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ANTÁRTIDA / 2. De importancia vital / En nombre del padre

A la memoria del capitán sin  tacha,  José Luis D’Andrea Mohr. 

Los lectores de este libro podrán seguir las andanzas de los pioneros que se aventuraron a navegar por los mares australes, revivir las hazañas de los primeros expedicionarios que invernaron en la Antártida, y la de quienes alcanzaron el Polo Sur, conocer la historia de las bases antárticas argentinas, desde la primera instalación permanente hasta las más recientes y modernas y, por fin, sopesar el rol cumplido por la Argentina en el Tratado Antártico. Una obra que rescata el valor histórico y cultural de la presencia argentina en el continente blanco, refleja el temple de sus protagonistas y busca inspirar a las nuevas generaciones a seguir explorándolo.

Pájaro Rojo ofrece aquí dos textos del libro, dos pilares, el prólogo escrito por un especialista, José Manuel Acevedo, y el cuento ganador del certamen del cual fueron jurados el propio Acevedo, Juan Tangari y Emilio Gauna cuyo autor es Ernesto Ezequiel Chacón Oribe, bailarín de la Compañía Nacional de Danza Contemporánea de la Dirección Nacional de Elencos Estables del ex Ministerio de Cultura de la Nación, degradado por el actual gobierno a secretaría.

Se trata de un relato conmovedor con una temática que, además de la antártica, íntima… que me hizo acordar a obsesiones comunes con Osvaldo Soriano y que bien podría haberse llamado «En nombre del padre».

10 de la mañana del 10 de diciembre de 1965. La expedición al mano del furo general Jorge Edgar Leal iza la bandera nacional en el Polo Sur.

La gran oportunidad

De alcanzar la independencia económica y la justicia social

En el año 2048 cualquiera de las partes consultivas del Tratado Antártico podrá solicitar la revisión del Protocolo sobre Protección del Medio Ambiente; este protocolo designa a la Antártida como reserva natural, consagrada a la paz y a la ciencia y tiene, entre otras prohibiciones, la explotación de los recursos minerales.

De este modo, los Estados estarán en capacidad de mantener las reglas actuales o producirse una salida del Tratado, con la intención de explotar esos recursos, provocando la ruptura del statu quo de este instrumento jurídico regulatorio de la Antártida.

Ya para mediados de la década de 1950, se poseía la visión estratégica de que el control del Atlántico Sur y su proyección antártica permitiría obtener una ventaja superlativa a quien lo dispusiese en el futuro y ha formado parte de las estrategias de la República Argentina y de otros Estados que, desde hace varios años y sistemáticamente las aplican, orientadas hacia la concreción de la defensa de sus intereses nacionales. Sin embargo, en nuestro país, han estado ligadas exclusivamente a gobiernos de carácter nacional y a grandes estadistas, padeciendo el pueblo argentino el desaliento sobre los intereses nacionales, por las permanentes intromisiones de intereses económicos y geopolíticos foráneos.

En el escenario de expansión demográfica mundial, escasez de agua, de alimentos y de espacios productivos que se aproxima, los recursos minerales, energéticos y  naturales constituirán la principal fuente de riquezas y de supervivencia mundial, y el Atlántico Sur y nuestro país bicontinental integrado a la Antártida, constituyen la zona del mundo donde, en razón de su escasa población y de la escasa explotación de estos recursos, se encuentra una de las mayores reservas de materias primas y alimentos del mundo.

Es necesario comprender que, al aumentar la demanda mundial de alimentos, la disponibilidad de tierras descenderá, por lo que se producirán desfasajes que generarán escenarios por la competencia de espacios terrestres y marítimos productivos que provocarán conflictos, por lo cual las potencias centrales invertirán sus esfuerzos en los denominados “espacios comunes globales”, siendo uno de ellos la Antártida y el área del Atlántico Sur.

