¡Basta de Kirchner!

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La conjunción de una mayoría de menores de 30 con una minoría de mayores de 55 verificada en la Plaza es revolucionaria. Ahora hay que acabar con el sectarismo, organizarnos y organizar al pueblo.  
Por Teodoro Boot
Fuera del caso de algún tonto irredimible que envió su pésame “institucional” desde la ciudad de Buenos Aires, la reacción general de medios y políticos opositores fue primero de una encomiable prudencia que pronto mutó en elegía, dando cuenta tal vez del fervoroso afecto popular manifestado en las calles. Así, gentes que habían acusado a Néstor Kirchner de las peores infamias, incluyendo la de “traidor a la patria” que hace un par de meses le endilgara Solanas, descubrieron súbitamente en él un modelo de virtudes cívicas, republicanas y patrióticas. También Solanas, que no parece estar del todo cuerdo.
Es posible que personas de a pie, ante la certeza de la muerte y la brutal toma de conciencia de la posibilidad del fin de lo que disfrutan y muy livianamente critican, opten por mirar la realidad con menos capricho y mayor objetividad pero no cabe esperar similar reacción de los escribas a sueldo de los monopolios ni de politiqueros (y politiqueras) capaces de bestialidades del estilo “sería divino que Cristina quedase viuda”. Sin embargo, los escribas se apuraron a ensalzar la figura de Néstor Kirchner, reconociendo, de súbito, como fruto de un asombroso satori, el auténtico milagro de que fue artífice y que consistió, permítase recordarlo, en evitar la disolución nacional.
Nada menos.
Y detrás de estas yegüas madrinas de los grandes diarios, se encolumnó rápidamente la tropilla de politiqueros, politiqueras, pretendidos productores y chamuyantes de toda laya, al grito de “Kirchner fue un grande”.
Fue. Nótese.
De mirarse las cosas con ingenuidad o ignorancia de visitante de la galaxia Andrómeda, llamarían la atención los muy diferentes y contradictorios roles que Néstor Kirchner parece haber jugado en la realidad política argentina: mediocre gobernador de una lejana provincia de pastores de ovejas, desaliñado candidato a presidente, títere de Eduardo Duhalde, montonero confeso, montonero encubierto, comunista, falso montonero, nazi, usurpador de los derechos humanos, setentista resentido, hegemónico, chavista, sionista, cornudo, tirano, pollerudo manejado a su arbitrio por una neurótica, autoritario, verdadero poder detrás del trono, etcétera, etcétera, etcétera.
Contra la autoridad presidencial. En cambio, de haber vivido algunos años en este país y de mirar las cosas sin anteojeras ni lentes deformantes, hasta el visitante de Andrómeda podría haber comprendido que nadie, ni un demente irremediable, ni un poseso por el espíritu de Asmodeo, podría haber sido víctima de tal multiplicidad de tan contradictorias personalidades. Y aguzando más la vista, advertiría que siempre y en todos los momentos, se trató de difamar, deteriorar, erosionar, vaciar la autoridad política, no de Néstor Kirchner, sino del presidente de la nación.
¿Es un espíritu, un propósito libertario el que ha movido y mueve esta demolición? ¿O es en cambio el permanente intento de llevarnos a la disolución?
Cabe sospechar y con bastante fundamento, que esto último es lo que está detrás de las grandes campañas, de las grandes operaciones mediáticas de erosión del presidente, o de la presidente. No importa la de quien: basta con que sea la de aquél dispuesto a construir y defender esa autoridad. Y no por autoritarismo, sino porque en esa autoridad radica la unión y en consecuencia, la fuerza y la libertad de nuestra sociedad.
