comisario Etchecolatz en el bosque de Peralta Ramos. No tengo ánimo ahora, ni tiempo, para escribir sobre él como lo merece. Lo conocí en la agencia Télam hace, calculo, unos 22 años cuando me llamó la atención su absoluta inadecuación, timidez y desvalimiento al tener que presentarse ante otro amigo, también ya fallecido, Norberto Colominas, a la sazón  secretario de redacción. Ante su trabazón lingüística salí en su auxilio, intermediando, y desde entonces fuimos muy amigos, como Cruz y Fierro.

Pablo era un ser irrepetible, como lo fueron grandes artistas (pienso en el facho Piazzolla, pienso en el frate Spinetta) sólo que estaba un poco majareta, gracias a las sustancias que consumía. Se podría decir de él, salvando las muchas distancias (a Pablo la comparación no le hubiera gustado nada, porque abominaba del fútbol) lo que Maradona dijo de sí mismo: “Se imaginan lo que podría haber hecho de no consumir”.

Tremendo.

He conocido pocas personas tan cultas y autodestructivas… aunque al decirlo recuerdo algunas noches de whisky que pasamos en un bar de la Plaza Dorrego con Claudio Uriarte, que no le iba a la zaga, y que se le adelantó muchos años en mudarse a la quinta del Ñato.

Pablo con Ricardo Ragendorfer durante el via crucis del Argerich, antes de que le sacaran el corazón y se lo volvieran a poner.

Vi a Pablo por última vez hace casi dos años y lo encontré muy demacrado, flaco, deshidratado, resentido y paranoico, algo que era una característica que se le iba agravando con el paso del tiempo. Contrariamente a lo que esperábamos sus amigos, después de una larguísima y azarosa internación en el Hospital Argerich y de una exitosa operación a su corazón, no cambió hábitos letales muy arraigados, y la separación de la mujer que fue su gran amor, Silvana, y las dificultades económicas lo indujeron a regresar a su Mar del Plata natal, donde, lejos de sus amigos que eran un cable a tierra, perdió la chaveta.

Pablo era extraordinario, y ya no está. Dejo textos absolutamente originales (como esta necrológica de Dippy Di Paola que Ricardo “Patán” Ragendorfer aporta, comentando que, al hablar de Dippy, Pablo parecía estar hablando de sí mismo), libros, artículos, una obra que hay que leer.

El amor entre varones, aunque nunca consumado, también es físico. La muerte de un amigo es una amputación. Y una nueva derrota. Siempre me sentí fuerte y quise proteger a Pablo Chacón, a Pablo Salinas, a mis querido frate Luis, y fracasé, fracasé una y otra vez, no pude evitar que se fueran, se me escabulleron como mi amado Luis Alberto.

Los dejo con algunas fotos de Pablo conmigo, y en el Argerich, solo y con Ragendorfer.

Pablo, querido, más pronto que tarde se vamo a encontrar.

Mientras, te recuerdo llorando y  escuchando a Bob Dylan y a Chet Baker.

Ese escritor

La muerte de Jorge Di Paola

 

POR PABLO E. CHACÓN

Hace un rato nomás un amigo me avisó que Dipi, Jorge Di Paola, el escritor y crítico de arte que había decidido vivir y acaso morir en Tandil, su lugar de nacimiento, dio las hurras cuando nadie lo esperaba, ni siquiera los agoreros que cada vez que lo veían traían siempre la misma noticia pero empeorada. Está cada vez peor, tuvo que empeñar no sé qué cosa, un cuadro, el teléfono, está internado, no tiene un mango, volvió a chupar.

Dipi había publicado a mediados de los ochenta un texto maravilloso, Minga!: la representación como doble del doble, el procedimiento revelado, la ilusión de la trama compacta y de la trama sin autor ni tempo, está todo en menos de doscientas páginas. Publicó De la Flor, y seguro que en sus bodegas hay más de un ejemplar. No es extraño que nadie lo nombre (Fogwill, a veces lo hace) cuando se habla de la literatura de César Aira. Sin embargo, Aira hablaba de Dipi con admiración de discípulo, y todos los cuadros intelectuales de la revista Ramona le deben algo más que su oblicua manera de pensar el arte en la era de la reproducción digital.

Se ha hablado y escrito tanto de Jorge Barón Biza una vez muerto, que ahora muerto es muy probable que también se empiece a hablar de Dipi, del talento de Dipi, de cómo el alcohol arruinó su carrera (entendiendo por carrera ganar una beca, algún premio de 50 lucas y escribir como se camina cuando se está seguro de querer llegar a ese y no a otro lugar). En ese caso, como maestro ciruela agazapado, recomiendo la lectura de los episodios clínicos que el ensayista francés Clément Rosset reunió bajo el título de Travesía nocturna.

