Acerca del conflicto entre la Presidenta y los gremialistas
La historia de un cuadro holandés del siglo XV
Una muy divertida novela de Donald Westlake, traducida al castellano como El robo de la esmeralda candente, gira en torno al robo, falsificación y suplantación –todas frustradas por la propia acción de ladrones y falsificadores– de una pintura de la escuela holandesa del siglo XV: “La estupidez conduce al hombre a la ruina”, que muestra a un flautista medieval adentrándose en un sendero de un bosque seguido de una multitud de aldeanos. El título del cuadro constituye el motor de esa extraordinaria comedia policial en la que todos los protagonistas hacen lo imposible por atentar contra sí mismos y destruir sus mejores planes. Casas más, casas menos, un retrato de la Argentina de hoy, de ayer y tal vez de siempre.
La lista de tonterías que presenciamos, padecemos y protagonizamos es tan interminable como la de los dirigentes sindicales que tras una vida de lucha contra las patronales y enfrentamiento con los dirigentes venales, se han retirado –cuando han podido hacerlo y no fueron secuestrados o asesinados– en similares condiciones de vida a las que tenían en el momento de ingresar a la actividad. En muchos casos, de no mediar las miles de horas dedicadas a la defensa de los derechos de los trabajadores, en las buenas épocas habrían prosperado muchísimo tal como lo hicieron miles de trabajadores especializados.
En las buenas épocas, detalle que a menudo se le escapa a una multitud de self made imbéciles, regodeados de su prosperidad personal olvidando que –a no ser que se trate de banqueros, traficantes de armas, dueños de financieras o petroleras–, esa prosperidad personal no es hija sólo del esfuerzo de los self made imbéciles sino fundamentalmente de la prosperidad general.
A los self made imbéciles esto se les escapa, y llevan adelante su boliche –la carnicería, pogámosle– jactándose de que a ellos nadie les regaló nada y despotricando contra esos a los que se les regala un subsidio… que gastan en la carnicería del self made imbécil, para que se jacte de que nadie le regaló nada y… etcétera, etcétera.
Es bien cierto que numerosísimos activistas y dirigentes sindicales olvidan el marco general, las condiciones políticas y económicas en las que pueden hacer prosperar sus generalmente justos y a veces extravagantes reclamos: una huelga, un paro, un quite de colaboración tienen alguna posibilidad de éxito si estamos gobernados por quienes –más allá de aciertos, errores o diferencias– se preocupan de alguna manera por la marcha general del país y el bienestar de sus habitantes, y ninguna chance de éxito cuando al gobernante le importa un rábano el país y sus habitantes.
Del 83 a la fecha, sufrimos gobiernos de las dos clases, y si Alfonsín tuvo que soportar varios paros generales y Menem prácticamente ninguno, no fue solamente por el alineamiento político y la confusión, corrupción y envilecimiento de dirigentes sindicales, muchos de ellos hasta ese momento de notables trayectorias, sino porque también los gremialistas sabían de la inutilidad de hacerle paros a un gobierno como el de Menem, cuya única aspiración era demoler los cimientos de un país industrial del modo más rápido y eficaz posible. Para lo cual una huelga, un paro o un quite de colaboración facilitaba las cosas. Basta recordar el “Ramal que para, ramal que cierra”.
Esto, que no debiera olvidarse tan fácilmente, sugiere la conveniencia de “cuidar” a aquellos gobiernos que en los hechos demuestran preocupación por el país y sus habitantes y lo hacen eficientemente, más allá de las diferencias de orientación, aunque resulta insólito que la máxima autoridad de ese gobierno abuse de la descalificación y el agravio a las dirigencias sindicales en general, lo que implica decir, en su totalidad. Y es insólito porque ningún proceso político puede sostenerse en el tiempo en base a la mera voluntad y, así como se ganan las elecciones por la suma numérica de ciudadanos individuales, no es posible conducir un país si se lo concibe a la manera de la UCR, como una multitud de ciudadanos individuales que votan periódicamente.
Y es que existen las fuerzas sociales, las corporaciones económicas y las diversas organizaciones que se dan los ciudadanos para mejor defender y construir sus derechos.
En este punto, si el gobierno cree posible industrializar, desarrollar e independizar al país en base a su mera voluntad y al apoyo del “empresariado” o “la burguesía” (encomilladas, porque no son esas, clases que hayan demostrado tener existencia real en nuestro país), se equivoca completamente y marcha hacia la destrucción, al menos de acuerdo a la experiencia que es posible extraer de los últimos 80 años de la historia argentina y en la que nada indica que las condiciones hayan cambiado, excepto para empeorar: con la dictadura y el menemismo desapareció el Estado que se había podido construir, instrumento indispensable de ordenamiento y redistribución.
