Acerca de “Los girasoles ciegos”

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Desde la primera letra, Forn une la represión de la Fusiladora con la de la posguerra española, época siniestra que machacó a mi padre hasta volverlo temeroso y atemorizador. Esa misma operación hicimos Luis y yo, uniendo las conversaciones de la mesa familiar, a fuer de identificarnos con papá víctima en Navarra y de considerar que en Argentina las víctimas eran los criollos morochos (“los autóctonos”, decía mi tía Maite) y peronistas.
Aun así, como Méndez, papá bien podría suscribir aquello de “No es que quiera matar a los que nos machacaron cuando éramos pequeños, pero me gustaría que pidieran perdón”.
Hay que saber trazar analogías pero también distinguir. Dice Méndez que los republicanos defensores de Madrid “guerreaban como quien ayuda a un vecino”. Desde Europa, alguién quiso pintar a los sediciosos libios así. “Son como los pibes de la Jotapé”, me dijo un ex montonero que considera causus belli que le recuerden aquella adscripción. En realidad son como pintó Hollywood a los insurgentes de Pancho Villa: una banda de gente heterogenea e ingobernable, que como reconocieron ayer mismo sus jefes en Misrata, lo arruinan todo al disparar cuando deben aguardar, y retirarse a la carrera cuando deben mantener la posición.
Y es que entre los rebeldes hay aventureros, mercenarios y alqaedistas junto con personas mortalmente indignadas con Gadafi, y es imposible que huestes tan heterogéneas respeten por igual las jefaturas nombradas por un consejo bastante fantasmal. Los nombrados son casi siempre altos oficiales que hasta hace dos o tres meses revistaban en el ejército libio. Y lo que pretenden conducuir es más una banda que un ejército, como se nota a simple vista cuando disparan a granel para satisfacer a un cameraman. Ningún soldado dilapida municiones que puede necesitar para conservar su vida. Los que aparecen en la tele no son soldados sino farabutes. 
Debajo de la nota de Forn va la entrevista con el autor al que hace referencia. 
Lo escondido en la memoria

Por Juan Forn
Rodolfo Walsh oyó la frase “Hay un fusilado que vive” en un café de La Plata adonde iba a jugar al ajedrez. Se asomó a ver qué pasaba y terminó desnudando a toda la sociedad argentina, como bien dice Osvaldo Bayer en el prólogo de Operación Masacre. El español Alberto Méndez oyó la misma frase por la misma época, pero en Roma, adonde se habían exiliado sus padres republicanos después de la Guerra Civil. En su caso la frase vino en plural: “Hay fusilados que viven”. Eran las cosas que se decían en voz baja en aquellos tiempos de silencio (como famosamente los define un libro de Luis Martín Santos), cuando en España “daba miedo que alguien supiera que sabías” y, fuera de España, los exiliados recibían con ansia a todo recién llegado para saber qué había sido de los amigos perdidos. No sólo pasaba en Roma sino en México y Argentina, lo sabemos bien.
Como Walsh, Méndez también se asomó a ver qué pasaba: en cuanto cumplió los dieciocho volvió a España con su hermano, pero necesitó cuarenta años para terminar el único libro que escribió en su vida. Méndez tenía sesenta y tres años cuando se publicó en 2004. Once meses después estaba muerto. No llegó a asistir a la catarsis colectiva que produjo (vendió 300 mil ejemplares, recibió póstumamente el Premio Nacional y el Premio de la Crítica, etc.). Es interesante señalar que, en el mismo momento en que el librito de Méndez producía ese inesperado efecto, el establishment español bloqueaba los intentos del juez Garzón por reconsiderar los crímenes del franquismo como causas de lesa humanidad, imprescriptibles. A dos meses de morir, Méndez le había escrito a un amigo: “Mi vida ha sido, y así pretendo que sea, una vida oscura y oscurecida por mi dedicación al trabajo y a la familia. El resto ha sido mi obcecación tan fracasada como enfermiza por contribuir a la caída de la dictadura. Lo malo es que, además de no caer, me arrojó encima toda la excrecencia que emanaba de ella”.
Para los jóvenes de izquierda españoles de los años ’60, Alberto Méndez y su hermano eran una leyenda (y para la policía franquista de la época eran como los Dalton o Jesse James y sus hermanos, recordó Jorge Herralde en la necrológica con que despidió a Méndez). En 1964 lo expulsaron de la Universidad en Madrid, cuando era líder de la asamblea de estudiantes, además de arrebatarle el título de licenciado en Filosofía. Poco después fundó con su hermano una editorial de izquierda llamada Ciencia Nueva, que fue un secreto orgullo en el mustio panorama español de entonces hasta que Fraga Iribarne (ministro de Información y Turismo de Franco) la cerró. La llegada de la democracia fue corriendo a Méndez al costado: le concedió seguir trabajando en el mundo editorial pero ya a sueldo de otros, España devino posmoderna y europea y Méndez era en las reuniones del mundillo como esos paraguas que nadie reclama y quedan olvidados para siempre en el guardarropa de un teatro.