Viene desde el fondo de nuestra historia. Tras la independencia y la larga guerra civil –que según algunos comenzó en 1820, con la batalla de Cepeda, y según otros en 1813, con la detención de los  delegados constituyentes artiguistas ordenada por Alvear– fue Rosas quien, valido de la autoridad y el poder que le conferían su personalidad y el dominio de la aduana, consiguió impedir que los cuatro países en que nos convertimos durante la independencia hubiesen terminado siendo seis, o diez.  Hasta sus enemigos se lo reconocieron, post mortem naturalmente, y es así que la Constitución de 1853/60 tiene como uno de sus fundamentos uno de los principios centrales de Las Bases de Alberdi, el que sostiene la necesidad de elegir periódicamente, por tiempo determinado y sujeto a la Constitución, a un monarca al que, por una concesión republicana, llamamos “presidente”.
Un monarca que no hace lo que quiere, sino que está sujeto a las leyes. Pero sólo y únicamente a las leyes. De ahí la existencia del poder del veto y del de desempate en el senado a favor del Ejecutivo, que viene a ser siempre “el oficialismo”, detalle que debería hacer reflexionar sobre la flagrante violación a la Constitución que perpetra casi cotidianamente el señor Cobos.
Violar al abuelito. En ningún sitio la Constitución dice que el vicepresidente debe obligadamente desempatar a favor del ejecutivo, de la misma manera que no dice que el presidente no deba oponerse a sí mismo. Eso es tan obvio que no es necesario decirlo (como no es necesario decir que está mal visto violar al abuelito hemipléjico y nonagenario): simplemente se desprende de la lógica del texto y del espíritu de lo que está escrito. En este caso, la Constitución.
No es casual que los países americanos, donde la ilusión fue anterior a la realidad, las leyes a la sociedad  y el Estado a la nación, imperen abrumadoramente los regímenes presidencialistas, en contraposición a los europeos, donde la nación fue anterior al Estado y la sociedad a sus leyes y dónde los regímenes, monárquicos o republicanos, son parlamentaristas. En unos, sometidos a fuerzas e influencias centrífugas, se trata de construir la nación a través de una autoridad central; en los otros, de limitar la autoridad central en una nación ya construida. Son procesos y circunstancias históricas muy diferentes, y es necesario reconocer en todo momento dónde está uno parado para no quedar confundido por los principios abstractos. Digresión que viene a cuento para entender el cómo  y el porqué de la persistente tendencia a erosionar la autoridad presidencial… en cuando ésta se ejerce.
Disgregadores. Desde esta perspectiva es sencillo comprender la seguidilla de contradictorias infamias de que en vida fue víctima Néstor Kirchner así como su exaltación actual, pues siempre se trató de evitar la unidad y reconstrucción nacional impidiendo la edificación de un poder político central, en nuestra América, necesariamente presidencial.  
Puede ser verdad que en su ausencia temporal y, mucho más, en la definitiva, sea posible calibrar la verdadera dimensión de los hombres, la calidad e intensidad de su influencia en nuestras vidas, pero en la persistente, en casos sorprendente, y en general desconcertante exaltación de Néstor Kirchner por parte de los grandes medios se oculta el mismo soterrado propósito: socavar la entidad y autoridad política presidencial en la persona de la actual presidenta. Así, la otrora histérica y neurótica arpía que manejaba de la nariz al incauto bobalicón patagónico, la crispada autoritaria, ha devenido en una pobre y débil mujer librada a su suerte tras la muerte de quien era su verdadero mentor, una detestable Evita trasmutada por arte de magia mediática en una patética y débil Isabelita.
Se trata de una operación política de propósito evidente. A la que no alcanza responder con un “Fuerza Cristina” o “Cristina Conducción” porque lo que viene detrás es la intención del retroceso, la reconstitución de un “consenso federal” sujeto al arbitrio de caudillos provinciales conservadores, el deshilachamiento de los bloques parlamentarios, el avance de caudillejos pejotistas y, en consecuencia y en defensa propia, de tutti cuanti. Y siempre a expensas de la autoridad política presidencial, que es donde, guste o no, radica la unidad y posibilidad nacionales.
