BOOT: Corrupción, papel pintado y fuegos artificiales
En las discusiones callejeras que agitan la sociedad durante estos días de caceroleos y enredos de supuestos lavadores de dinero con figuras de la farándula, echo en falta la muy pequeña o incluso a veces nula capacidad de muchas personas (que parecen haber delegado por completo la facultad de pensar en algunos figurones que aparecen seguido en las pantallas de la tela y estan por eso más perdidas que turco en la neblina) de establecer por si mismas prioridades y distinguir así lo esencial de lo accesorio, lo principal de lo secundario, el oro de la escoria, el dinero contante y sonante de la calderilla, lo vital de la morralla.
Esta nota pone el dedo en la llaga e invita a reflexionar a las buenas personas que se escandalizan por la corrupción, que miran el dedo que apunta la luna pero no miran a la luna.
Hasta la entrañable Mafalda le hizo el caldo gordo a la derecha reaccionaria y golpista |
La corrupción es el retintín con el que periodistas, comentaristas y predicadores de amplio espectro encubren su ausencia de ideas políticas o, tal vez aún con más frecuencia, su intención de disimularlas. Es difícil, sino imposible, discernir cuál de los dos propósitos provoca más daño.
Para dar un ejemplo que puede resultar sorprendente para la percepción actual del argentino medio, el gobierno de Arturo Illia era tildado de lento, vacilante, electoralista y corrupto y, tal como reconoció alguna vez Quino, aludiendo al escarnio de que hacía objeto al presidente desde los cuadritos de Mafalda que se publicaban en Primera Plana: “Tanto por la ignorancia que teníamos acerca de las reglas del juego democrático como por la misma precariedad de estas democracias, nos convertimos, sin desearlo, en los mejores aliados del enemigo”.
A un mes exacto del golpe que llevó al poder al general Onganía, en una entrevista que le realizara la revista Gente, Ernesto Sábato se sinceró: “Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con los prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad ¿vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conoces mucha gente que crea en esa clase de farsa?”. Pero quien en esos momentos se llevó todos los premios fue el impoluto Tomás Eloy Martínez, quien a pocas horas del golpe escribió:
“Reconozco calidad a Onganía como hombre de mando en el Ejército. Si Onganía se comportase en el terreno político como en el terreno militar, el país podría andar bien. Simpatizo con el movimiento militar, porque el nuevo gobierno puso coto a una situación catastrófica. Como argentino, hubiera apoyado a todo hombre que pusiera fin a la corrupción del gobierno de Illia«.
Todo esto suena, por un lado, extraño y lejano, y por el otro, cotidiano y actual, pero en los casos de estos tres ejemplos de espíritu republicano y democrático, tan alejados de cualquier clase de totalitarismo, no debería dudarse de que esos taxativos juicios fueron hijos de la ausencia de ideas, cuando no de la intoxicación informativa o de la pura y simple estupidez. Alguna razón tenía el dirigente afroamericano Malcolm X cuando para la misma época advertía: “Si están desprevenidos, los medios de comunicación los llevarán a odiar a los oprimidos y a amar a los opresores”.
Malcolm X fue asesinado el 21 de febrero de 1965. Poco antes de morir, en alusión a algunas opiniones de las que en ese momento se arrepentía, dijo “Bueno, supongo que un hombre tiene derecho a hacer el ridículo si está dispuesto a pagar el costo”. Es razonable. Lo que no es razonable es que nadie quiera pagarlo en Argentina y que los Sábato y los Tomás Eloy Martínez sigan teniendo tantos émulos, ajenos e inmunes a la experiencia histórica.
No inmune sino impune, en cambio, es el abogado y periodista Mariano Grondona, quien el 29 de junio de 1966 saludaba a la nueva dictadura desde las páginas de Primera Plana: “…Arturo Illia no comprendió (…) que las Fuerzas Armadas, dándole el Gobierno, retenían el poder. El poder seguía allí, en torno de un hombre solitario y silencioso (…). El Gobierno y el poder se reconcilian, y la Nación recobra su destino”.
Uno siente curiosidad de saber qué habrán pensado retrospectivamente Ernesto Sábato, Tomás Eloy Martínez y otros incautos como Quino al encontrarse en esos momentos en semejante compañía. Probablemente nada, por eso de que entre nosotros nadie suele pagar ningún costo por hacer el ridículo.
Emblemático representante de los sectores más reaccionarios de la derecha católica, comando civil en 1955, vocero del sector Azul del ejército y activo propagandista del golpe de estado de 1966, del de 1976 y de los intentos reeleccionarios de Carlos Menem, preocupado por la renuencia de Cristina Kirchner a renunciar explícitamente a una tercera elección prohibida por la Constitución, el 14 de abril de 2013, Mariano Grondona escribió en La Nación que “Desde 1853 hasta 1930, esta norma (la que impedía la reelección presidencial) se cumplió a rajatabla (…) Este período de 77 años fue, por otra parte, el más brillante de nuestra historia”.
“El período más brillante de nuestra historia” incluyó 27 años de guerra civil y diez de secesión de la provincia de Buenos Aires que, negándose a ratificar la Constitución de 1853, se constituyó en un estado independiente.