Este gobierno –el de Cristina más que el de Néstor– supo entender y enfrentar –con ayuda del precio de los commodities, es cierto, aunque eso solo no le alcanzó nunca a nadie– la naturaleza estructural de una economía desequilibrada que impide el desarrollo de países dependientes de las características del nuestro, lo que el empresario y economista Marcelo Diamant llamó “el cuello de botella del sector externo”: a mayor industrialización, mayor necesidad de importar, para lo cual se requieren las divisas que se obtienen mayormente mediante las exportaciones de productos primarios que a la vez son los que consumimos, cíclico cuello de botella en lo que a divisas se refiere, que activó los también cíclicos procesos de inflación-devaluación, crisis, fuga de divisas y ajustes mediante golpes militares o, más recientemente, democracias de signo antipopular.
Todo lo positivo y benéfico de los gobiernos de Néstor y especialmente de Cristina Kirchner se fundamenta en la obsesión con que se cuidó y se cuida el superávit comercial y la renuencia a contraer mayor deuda externa, políticas de incuestionable valor pero muy difíciles de sostener en un marco de generalizada crisis internacional. Y es en este plano que a la presidenta le sobran los motivos para reclamar prudencia a las dirigencias gremiales, aunque es dudoso que haya conseguido disciplinar las conductas empresarias, que son las que tradicionalmente han precipitado al país en las crisis, fugas de divisas, quiebras, ajustes y más quiebras.
En ese sentido, los palos a los dirigentes sindicales y las simultáneas carantoñas a los grandes empresarios suenan a injusticia y encienden varias señales de alarma, algunas de las cuales tal vez pasen desapercibidas para los primeros niveles gubernamentales por eso de que nadie le quiere decir al rey que está desnudo.
Hay que recordar que Cristina, más que ningún otro presidente, excepto tal vez el coronel Perón del 45, debe su presidencia y su destino político a las organizaciones sociales, casi con nombres y apellidos: en el climax de lo que Carta Abierta denominó discurso destituyente y que consistió en un clarísimo intento de golpe de estado, fueron las organizaciones sociales, fueron Luis D´Elía, Emilio Pérsico, Jorge Ceballos, Lito Borello. quienes irrumpieron en la Plaza de Mayo impidiendo el “operativo clamor” planeado por los ruralistas para exigir la renuncia de la presidenta. Y fueron esas y otras fuerzas sociales junto a las organizaciones sindicales que respondían a Hugo Moyano las que resistieron una ofensiva golpista como no se había visto desde los cacerolazos de señoras gordas chilenas y los paros de empresarios camioneros contra Salvador Allende.
No se trata acá de hacer la defensa de Hugo Moyano ni de ningún dirigente en particular, en especial desde que, a la manera de Pino Solanas durante la crisis antes aludida, Moyano mordió la banquina y en vez de enderezar el rumbo –recoger el barrilete, diríamos en el barrio– apretó el acelerador, desbarrancó e hizo y sigue haciendo todo lo posible en pos de su propia destrucción. Se trata nomás de recordar que los procesos eufemísticamente llamados populares, de desarrollo, industrialización y redistribución, en fin, los procesos de liberación nacional, sólo pueden (al menos así ha sido siempre) ser llevados adelante por las fuerzas populare. Se trata de recordar que un pueblo es una masa organizada y no una suma de individuos, que las formas de organización son diversas, simultáneas y a menudo contradictorias y que los trabajadores carecen de existencia social como no sea a través de sus organizaciones: sin sindicato, sin su organización gremial, un trabajador es apenas un ciudadano que va, vota y vuelve a su casa a comer el asado o los fideos. Y que, por su propia naturaleza, las organizaciones gremiales están obligadas a exigir… con un límite: el del éxito.Toda pelea se libra para ser ganada y toda victoria consiste finalmente en una negociación. Y si esto vale para la guerra, mucho más vale para la lucha gremial.
Como en la pintura del artista holandés del siglo XV, ese el motor de nuestra historia. Y mientras la presidenta agravia en masa, injusta, imprudentemente a los dirigentes sindicales, como para darle la razón a la acción autodestructiva de Hugo Moyano, ahí está una de las facciones de la de por sí facciosa CTA, que llama a un paro general y exige “paritarias sin techo”.
En buen romance, que cada uno pida lo que se le cante, que de algún culo va a salir sangre.
Como política, está buenísima, ¡Todos merecemos lo mejor! Pero es casi tan infantil como la del niño Macri, que nunca ha dejado de ser un mediocre alumno del Cardenal Newman consentido de papá y en ese sentido actúa y a veces piensa. Ahora bien ¿De qué papá son o quieren ser los consentidos esos dirigentes de la CTA? ¿Y de qué culo creen que saldrá la sangre? ¿Tiene razón la presidencia y son tan buenos dirigentes sindicales como Jorge Lanata centro‑forward de la selección nacional de futbol? ¿Creen acaso que el fracaso del gobierno kirchnerista les dará la oportunidad a la alianza de partidos que ellos integran? ¿Hay alguna razonabilidad en esperar algo así o resulta más probable, de un fracaso del discurso de centroizquierda kirchnerista esperar un triunfo de lo opuesto al kirchnerismo, que no es la izquierda o centroizquierda, sino la más obtusa de las derechas?