Los girasoles ciegos no tiene ni 150 páginas, son cuatro cuentos interconectados, cuatro escenas íntimas y anónimas del fin de la guerra civil y los tres años posteriores. Es todo lo que ha quedado de la pluma de Méndez, salvo un reportaje, el único que le hicieron después de publicar el libro (que no había llegado a agotar la primera, modesta edición, cuando él se murió). El reportaje se titula “La vida en el cementerio” porque así describe Méndez los años ’39 al ’42 en España. Yo incluiría sin dudarlo ese reportaje al final del libro, porque lo pone en impresionante perspectiva, funcionaría como epílogo perfecto. Ahí Méndez cuenta que las cuatro historias son reales, o tienen su origen en la realidad. Hubo efectivamente un capitán franquista que, horas antes de que Franco tomara Madrid, se rindió a los republicanos porque no quería formar parte de la victoria (en el reportaje Méndez dice: “Franco pudo tomar Madrid mucho antes pero le pareció insuficiente, así que decidió cercar primero la ciudad y desangrarla. A Madrid no la defendía un ejército regular, eran hombres y mujeres que iban cada día a trabajar y, al salir, cogían el fusil y se iban al frente y luego volvían a casa a echarse un rato antes de entrar a trabajar”). Cuando los nacionales toman Madrid, juzgan por desertor a ese capitán y lo fusilan (“Yo conocí al menos dos personas que sobrevivieron a los fusilamientos y se despertaron en una tumba. Los franquistas tenían mucha prisa por matar y no mataban bien”, dice Méndez en el reportaje).
Refiriéndose a la caída de Madrid y las primeras consecuencias de la entrada de Franco en la ciudad, Juan Eduardo Zúñiga escribió: “Pasarán años y olvidaremos todo, y lo que hemos vivido nos parecerá un sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse. Pero yo era un adolescente en ese tiempo y es un momento de la vida en que uno tiene alta capacidad retentiva”. Méndez escribió en su vejez (o durante toda su vida) un libro que tiene la capacidad retentiva de esas adolescencias humilladas y ofendidas por lo que suele llamarse el viento de la Historia. España se jacta de haber escuchado primero la versión de los vencedores de la Guerra Civil, luego las múltiples versiones de los perdedores y más tarde las justificaciones de aquellos que habían perdido en el bando vencedor. “De todo ha habido ya. Cada una de las facciones ha justificado el comportamiento de sus respectivas huestes”, dijo hace poco desde un editorial de El País uno de esos neoespañoles de pacotilla que abundan en la prensa y la literatura hispana actual. La versión castiza del “eso ya pasó, loco”, tan presente en estas tierras en estos tiempos. Méndez, en su libro, le hace decir a uno de sus personajes: “¿Somos un pueblo maldito? No, eso sería echar la culpa a otros”.
Para Méndez, en España se habló durante sesenta años de la guerra como si perteneciera al pasado, “y no está nada claro que esto sea así”. Uno de los más inesperados efectos de Los girasoles ciegos (que se ha colado furtivamente en la currícula educativa española, para intenso fastidio de los momios de la Real Academia de la Historia, que ya han hecho pública su queja) es que en este momento se están grabando y rodando por todos los rincones de España los testimonios de los últimos que quedan de aquella época, aquellos que tuvieron que callar durante la dictadura y después nadie les prestaba atención, y aún necesitan “contar lo que les pasó, al servicio de la comprensión”. 

Todo está escondido en la memoria, si León me permite la paráfrasis, con el acento tan puesto en “todo” como en “escondido”. En una novela de AB Yehoshua, un árabe le dice a un israelí: “A los judíos suele ofenderles la verdad que con tanto ahínco buscan”. A los españoles y a los argentinos también, aunque no la buscamos con mucho ahínco.