Un profesor universitario, por más reaccionario y senil que esté, debería ser una persona un poco más seria y evitar decir –y mucho menos, escribir– esa clase de tontería, pero como en nuestro país se puede hacer el ridículo con total impunidad y sin pagar costo alguno, el doctor Grondona de paso deplora que la presidenta no desmienta su intención reeleccionista.
La presidenta Cristina Fernández no renuncia a una enorme cantidad de cosas que se le ocurren al doctor Grondona, del mismo modo que el doctor Grondona no renuncia explícitamente a una operación de cambio de sexo, pero esa renuencia presidencial autoriza al doctor Grondona a excederse en el consumo de lisérgico, lo que lo induce a angustiosos interrogantes: “¿Podría recobrar –se pregunta el doctor Grondona refiriéndose presumiblemente al país y no a él mismo– su perdida sensación de estabilidad si la Presidenta renunciara explícitamente a un horizonte de permanencia indefinida como al que hoy, todavía, no da señales de renunciar? Algunos suponen que demora este anuncio de cumplir simplemente con la Constitución porque, en tal caso, se convertiría en un pato rengo y ya no podría gobernar. ¿Qué hacen, empero, todos los presidentes republicanos de nuestra América? Cumplen, simplemente, los plazos que les han asignado”.
Indiferente al hecho de que tampoco “los presidentes republicanos de nuestra América” renuncian explícitamente a ese “horizonte de permanencia indefinida” que perturba al doctor Grondona, el doctor Grondona afirma a continuación que esa no renuncia explícita de nuestros presidentes republicanos “se hace sin perturbaciones, salvo, naturalmente, en los casos de Venezuela, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, cuyos presidentes aspiran a la monarquía mientras los argentinos esperamos –prosigue discurriendo el doctor a fin de volver innecesario el análisis de LSD en sangre– demuestre que Cristina se decida entre la monarquía y la república”.
La sevicia presidencial es intolerable ¿qué le cuesta a Cristina Fernández tranquilizar al doctor Grondona?
Y ya en pleno descontrol, en los proyectos que manifiestan la intención de democratizar el poder judicial, el doctor cree ver una rosista ambición de obtener la suma del poder, diagnóstico en el que coincide con el dirigente sindical Julio Piumato, en pueba de que, o bien el doctor se ha vuelto completamente loco o Julio Piumato ha sido efectivamente secuestrado por una tribu de reducidores de cerebros que lo llevan a oponerse a aquello que ayer nomás proponía.
Pero, a diferencia del malogrado sindicalista, el ridículo no lleva al doctor Grondona a negar su historia y tradición. El doctor aun conserva su corazoncito dictatorial. Vean sino: “La ‘dictadura’ que crearon los romanos no era lo que hoy entendemos por este nombre. En tiempos de la República Romana, el Senado designaba como ‘dictador’ a un ciudadano descollante, a quien le confería la suma del poder para atender una situación de emergencia, por ejemplo, una invasión, pero sólo por el exiguo plazo de seis meses. Pasado el peligro, la República Romana volvía a la normalidad”.
Bien mirado, el doctor tiene razón. ¡Qué tranquilos estaríamos todos si a cada hora de cada día de sus mandato, los presidentes renunciaran explícitamente a la monarquía!
Está claro que a esta altura del campeonato, el doctor no está bien de la cabeza o su dealer le expende sustancias adulteradas, Porque está lejos de nuestra intención burlarnos de los estragos que puede provocar el paso de los años, ya que no es el caso: aun senil y muy posiblemente a punto de someterse a una operación de cambio de sexo (maniobra de la que estamos autorizados a sospechar en tanto se empeñe en no renunciar explícitamente a ella) Grondona sigue en un estado de mayor lucidez que la mayoría de sus colegas, seguidores, imitadores y ocasionales compañeros de ruta. A diferencia de los Quino, Sábato y Tomás Martínez de hoy y de siempre, los Grondona de hoy y de siempre saben cuándo al señalar la luna están haciendo que los demás queden mirándoles el dedo y cuándo, sin señalarla, la están mirando.
En sus buenos tiempos, cuando oficiaba de fogonero de la dictadura de Onganía (que, curiosamente “no tenía plazos sino objetivos”) el doctor no se burlaba de la lentitud de Illía, ni descalificaba el funcionamiento parlamentario ni se escandalizaba por ningún caso de corrupción: el doctor sabe que en todas las casas se cuecen habas y que la corrupción es una excrecencia menor de cualquier obra humana, como ha admitivo varias veces públicamente.
Parafraseando a William Jefferson Clinton, el doctor podría decir: “Es el poder, estúpido”. ¿Y qué es el poder sino el dinero? Pero no se trata del dinero que desvela a las almas angelicales o a los esencialmente corrompidos que venden el alma para pagar las expensas atrasadas del palacio Estragamou; se trata del dinero de la sociedad en esa dura puja entre estados y trasnacionales, naciones e imperios, empresarios y banqueros, patrones y obreros por apropiarse y distribuir más o menos equitativamente el valor producido por el trabajo humano.
Todo lo demás, es papel pintado y fuegos artifíciales.