Uno no sabe qué esperan, pero es seguro que si reclaman un 80 por ciento de aumento, todos los trabajadores estarán de acuerdo, pues los trabajadores no tienen por qué saber de la viabilidad, de la posibilidad de éxito o de la capacidad de quilombo de sus reclamos: para eso es que tienen dirigentes.
Cualquier lector que viaje en subte estará seguramente aburrido de ver, sobre los artefactos para recargar la tarjeta SUBE, el cartelito: “No hay carga”. Desde ya, debe saber que el cartelito falsea la realidad: nunca hay ni deja de haber carga, ya que ese aparato no es una caja, una suerte de alcancía electrónica en la que alguien mete una equis cantidad de carga. Siempre hay carga; lo que no hay es la voluntad del boletero de darle carga a usted, pero no a usted por ser usted, sino a usted como ser humano, así, en general, como la presidenta habla de los sindicalistas. Y como para darle la razón, es fácil comprobar que el no darle carga a usted como ser humano no es una decisión individual del boletero, sino que es una decisión colectiva, de alguna instancia gremial, vaya uno a saber si de la UTA o del nuevo sindicato de empleados de subtes, pues todos los artefactos de recarga se quedan “sin carga” con asombrosa sincronización.
¿Y sabe usted por qué “no hay carga”?
–Porque el gobierno no pone aparatos para recargar la tarjeta y nos lo enchufa a nosotros –explicó el avispado trabajador al confundido preguntón, que de buena fe había indagado cómo funcionan esos artefactos–.Y el convenio dice que nosotros tenemos que vender los boletos de metrovías, así que los SUBE los cargamos, si queremos. Venga de 4 a 9 que se la cargo sin ningún problema.
–Es cierto –dijo el preguntón– que lo de la tarjeta SUBE se hizo muy a la bartola y que no hay kioscos en que se pueda recargar, así como uno recarga los celulares, ¿pero a ustedes los hacen trabajar más tiempo?
–No, pero el convenio dice que tenemos que vender boletos para Metrovías, no trabajar para el gobierno.
–¿Usted trabaja para alguna empresa de transportes de colectivos?
El avispado trabajador pareció ir perdiendo la paciencia.
–¿Por qué? –dijo de mala manera.
–Porque la tarjeta SUBEe es para subsidiar a los pasajeros, así que hay muchas empresas de colectivos tirando la bronca porque se quedan sin el curro de la reventa del gas oil subsidiado y sabotean la tarjeta.
–¿Y a mí qué me importa?
–Uno de los sabotajes es que no haya “carga”
–Que el gobierno ponga las máquinas para cargar tarjetas y no nos joda a nosotros.
–Se imaginará –apuntó el preguntón– que si hubiera kioscos donde se pudiera recargar la tarjeta, nadie vendría a cargarlas acá, que hay que bajar la escalera y encima hacer cola justo cuando viene el subte.
–Mejor.
–Pero hay más gente que usa tarjeta que la que compra boletos.
El avispado trabajador asintió.
–Y medida que pase el tiempo los que saquen boletos serán menos –insistió el preguntón–, porque es más cómodo y práctico recargar la tarjeta.
–El convenio dice que tengo que vender boletos de Metrovías.
–Pero se dará cuenta de que si cada vez más gente usa la tarjeta, muy poquitos comprarán el boleto.
El avispado trabajador se alzó de hombros.
–¿Y usted cree que Metrovías le va a seguir pagando el sueldo para vender veinte o treinta tarjetas? Pondrán una máquina para vender tarjetas y listo.
–No sé. El convenio dice que tengo que vender tarjetas de metrovías. La tarjeta SUBE la recargo si quiero.
–Mejor que quiera, porque si le sacan el aparato para la recarga y vende diez boletos por día, lo van a rajar. Imagínese cómo va a temblar Macri cuando hagan paro: si no le importa un carajo. Y no sé de qué otra cosa puede laburar un boletero de subte.
–Recargar la tarjeta no es mi trabajo.
Fue entonces que el preguntón no tuvo mejor ocurrencia que comentarle al avispado trabajador la historia de la pintura de la escuela holandesa del siglo XVI. Y prueba de que la estupidez conduce al hombre a la ruina es que el preguntón tuvo que ser protegido de las justas iras de los trabajadores de Metrovías por un agente de la Policía Federal, de los que todavía custodian las estaciones de subte.