…………
La vida en el cementerio
César Rendueles
Desde principios de año se ha ido difundiendo sin estruendos publicitarios la noticia de una novela imprescindible, de la que acaba de publicarse la segunda edición. Los girasoles ciegos (Anagrama, 2004) es la primera obra de Alberto Méndez (Madrid, 1941) y uno de los mejores y más honestos libros que se han escrito nunca acerca de la Guerra Civil. A través de cuatro historias entrelazadas y pobladas por personajes de una enorme solidez, Méndez nos muestra sin aspavientos la barbarie fascista: un militar “nacional” que decide rendirse el día antes de la entrada de Franco en Madrid, un poeta adolescente huido que muere de hambre junto a su hijo recién nacido en una cabaña de los Picos de Europa, una cárcel militar en la que pasan sus últimas horas los republicanos condenados a muerte, un cura lascivo que se aprovecha de su poder… Los girasoles ciegos es una obra emocionante, tan parca como llena de talento, que está destinada a permanecer.
-La nota biográfica que aparece en la solapa de la novela es muy escueta, no consta ningún libro anterior.
-Porque no los he escrito. Este es el primero. La verdad es que no he tenido tiempo. Sumando los hijos, el trabajo… el tiempo libre llega muy tarde. Aunque sí que he escrito, claro, pero no con ánimo de crear una obra que empezara, se desarrollara y terminara
-¿Y esta vocación tardía no tiene nada que ver con el hecho de que trabajes en la industria editorial?
-Desde luego, eso genera cierto pudor, porque al final para publicar tienes que dirigirte a los amigos. Llevo trabajando en el mundo editorial desde 1960 y he pasado por todas las editoriales importantes. Ahora por fin he conseguido trabajar sólo por las mañanas y estoy más tranquilo.
-Tres de los relatos que componen el libro están escritos en forma historiográfica, como si fueran fragmentos de una memoria perdida.
-Aparte de ser un truco literario como otro cualquiera, es un método que me permite ser ambiguo. Puedo incluir hechos y personajes reales sin necesidad de hacer una investigación exhaustiva sobre acontecimientos concretos. Porque el personaje que se rinde a los republicanos madrileños el día antes de que los nacionales tomen la ciudad existió, no se llamaba Alegría pero le pasó algo muy parecido. Lo del poeta escondido en las brañas también es cierto. Yo hablé con el pastor que encontró los esqueletos en 1940, en los altos de Somiedo. Me contó que en la cabaña había una bandera republicana pero yo lo eliminé. He quitado todo lo que fueran grandes gestos, he intentado no hacer ninguna proclama. El protagonista del tercer episodio, el de la cárcel, es Juan Senra, un viejo militante del Partido Comunista ya fallecido. El coronel Eymar, el juez sanguíneo, también existió. El último cuento transcurre en la calle Alcalá, donde yo nací y viví. Y, efectivamente, iba al colegio de la Sagrada Familia que estaba lleno de religiosos rijosos…
-¿Hay algún componente autobiográfico en la estructura de la narración? Quiero decir, ¿intentas reproducir el modo en que tuviste noticia de lo que había pasado?
-Hombre, yo pertenezco a una familia republicana. Mis padres se exiliaron a Italia no por motivos políticos sino económicos. Pero el núcleo de españoles de Roma eran casi todos viejos republicanos que habían hecho la Guerra. Esos sí que eran exiliados políticos. Y ellos nos hablaban de la República y de la Guerra.
-El primer relato me parece la clave de todo el libro. Plantea el problema de qué debe hacer alguien para ser perdonado. ¿Crees que se precisa ciertas dosis de sacrificio por parte del ofensor? Lo pregunto porque, al fin y al cabo, el protagonista pide perdón en el camión que le lleva al paredón.
-Sí, en parte se puede interpretar como una inmolación y hasta ese momento de la narración no le perdonan. Sólo cuando van a fusilarlo es abrazado. Ese sacrificio tiene mucho de simbólico y además no niego que algo así es lo que yo les pido a los que ganaron la guerra. No es que quiera matar a los que nos machacaron cuando éramos pequeños, tan sólo me gustaría que pidieran perdón. El protagonista del primer relato comprende –y esto es así, porque lo he estudiado– que Franco pudo tomar Madrid mucho antes pero, como le pareció que aquello iba a ser poco sangriento, decidió cercar la ciudad. Por eso, cuando le preguntan en el juicio por las motivaciones de sus actos, responde que obró como obró “porque no queríamos ganar la guerra, queríamos matar”. Esa consciencia de que el ejército nacional se regodeó en la muerte es lo que hace que este personaje abandone su bando y pida perdón.
-En cierto momento escribes que los republicanos “guerrean como quien ayuda a un vecino”. ¿Crees que hay cierta grandeza en ese combate al margen de los rituales militares?
-Claro, Madrid no la defendió un ejército regular, la defendieron señores que iban a trabajar y, al salir, cogían el fusil y se iban al frente y después se volvían a casa y tenían que echarse a dormir porque tenían que entrar pronto a trabajar. Más impresionante aún eran los chavales que querían irse al frente por las tardes y sus padres no les dejaban. Todo era tan… doméstico. No hubo épica, lo que hubo fue grandeza moral.
