ISRAEL – PALESTINA. El asesinato de Isaac Rabin cambió el curso de la historia.

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Me interesó esta nota de Patán Ragendorfer por varios motivos. En primer lugar, por las analogías con el fallido atentado contra Cristina Fernández de Kirchner. Como el consumado con Rabin, ambos tuvieron éxito. Aunque milagrosamente Cristina no perdió la vida, desde entonces si perdió el tren de su reivindicación en olor de multitudes y se bajó de la competencia electoral, por lo que su suerte en los tribunales quedó al albur de lo que decidan otros.

Hay otras analogías entre ambos atentados: Si la (in)justicia argentina se niega a investigar a los instigadores del ataque a CFK, la de Israel no logró desentrañar las relaciones entre el grupo extremista que integraba el asesino y el Shin Bet, la contrainteligencia que lo había infiltrado. Una hipótesis verosímil es que, a su vez, los extremistas habían infiltrado al Shin Bet.

La desaparición de Rabin significó el entierro de sus planes de paz: la conformación de un estado palestino en la Cisjordania y la Franja de Gaza, lo que suponía la evacuación de los colonos que no aceptaran  vivir bajo otra bandera que no fuera la de Israel, y la devolución de la meseta del Golán a Siria cambio de un acuerdo garantizado por el Consejo de Seguridad de la ONU de que nunca se atacaría a Israel desde esas altura. Desde la muerte de Rabin todos los gobiernos de Israel fueron invariablemente de (ultra)derecha.

No bastaba con quitar de en medio a Rabin, también hubo que envenenar con polonio a Yaser Arafat, corromper a su séquito y alentar y financiar a sus rivales de Hamás, de modo de volver imposible la unidad entre Gaza y Cisjordania.

Eso que dicen: que el crimen no paga, no es más que una expresión de deseos. Ojalá fuera cierto.

El atentado que cambió la historia

Antes de que clareara el 7 de octubre pasado, Yigal Amir despertó de golpe, sacudido por el sonido de las sirenas y unos estruendos lejanos. El tipo estaba en su celda de la prisión de Ayalon, situada en la pequeña ciudad de Ramla, 23 kilómetros al sur de Tel Aviv. Las sirenas y los estruendos continuaban; era la música del ataque de Hamás sobre Israel. Casi al mes, el tipo cumplió 28 años tras las rejas, mientras el conflicto bélico crecía como una bola de nieve. Había ya más de trece mil muertos, tanto palestinos como judíos, en su mayoría civiles.

¿Cuáles serían sus sentimientos al respecto?

Lo cierto es que este interrogante nos lleva a otro, de carácter, diríase, contrafáctico: ¿acaso sin él la historia hubiera sido distinta?

En este punto es necesario retroceder tres décadas.

Oslo era una fiesta

Las negociaciones por la paz entre el Estado de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) pasaron a la posteridad como los “Acuerdos de Oslo” –por haberse firmado hecho en la capital de Noruega–, y culminaron en Washington con la firma de las partes: el primer ministro israelí, Isaac Rabin, y el líder de la OLP, Yasser Arafat.

Los Estados Unidos y Rusia fueron sus garantes. Corría el 13 de septiembre de 1993.

La imagen televisada de Arafat y Rabin al estrecharse las manos, con el presidente estadounidense Bill Clinton entre ambos, fue transmitida en directo por todos los noticieros del planeta.

Yigal Amir, de 23 años, un estudiante de Derecho en la Universidad de Bar-Ilan, la vio en un bar de Herzliya, su ciudad natal, en medio del júbilo de los parroquianos. Ellos vivaban a Rabin, cuya foto enmarcada estaba detrás del televisor. Y en las calles se coreaba su nombre.

Es que este veterano de la Haganá –la milicia judía de resistencia frente al Mandato británico de Palestina– fue uno de los fundadores de las Fuerzas de Defensa de Israel, en las que llegó a la jefatura de su Estado Mayor siendo uno de sus generales más emblemáticos. Y, como tal, un duro entre los duros. No obstante, a los 71 años, ya volcado a la acción política, acababa de convertirse en el artífice de la paz, tras una guerra de casi medio siglo.