Este proceso se ha acrecentado a partir de la imposición de las privatizaciones como esencia de la estrategia de la globalización neoliberal, con una mirada competitiva para vender productos a precios accesibles, creada por corporaciones financieras internacionales, orientada desde el ámbito académico de los países centrales insistiendo “desinteresadamente” en que, en el escenario internacional el papel de los Estados nacionales es cada vez más reducido y que éstos deben ser sustituidos por empresas transnacionales.

Estos argumentos sobre el debilitamiento del Estado y la supremacía de los “mercados” son elaborados para distraer a los países periféricos con la finalidad de que no se dediquen a fortalecer sus respectivos Estados nacionales y, con instituciones débiles, no encontrarse preparados para neutralizar las amenazas que los acechen. El acceso a los recursos naturales no sólo se logra con capital, sino fundamentalmente con la fuerza laboral y el desarrollo tecnológico e investigación científica, donde la Antártida constituye un territorio lleno de oportunidades para crear, acumular y distribuir mejor la riqueza, lo que elevará la calidad de vida de los argentinos,  alcanzándose así la independencia económica y la justicia social.

La patria no es sólo el territorio, también lo es el pueblo que la conforma. Contamos con 25 años -o tal vez menos- para desarrollar una identidad y conciencia nacionales, que nos permitan incrementar el potencial y el posicionamiento estratégico de la Argentina en el escenario regional y mundial, mediante el ejercicio real de la soberanía política, defendiendo nuestros avales de títulos históricos logrados en nuestra patria blanca, la Antártida Argentina.

Cuando llegué, apenas lo conocía…

KALOIAN SANTOS CABRERA
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—Yo estuve en Malvinas, defendiendo la patria. Y después, dos años en la Antártida. ¿Sabés lo que es eso? El frío, el viento, la noche. Solos. En el culo del mundo. Y lo hice porque era importante para todos los que seguían acá, en el continente; aunque ellos no lo supieran, aunque ignoraran que nosotros estábamos allá. Lo hice por todos esos que dicen ser argentinos y ni saben lo que eso signica.

Pero sobre todo lo hice por tu madre y por vos. Por vos: ¡mi hijo, mi muchacho, mi futuro! El futuro de todo por lo que luché. Y ahora venís con esta locura… Decime. ¿Qué servicio a la patria puede hacer un bailarín?

Siempre es igual, me despierto antes de contestarle. Me quito los tapones de los oídos, preero el ruido ensordecedor de los motores del Hércules antes que volver a escuchar aquella pregunta de mi viejo.
Lo último que me dijo, ya hace tiempo, me dejó marcado. Sacudo la cabeza para quitarme sus palabras. Olvidate de él, me repito. Pero no puedo. Desde que empezó este viaje el mismo sueño insiste en volver cada vez que cierro los ojos e intento dormir.

Hace tres horas que salimos de Río Gallegos. Tengo entumecidas las piernas y me duele la cintura porque mi respaldo es la espalda del soldado que está detrás de mí y no para de moverse. Estar tanto tiempo sentados sobre cuerdas entretejidas no es bueno antes de una función, pero ya nos dijeron que por cuestiones climáticas vamos a bailar ni bien aterrice el avión. Apenas podremos estirarnos un poco y hacer alguna clase de precalentamiento. Lo importante no será si bailamos bien o mal; lo importante será la foto.
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Mi compañera, Bettina, que está frente a mí, me pide que cambiemos de lugar porque ya no aguanta los dolores; está sentada sobreel botiquín de primeros auxilios (o al menos es lo que esa caja de hierro parece ser). Cambio mi respaldo movible por la dureza de su asiento. Lobueno es que ahora tengo la ventanilla detrás de mí. Veo que volamos sobre enormes témpanos que otan en medio del océano. Veo lo que mi viejo vio las dos veces que hizo este mismo viaje. Al nal, despuésde todo lo que hice para alejarme de lo que él había diagramado para mí, termino siguiendo sus pasos.
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El Hércules comienza el descenso y con mis compañeros nos tomamos de las manos. Aunque bailamos en los teatros más importantes e hicimos cientos de giras, nunca habíamos viajado en un aviónmilitar, sin baño ni azafata, sentados uno frente a otro, rodilla con rodilla, en asientos improvisados que se hamacan con el movimiento de la aeronave. De pronto, sentimos un cimbronazo seguido de un temblor que provoca un “ruido rugoso”, como si hubiéramos aterrizado sobreripio. La máquina desacelera más rápido que en cualquier otro vuelo que hayamos hecho. Uno de los militares nos pide que nos abriguemos porque se abrirá la compuerta de descarga. El frío entra al avión y conrmamos que ya estamos en la Antártida.
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Soy uno de los últimos en bajar del Hércules. El viento polar cristaliza mi cara y me doy cuenta de que mi abrigo no es suciente.