Efectos indeseados. Pero la operación mediática tiene sus efectos indeseados, sus “daños colaterales”: la exaltación a ultranza de Néstor Kirchner por parte de quienes ayer nomás fueron sus más acérrimos difamadores hará que más de un distraído empiece a pensar y evaluar las cosas según la debida perspectiva con que las cosas deben ser evaluadas: la perspectiva histórica, los grandes plazos, los trazos gruesos en los que tan imbécil resulta detenerse en minucias y detalles.
Y está mirada panorámica, de conjunto produjo un efecto indeseado  por los promotores de las campañas de esmerilamiento de la autoridad presidencial, lo que el veterano dirigente socialista Víctor García Costa definió como “El más sonoro cachetazo de nuestra historia”: el que el pueblo argentino le propinó a esa falaz y descreída clase mediático‑política en estos días de aguerrido duelo en gran parte de las plazas del país.
La de Mayo fue una plaza emblemática, que aunque novedosa y sorprendente para algunos, resultó para otros un revival: más allá de las múltiples excepciones, desde su composición social y etaria, fue una plaza propia de los momentos de ruptura, transformadores, si se quiere, revolucionarios: trabajadores, profesionales, intelectuales, estudiantes, artistas, amas de casa, empleados de comercio, oficinistas y pobres casi privados de todo  (a excepción de lo conseguido en los últimos años), abrumadoramente menores de 30 años y con una apreciable minoría por encima de los 55. Es una conjunción explosiva, de una potencialidad tan asombrosa como arrolladora; así de mayoritariamente juvenil y heterogénea fue la plaza del 17 de octubre, así fueron “las plazas” de los 70 y así fue, seguramente, la composición de esa abigarrada, dolida, agradecida y militante multitud que en 1933 transportó a pulso el féretro de Hipólito Yrigoyen en escenas que era posible evocar en Río Gallegos.
La similitud de las imágenes sorprende y alienta esperanzas. Templa ánimos ante la insidiosa y atractiva operación mediática que exalta a Néstor Kirchner para disminuir a Cristina Fernández. Y no por Cristina Fernández en sí, sino por Cristina Fernández como máxima autoridad política nacional. Porque de eso se trata: no de destruir a un partido o a una facción, sino de impedir, definitivamente, la construcción nacional.
Tal vez, sólo tal vez, quienes desde una hipotética y artificial “izquierda” han venido siendo tan útiles a la más concreta y real de las derechas, consigan ver las cosas en su debida perspectiva y comprendan qué es lo que se encuentra en juego.
Tal vez. Ojalá.
Acabar con el sectarismo. El punto decisivo es que en el peronismo, el kirchnerismo, cesen en los homenajes tan rápido como pueda acabarse con los sectarismos. Sectarismos cuya persistencia sólo puede demostrar que no se entiende cuál es la situación que atravesamos. A nadie que mire la realidad con alguna objetividad pueden escapársele las enormes chances que tiene la señora presidenta de ser reelecta. Está en la calle, está en la súbita toma de conciencia de tantos argentinos. Es uno de los “daños colaterales” de la operación mediática gracias a la cual Néstor Kirchner sería hoy absolutamente imbatible, tanto como Luiz Ignacio Da Silva lo es en Brasil, cuando ya no es candidato.
La reelección de Cristina Fernández será un hecho si llegamos a las elecciones en auge y no en caída. Hay número y consenso para ello, pero los pueblos no valen tanto por su número como por su organización y la calidad de sus dirigentes.
De la calidad de la máxima dirigente nadie puede tener dudas. De los demás y de la organización no puede decirse lo mismo y es ahí donde está el centro de gravedad de la pelea política: organizarse y organizar al pueblo. De esa organización surgirán los nuevos dirigentes que tanto la presidenta como la sociedad estarán necesitando.
Que a Néstor Kirchner lo sigan ensalzando los escribas de los monopolios. Nosotros no necesitamos hacerlo: lo llevamos en el corazón.

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