-El protagonista del primer relato sobrevive a un fusilamiento. ¿Es una referencia, tal vez crítica, a Soldados de Salamina?
-No, en absoluto… Hay varias personas a las que les ha pasado esto. Conozco a una de ellas que, por cierto, es la que da nombre al personaje. Trabajé con este hombre en la editorial Grijalbo. Le fusilaron y se despertó dentro de una tumba. Logró adquirir documentación usando su tercer apellido. Los franquistas tenían mucha prisa por matar y no mataban bien. Hubo trescientos mil fusilados deprisa y corriendo. Aprecio el libro de Cercas aunque me chirría esa especie de vindicación de Sánchez Mazas como un personaje inocente, cuando de inocente no tenía nada.
-Precisamente te lo preguntaba porque parece que estamos viviendo una especie de revisionismo fascista, con todo el circo que ha rodeado el aniversario de Jose Antonio. ¿Qué opinas de esta extraña reivindicación de toda la corte de intelectuales falangistas?
-A mí me parece indignante. Primero porque intelectualmente fueron unos patanes, incluido Ridruejo. Eran unos incultos de lenguaje grandilocuente sin nada detrás. García Serrano era un escritor de mierda, Pemán era un ser repugnante… Lo que me parece indignante es reivindicar la basura y el vacío mientras se olvida a gente relevante.
-En Los girasoles ciegos se habla de poetas, traductores, músicos… Hay una gran presencia del mundo cultural, pero no de grandes nombres sino de los personajes modestos.
-En aquellos años había un importante humus cultural. La cultura se entendía como una participación colectiva en el saber, en la discusión, en los gustos. Y ese humus cultural produjo algunos grandes nombres, no me cabe la menor duda, sobre todo en poesía. Pero lo que sí es cierto es que la gente era profundamente culta. Detrás de la Barraca había miles de espectadores. Los teatros de Madrid eran un mundo de efervescencia colectiva y de apreciación de la cultura.
-Me parece muy coherente con esa experiencia colectiva una parsimonia o modestia literaria muy presente en tu novela, ¿es algo premeditado?
-A mí el mero uso del lenguaje me proporciona un placer inusitado. Pero creo que utilizar un lenguaje preciso y sin alharacas es muy difícil. En cuanto te pones a escribir viene la megafrase. Es algo que me preocupa mucho y cuando me sale algo así intento tacharlo en la corrección. He querido escribir con mucha riqueza de lenguaje pero también con una llaneza narrativa casi elemental.
-En particular, los argumentos parecen muy meditados. No hay más que lo preciso pero tampoco falta nada. Parece como si hubieras ido quitando elementos de la narración hasta quedarte con lo esencial.
-Sí, he ido quitando cosas. Originalmente el libro era mucho más largo. En concreto en el episodio de la cárcel había muchas páginas dedicadas a narrar la relación entre el chico de los piojos y Juan Senra. En esas páginas se explicaba el surgimiento de su amistad pero me pareció más efectivo dejarlo sobreentendido.
-¿Crees que alguien puede considerar el personaje del cura del último cuento un tanto caricaturesco? ¿No tienes miedo de que te acusen de ignorar los cambios que ha experimentado la Iglesia?
-Que la iglesia cambie es muy difícil. Esa es su mayor virtud. Es una empresa de dos mil años. Que hoy estén más dedicados a lo suyo, que es la pederastia, me lo creo. Pero los curas han sido unos rijosos e hijos de curas hay en todos los pueblos. Es cierto que los curas han perdido autoridad política, pero lo que ha cambiado es la política, no la iglesia. A mí no se me olvida que, en 1962, para sacar el carné de conducir había que presentar un certificado de buena conducta que te tenía que dar el párroco y, que por cierto, a mí no me dio. Tardé cuatro años en conseguir el maldito certificado a través de unos amigos.
-Muchos de los que pasasteis por colegios religiosos durante el franquismo recordáis la experiencia casi en términos carcelarios.
-Era brutal. En la posguerra la enseñanza estaba militarizada, los colegios eran sitios de proclamas ideológicas y de cooptación. Posteriormente se convirtieron en centros para eliminar a los revoltosos y apoyar a los “buenos”. El castigo físico era constante y los que nos enseñaban eran auténticos analfabetos sin más título que el de cura. Es más, estaba prohibido leer. Veíamos continuamente fotos de desenterrados víctimas de los rojos: héroe de no sé qué, héroe de no sé que más… Vivíamos entre cadáveres.

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