Sobre la pista de aterrizaje de la base Marambio, hecha de tierra, piedra y hielo, nos recibe una larga hilera de militares que aguantan el  frío con estoicismo porque alguien les ordenó hacerlo. Visten sus trajes naranjas, parecidos a los que llevaba mi viejo en las fotografías que me mostraba cuando yo era chico. Los veo y es como ver una película que ya me contaron: la vida militar se basa en la disciplina y los sacricios.

Sacrican hasta a su familia para dedicarse “al servicio de la patria”. ¿Qué sabrán ellos sobre lo que quiere la patria?

El primer militar de la la –un tipo alto y canoso, supongo que es el responsable principal de la base– me extiende la mano y lo saludo con la misma seriedad con la que saludaría a mi padre.

—Bienvenido a la parte más austral de nuestra Argentina —dice con una amable sonrisa que hasta parece sincera. Me sorprende. Y me sorprenden todos los que le siguen que también nos saludan con sonrisas, apretones de manos y palabras de bienvenida como si fuéramos viejos conocidos, como si esto no fuera una visita institucional y de verdad nos estuvieran esperando.

De inmediato, nos guían por unas pasarelas que atraviesan el terreno hasta el edicio central de la base, que apenas es una casita naranja. Pero, al entrar, aparece un largo pasillo de casi dos cuadras de extensión que desciende en etapas. Las paredes están decoradas con fotografías de las dotaciones que año tras año han trabajado en esta base. En alguna de esas fotos debe estar mi viejo. Camino rápido y trato de no mirarlas.

El pasillo llega a un gran comedor donde nos esperan con un desayuno caliente. Todos los que integramos la comitiva del Ministerio de Cultura de la Nación –bailarines, personal de prensa y funcionarios– nos sentamos juntos. Con el café y la calefacción del lugar recuperamos la temperatura. Todos hablan del frío, el viento, los témpanos y de lo increíble que es estar acá, tan lejos de Buenos Aires. Alguien vaticina que lo que dice aquel cartel, donde parece estar hablando la Antártida misma, será verdad: “Cuando llegaste, apenas me conocías… cuando te vayas me llevarás contigo”.

A diferencia de ellos, para mí nada es una novedad. Antes, papá siempre me contaba historias de este lugar. Hace mucho, cuando todavía me hablaba.

Comodoro Federico Vasallo

Después del desayuno nos llevan a la sala de conferencias. Allí nos dan una charla informativa junto a una serie de procedimientos.  Muchas reglas para un día de estadía. Luego, el Comodoro Federico Vassallo, el que primero nos saludó al bajar del avión, ordena que varios integrantes de la base nos cedan sus equipos de frío, guantes, pantalones térmicos y rompevientos naranjas.

—No sé cómo vas a hacer. Estas ropas saben de mecánica aeronáutica. Ni un chamamé saben bailar, pero seguro que no te vas a congelar —me dice entre risas el militar que me entrega su equipo mientras me palmea la espalda.

