Ayer en Clarín, no queda claro a santo de qué
Hacia 1977, en plena dictadura militar, los argentinos parecíamos habernos quedado mudos. O muertos. Desaparecieron los cuerpos de los torturados y desaparecieron las voces de los que sobrevivíamos y nos sentíamos amenazados día a día. La censura se hacía evidente en todo lugar público. En la casa de los amigos o en tu propia casa se bajaba la voz y con un hilo nos pasábamos las noticias que corrían de boca en boca. El otro en la calle, el ciudadano común que pasaba a tu lado, aparecía siempre como sospechoso, como enemigo mortal que iba a escucharte y denunciarte, o aún más, como servicio encubierto que te llevaría a los golpes de inmediato. Así se fue la voz de nuestras bocas, y por supuesto, se fueron los versos. Que volvieran, como el agua fresca, lo logró el ansia de sentir y de decir nuevamente. Por ese entonces vivía en una isla del delta del Paraná, donde algunos contaban haber visto pasar cadáveres por los ríos cuando subía la marea del Plata. Esa misma marea reabrió mis labios y mi mirada, y un día me vi escribiendo otra vez, el lapicito sobre el cuaderno vacío, de unas antiguas mujeres chinas que vivían junto al agua… Había que irse muy lejos para alcanzar el eco de una voz, muy lejos o muy cerca, con el primer plano de un árbol en rojo otoñal sobre las aguas amarronadas que hacían su interminable duelo en mí. No hubo juicios ni cárceles, hubo mataderos. Así nació Tributo del mudo, el mudo era yo, y era mi amigo Ramón, que hablaba con sus manos como los ángeles.