A principios de los ochenta, Di Paola, junto a Miguel Briante y Gabriel Levinas, fundaron una revista clave, El Porteño, un mensuario que como Borges y el propio Di Paola, no dejó descendencia (no estoy hablando de descendencia biológica). El Porteño era la cara políticamente incorrecta de Humor. Jamás oficialista (como tampoco lo era Humor), tenía ese aire reventado de quien le toma el pelo a los que después se van a quedar con la bolsa. El martirio y las pasiones bajas no formaban parte de la agenda de El Porteño, que conoció tres versiones en tres épocas distintas. El Porteño le dio lugar a Perlongher, a María Moreno, a Enrique Symns, a Ricardo Ragendorfer, a una nueva generación de escritores-periodistas que una vez enterrado ese proyecto, eligieron: algunos, la condición anfibia, otros la escritura y otros el periodismo. Los polos podrían estar representados por Fogwill y por Lanata, dos tonos, dos talantes, dos públicos y dos carreras. En El Porteño también se forjaron ciertos martirios, negociados más tarde en el cuarto poder bajo la figura del justiciero pequeñoburgués postmiami.

Dipi, que no era una cosa ni la otra, tenía el aura de los que conocieron a Witoldo Gombrowicz. Jamás quiso “liberarse” de la ironía que le contagió el polaco, pero como era un gaucho jamás prestó atención a la aristocrática altanería que el conde de la pensión de la calle México supo ejercer de vuelta en Europa, en su cátedra sin cátedra.

Prefería, como Briante, el estaño y la compadreada que a veces terminaba en los brazos de una nínfula. Cierta vez iban tan borrachos, circa 1980, de madrugada por la avenida Corrientes buscando un último bar que un amigo los auxilió justo frente a una heladería. Dipi, más seguro, le preguntó entonces a Briante: ¿y si tomamos un don pedro?

Era insomne por rachas, caminaba por Tandil tres, cuatro horas, en pleno invierno, siempre lo seguía una gallina. Una mañana dijo que había visto un perro que era igual a Groucho Marx. En efecto: un perro de esos que pasan, un espíritu nómade lo había alcanzado para mostrarle los dientes y el morro cejijunto. Entrevistó a Stanislav Lem, un privilegiado, el hombre más famoso de Cracovia después de Wojtyla. El hombre andaba en Mercedes, siempre por arriba de los cien kilómetros. En uno de esos derrapes, Dipi consiguió una entrevista fenomenal. Tuvo un pico de presión, perdió la voluntad sobre el brazo izquierdo, perdía el bastón, dejó el whisky y volvió al whisky: el segundo pico fue un infarto cerebral, el tercero fue una redundancia.

Estaba solo. Era un tipo justo, alegre, compasivo.

Este texto muestra que la compasión no es sólo una defección de cristiano culposo.

Razón de estado de ánimo*



POR JORGE DI PAOLA

…de todas maneras mejor que la cruel desubicación de estos tarados. No puedo entender la represión de los pobres de solemnidad, algo como no dar un vaso de agua al sediento, o como el canibalismo, o como el incesto. O como burlarse de los down… transgreden algo básico, teológico, algo que tiene que ver con la vida en el sentido del desierto, con la hospitalidad y no con la política, algo como dar o no dar la mano al ahogado, algo de la evolución de las cosas, algo que se aprendió hace milenios, y que olvida una manera idiota de considerar la vida, y a sí mismos como los dueños de la moral pública. Esto es anterior a la política, es la base sobre lo cual se construye una buena o una mala humanidad.

Esta represión es algo inmensamente despreciable, en nombre del bien. Al menos Hitler lo hacía en nombre del mal, o de malas causas, de la raza superior, del hombre ario.

Son peores porque se creen buenos. Afeitados, perfumados. No importa quién lo provocó: estas cosas no se hacen sin tirar la dignidad a la basura. Uno también es responsable de lo que hace con lo que los otros hicieron o provocaron. Un segundo acto no se justifica por el primero.

Nunca hay excusa por un acto.

Esto lo comete gente como para no saludar nunca jamás, para darle vuelta la cara. Hacen algo que se llama no entender nada de lo que Kant llamaba categorías.

Son actos contra el orden del mundo. Como dice una buena madre: eso no se hace.