—¿Y ustedes qué van a hacer sin esta ropa? —pregunto.

—A mí me toca ayudar en la cocina. Acá todos hacemos todo. Menos bailar. Eso les toca a ustedes —vuelve a decir entre risas.

Vestidos con las nuevas ropas, nos llevan afuera, donde el viento helado es un recordatorio constante del lugar geográco en el que estamos. Llegamos a la puerta del hangar que tiene la palabra MARAMBIO escrita en su fachada. Éste será el telón de fondo de nuestro baile. Sobre la rampa de aluminio que será nuestro escenario, frente a todo el personal de la base y mientras los camarógrafos acomodan sus equipos, los bailarines improvisamos un precalentamiento para quitarnos el frío y las cuatro horas de vuelo en el Hércules. El personal de la base nos ve elongar, hacer equilibrios y saltar. Uno de ellos, un cordobés, conesa que nunca había visto la rodilla de una persona pasar tan cerca de la oreja de esa misma persona. El comentario provoca risas entre militares y bailarines que, mimetizados con los abrigos naranjas, podría decirse que pertenecemos todos a un mismo regimiento o a un mismo ballet.

—Empecemos antes de que se venga la bruma —ordena el Comodoro.

No sé a qué se reere porque el cielo está despejado. Imposible que haya bruma con este viento; pero todos obedecemos y nos preparamos.

El acto lo empieza Eliana Zanini, la jefa de gabinete de la Secretaría de Gestión Cultural que, tras los agradecimientos institucionales pertinentes, dice:

—En el Ministerio de Cultura de la Nación creemos que la cultura es una herramienta más para ejercer nuestra soberanía. Por eso hoy llegamos al punto más austral de nuestro país. Y vale mencionar que vamos a presenciar un hecho histórico para la Base Marambio y para toda la Antártida, ya que ésta es la primera vez que la danza estatal, la danza profesional, hará sus primeros pasos, giros y saltos en el continente blanco.

Un escalofrío me recorre. No había tomado conciencia de lo que estamos a punto de hacer. De pronto, siento el peso de toda la danza sobre nuestros hombros. Dejo de escuchar el discurso y por mi mente pasan las caras de todos mis maestros, de esos grandes bailarines que merecerían ser los primeros en pisar este continente
con su danza.

Los aplausos de los presentes me vuelven a la realidad. Ahora, el Comodoro Vassallo toma el micrófono y dice:

—Me sumo a las palabras de Eliana y agrego que, con verdadera alegría y emoción, recibimos la visita de estos artistas en nuestra Antártida Argentina, donde, año tras año, miles de hombres y mujeres trabajamos en las distintas bases para mantener nuestra soberanía en este territorio tan inhóspito y que, al mismo tiempo, sentimos tan nuestro. Y así como ya lo hacen los cientícos, militares y familias antárticas, también es importante plantar bandera desde la cultura, desde el arte, y así rearmar que la patria la hacemos entre todos. Por eso, y aún antes de ver el espectáculo que nos trajeron, les agradezco a estos bailarines, de corazón, y en nombre de todos los presentes, que hayan venido a mostrarnos un poco de su arte. Y así como sus huellas
bailadas quedarán impresas en este continente –dice, pero ya no a las cámaras, sino que gira su torso y se dirige directamente a nosotros, los bailarines– esperamos que al volver a sus hogares ustedes se lleven en sus recuerdos un poco de nuestra querida Antártida.

Todos aplauden, pero no por compromiso o porque les ordenaron hacerlo. Asienten y sonríen como si las palabras del Comodoro fueran la expresión del pensamiento de cada uno de ellos; como si las palabras soberanía, alegría, patria y familia tuvieran un peso distinto en estas tierras y pudieran conmoverlos de una forma muy verdadera.