En definitiva, los acuerdos en cuestión establecían la autonomía para los territorios de Gaza y Jericó, aceptando Israel el derecho de los palestinos a un gobierno propio, y la OLP reconocía la existencia de Israel, renunciando así a sus operaciones armadas.

El asunto no le gustó nada al joven Yigal, quien, de mala gana, dejó un billete sobre su mesa y se fue del bar refunfuñando.

Ocurre que su cosmovisión lo situaba en la extrema derecha religiosa y se oponía con vehemencia a la iniciativa pacificadora de Rabin.

No era el único israelí que sostenía tal postura. De manera que el clima político se fue caldeando.

“Rabin está alejado de los valores y de la tradición judía”, proclamó en un comunicado el líder del partido Likud, Benjamín “Bibi” Netanyahu.

Sus palabras causaron beneplácito entre los colonos de los territorios ocupados y los rabinos más retrógrados de Israel.

Estos últimos exhumaron del olvido el concepto de din rodef (Ley del Perseguidor), un oscuro mandamiento del Talmud de Babilonia que permite la eliminación de quienes ponen en peligro la vida de sus semejantes.

Tal idea cautivó a Yigal.

El esbirro de Dios

A pesar de que los Acuerdos de Oslo contaron con el apoyo del grueso de la sociedad israelí, su aplicación empezó a dificultarse por varios factores; entre otros, los primeros atentados suicidas cometidos por extremistas islámicos, así como el ruidoso activismo de la ultraderecha israelí contra las sucesivas concesiones gubernamentales a los palestinos. Lo que incluyó hasta afiches con imágenes de Rabin luciendo el uniforme negro de las SS hitlerianas. Proliferaron los discursos de odio, y en algunos cenáculos religiosos se debatió la legitimidad y pertinencia del din rodef.

La temperatura se fue tornando virulenta, al punto de que el director del Shin Bet (el Servicio de Seguridad Interna de Israel), Carami Gillon, le exigió a Netanyahu que bajara el tono de su retórica. Tambien le aconsejó a Rabin el refuerzo de su custodia y el uso de chaleco antibalas, pero ni Rabin ni Netanyahu le hicieron caso.

Rabin dando su último discurso.

Así se llegó al 4 de noviembre de 1995.

Aquel sábado –el día de la semana más importante de la liturgia judía–, unas 100 mil personas llenaron la Plaza de los Reyes de Israel, en el centro de Tel Aviv, con motivo de un acto nocturno en apoyo a los Acuerdos de Oslo.

Su único orador: el primer ministro Rabin.

–Fui militar durante 27 años. Luché cuando la paz no tenía ninguna posibilidad. Creo que ahora la tiene, y mucha –fue su arranque.

Una oleada de aplausos subrayó la frase.

Mientras tanto, una silueta caminó lentamente hacia el estacionamiento contiguo, y se detuvo cerca de la limusina oficial de Rabin.

Desde allí, su voz se escuchaba a través de los altavoces. De modo que la silueta puso suma atención enel remate del discurso:

–Este es un mensaje de paz al pueblo israelí, al pueblo judío de todo el mundo, a los muchos pueblos del mundo árabe y, de hecho, al mundo entero.

Aquellas serían sus últimas palabras.

El aplauso de la multitud crecía cuando él, luego de bajar del escenario, enfilaba en silencio hacia la portezuela abierta de su automóvil.

Fue en ese preciso instante cuando la silueta, empuñando una pistola Beretta 84F, le gatilló dos tiros en la espalda.

Un tercer disparo hirió a un custodio.

Amir fue inmediatamente reducido por los guardias.

Isaac Rabin murió 40 minutos después en el Hospital Ichilov.

–¡Actué bajo las órdenes de Dios! –fue lo único que el magnicida dijo en el juicio que lo condenó a prisión perpetua.

Nunca se supo si actuó solo o por cuenta de terceros.

Lo cierto es que ese día también murió la paz en Medio Oriente.

Ahora, 28 años después, mientras Yigal Amir continúa tras las rejas, un nuevo festival de sangre zarandea la región. Y con esa pregunta en pie: ¿acaso sin él la historia hubiera sido distinta?

……………

Ilustración: Juan José Olivieri.


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