A esas pobres gentes en puntas de pie sobre el abismo, que penden de un hilo de araña, lo único que se puede hacer es convidarles algo, o pedirles perdón mientras se les ayuda. Perdón por lo que tienen que pasar, por la vida que les dieron. Ahora entiendo la figura: habría que lavarles los pies. Si fuera creyente, diría que cristo habría venido por ellos más que por nosotros.

Escándalo y desprecio.

Estoy aterrorizado. Estos están locos, veanlos pagados de sí mismos y de sus teorías. Están locos de buena conciencia burguesa. Un colmo hegeliano.

No habría que dirigirles la palabra.

Aunque, pobres de nosotros.

¡Entre esto y el menemismo!

No es un día político, es un día para lo que se llamaba antes la santa indignación.

Notas

*En ocasión del asesinato de dos manifestantes en Corrientes, diciembre, 1999

 


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4 comentarios

  1. Lo que siempre me intrigó con respecto a Pablo fue ese contraste absouto entre una inteligencia brillantemente alucinada, una profusa cultura cimentada en la lectura de centenares de libros, un discurso polémico y filoso perfeccionado en innumerables discusiones intelectuales y por otra parte una inutilidad absoluta ante los aspectos más mundanos de la vida tales como cocinar un bife o cambiar un enchufe.

    Cuando el destino lo enfrentaba a algún arcano relacionado con la electricidad, la plomería o -vade retro- la computación, Pablo se postraba con la misma expresión perpleja mezcla de fascinación y temor reverencial a lo desconocido que un bosquimano tendría ante uno de esos actos de magia circense donde personas y objetos desaparecen o reviven milagrosamente luego de ser serruchados o ensartados por espadas adentro de una caja.

    Creo que fué esa vulnerabilidad, esa indefensión absoluta ante los pequeños desafós técnicos y prácticos de la vida lo que lo hizo querible a mis ojos, quedando retratado en mi memoria como la persona que hizo venir urgentemente a su casa a un técnico en computación porque no conseguía arrancar la computadora que la señora de la limpieza había desenchufado.

    No había una relación realmente personal entre nosotros porque siempre nos encontrabamos en reuniones y cumpleaños de amigos comunes donde nuestro instinto antisocial hacía que en algun momento de la noche terminaramos coincidiendo en el mismo rincón hablando de libros o política y compartiendo algo de alcohol o cualquier otra sustancia que hubiera para compartir en la fiesta.

    La única excepción fué aquella vez que recibí un llamado desesperado. El disco rígido de su computadora se había declarado en rebeldía y decidido unilateralmente no arrancar nunca más llevándose consigo todas sus notas, escritos, trabajos terminados y pendientes, entre los cuales se contaba por supuesto algo importantísimo que tenía que entregar en un par de días. No, claro que tampoco tenía un backup. Hasta me hubiera desilusionado que lo tuviera.

    Llegó a mi casa con el infame artefacto en sus manos y me lo entregó como quien entrega un hijo moribundo al chamán para que intente su último milagro.

    Conecté el disco a mi computadora y luego de renegar un rato conseguí rescatar todas sus notas y escritos de las entrañas del traidor y grabarlos en un CD. Cuando se lo dí, creo que no sabía ni cómo agradecerme y se fué musitando un “gracias, gracias”.

    Unos días después pareció encontrar una forma de demostrarme su gratitud y con la misma torpeza social con que habitualmente me trataba, me invitó a ver un concierto de Mark Knopfler para el que había conseguido dos entradas de favor o por medio de algún canje.

    El concierto fue muy bueno y la pasamos muy bien escuchando todos los clásicos de Dire Straits, pero a la salida del Luna Park nos fuimos cada uno por su lado sin hacer comentarios y casi que sin despedirnos y me quedé con la certeza de que Pablo había cumplido algo forzadamente con algún tipo de contrato social en el cual seguramente no creía pero por el cual se había sentido obligado a agradecerme formalmente para equilibrar el karma desbalanceado por el rescate del disco rígido y sus preciadas notas.

    Me queda ese recuerdo en particular junto al de las discusiones bizarras en aquellas reuniones compartidas, como aquella que sostuvimos sobre la validez de las matanzas de Pol Pot en Camboya como método doctrinario o cuestiones similares que sólo pueden adquirir suficiente relevancia cuando uno esta algo borracho o drogado o ambas cosas al mismo tiempo.

    Eso me queda, y la seguridad de haber conocido a uno de los seres mas singulares, desvalidos e irrepetibles que se me han cruzado en la vida.

    Chau, Pablo. Nos estamos viendo.

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