Tal vez por un error de coordinación o no, antes de que se congelen los aplausos comienza la música y nos vemos obligados a entrar al escenario, a la rampa de aluminio. Aún aturdido por esas palabras, empiezo a moverme junto a mis compañeros y, aunque hacemos lo mismo que ensayamos cientos de veces, se siente distinto. No es el frío, ni el viento, ni estas camperas naranjas con las que cuesta moverse. Lo distinto son los ojos de esos hombres y mujeres que nos ven bailar donde ellos suelen trabajar.

Trato de concentrarme en la coreografía, en mi danza, en mis compañeros. Me cruzo con Romina, con Sol y llego hasta Betty. Conella giro dos veces y vamos al centro donde nos juntamos todos. Allíabrimos y cerramos el grupo como un corazón que se expande y secontrae en cada latido. Hernán, Pablo y Alexis me ayudan a levantar a Victoria que se eleva más que nunca hasta que entre todos la bajamos al piso con sumo cuidado. Mientras bailamos miro el rostro de mis compañeros y ellos también están diferentes. Pasa algo extraño. Esa conexión que los bailarines siempre buscamos crear entre nosotros,en cada función, hoy sucede sin esfuerzo, de manera natural. Tantoque pareciera que no es necesario pensar la coreografía. Sólo hay quesoltar el cuerpo y dejar que la música nos mueva.

Y así, nadando entre notas musicales, casi sin darme cuenta, llegamos al nal.

El público antártico aplaude y nosotros, en vez de saludar inclinándonos hacia adelante como siempre al nalizar una obra, nos abrazamos. Algo nuestro se vació en esa coreografía y necesitamos de los demás para volver a estar llenos. Y como si hubiera sido percibido por la gente a nuestro alrededor, muchos aprovechan la ausencia un telón y se acercan a felicitarnos, a darnos palmadas y a abrazarnos. Algunos son verborrágicos, otros saludan de lejos y la emoción se les nota en los ojos. Una señora, de pelo largo y canosa, se acerca:

—Ustedes, con su danza, expresaron todo lo que se vive acá. Todo el sufrimiento, el sacricio, el trabajo en equipo, las alegrías y las pérdidas que vivimos en este lugar. Con esos movimientos, cuando se alejaban o se abrazaban, podían decir todo eso que yo no puedo explicar con palabras. Me hicieron llorar. Me hicieron bailar con ustedes. Gracias, gracias por venir.

Su voz quebrada y sus ojos llorosos, tan lejos del protocolo institucional al que estamos acostumbrados, me hacen creer por un momento, que esta gente necesitaba que viniéramos.
Es el tercer día que estamos en la Antártida. Ayer deberíamos haber vuelto a Buenos Aires, pero el Hércules que debía buscarnos no pudo aterrizar ya que se levantó una repentina bruma y la pista no se veía desde el cielo. Si tenemos suerte, hoy, antes de que anochezca intentará aterrizar de nuevo y podremos volver a nuestras vidas, aunque no me molestaría quedarme unos días más.
Acá las cosas son muy distintas. No hay tráco, marchas de protestas o smog. Ni siquiera hay rostros anónimos, de esos que se ven una sola vez. Acá, las personas que me saludan al cruzarme por casualidad en una pasarela son las mismas con las que comparto el almuerzo y me cuentan de su familia en Chaco o me piden recomendaciones de estudios de danza para una hija que está en Buenos Aires. El viento antártico abre el apetito, suelta la lengua y predispone los oídos. Todo es como lo contaba papá.
Faltan tres horas para que llegue el Hércules. Nuestros bolsos ya están congelándose sobre un pallet, en la pista de aterrizaje. Estamos en el comedor, enviando mensajes, compartiendo la poca señal de internet. Hace diez minutos que trato de comunicarme con mamá, pero es imposible. Salgo del comedor y camino por el pasillo donde están las fotos de todos los que estuvieron trabajando acá. Cada foto tiene una plaqueta con el número de dotación y año de invernada. Sé qué foto debo buscar y la encuentro:
Dotación XXXVI – Invernada 2004/2005.
No me cuesta encontrar a mi viejo entre tantas camperas naranjas. Él me mostraba la misma foto cuando hablaba de sus misiones. Lo veo joven, con apenas unas canas, el mentón levantado y esa sonrisa que contraria la seriedad impostada de su rostro. Está donde quiere estar, en su casa de hielo y viento, junto a sus amigos, a los que apenas conozco por esta vieja foto y por las historias que mi viejo me contaba. Pero también vuelve a mi sus largas ausencias, su decepción al descubrir que tenía un hijo bailarín.
—¿Preparado para volver? Me giro y me topo con el Comodoro Federico Vassallo.
—Sí, tenemos funciones en Buenos Aires.
—¡Qué bueno! ¿Lo que bailaron acá también lo van a bailar allá?
—Sí, tenemos programada una gira por todo el país.
El Comodoro sonríe. Pareciera querer decir algo. Duda. Dándose cuenta que espero su palabra, sonríe y dice:
—No sé si ustedes llegan a entender la importancia de lo que hicieron. Acá, en la Antártida, y sobre todo en invierno, cuando la noche parece eterna, se siente mucho la distancia que hay con nuestras familias, nuestra gente, nuestra tierra. A veces, hasta nos sentimos olvidados –se le pone ronca la voz, traga saliva y se arregla la  garganta con una tosecita–. Por eso, que ustedes hayan traído su baile, el mismo
baile que van a mostrar allá, fue muy importante para todos nosotros. De alguna manera, nos hicieron sentir en casa. Fue una linda forma de decirnos que no se olvidan de nosotros.
Le sonrío, me dan ganas de darle unas palmadas en la espalda, pero no me atrevo…
—Lo nuestro fue poca cosa. Bailamos, nada más. En cambio ustedes… ustedes hacen patria— le digo y muy a mi pesar siento que estoy repitiendo las palabras de mi viejo.
—Te equivocás. Ustedes nos hicieron vivir algo distinto, algo que seguramente recordaremos y nos dará tema de conversación cuando venga el invierno. A veces, en la soledad fría y blanca, apenas tenemos eso: recuerdos y conversaciones. Por eso digo que cada vez que los recordemos, ustedes estarán haciendo patria con nosotros. Te lo puedo asegurar —y me palmea la espalda.
Me gustaría que papá escuchara que con mi danza también estoy haciendo patria. No puedo evitar mirar la foto.
—¡Epa! Veo que me descubriste —dice el comodoro.
—Perdón, no entiendo.
—Acá —y señaló a uno de los hombres más jóvenes en la foto. Ano la vista y lo reconozco.
—Estoy un poco diferente, pero sí, soy ese. Pasaron casi veinte años. Aquella fue
mi primera invernada. Me cuesta mirar esta foto: hay muchos amigos que… Pero la pasamos bien…
Vasallo rie. Mirá, éste era el mayor de todos nosotros. Le decíamos El Zorro —dice señalando al hombre que está junto a mi viejo. Lo conozco. Papá siempre hablaba de él. Tenía una anécdota con una chimenea… pero no la puedo contar: soy malo para esas cosas.
El dedo del comodoro se corre y señala a mi viejo. Y acá al lado está El Papi. Entre los dos hacían reír a toda la base. Muy buenas personas, los dos. Buenos amigos.
—¿El Papi? ¿Le decían El Papi?
—Sí, no paraba de hablar de “su muchachito”. Estaba orgulloso de él. Tenía la ilusión de que algún día, cuando fuera grande, el pibe también pudiera hacer patria en la Antártida. La última vez que hablé con él estaba triste porque se había peleado con su hijo. No sé qué será de su vida ahora…
Miro a mi viejo y una antigua angustia me cierra la garganta.
Era su amigo, lo tiene que saber. Casi afónico le digo:
—Murió de cáncer. Y es cierto, era una buena persona.

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