En esa nota (se refiera a «Muertos de hambre», publicada aqui ayer) Caparrós no habla de los chicos famélicos sino de la prensa oficialista personificada en 678 y del ministro Manzur.
En principio, no entiendo muy bien qué tienen él y otros con 678 para obsesionarse tanto: programas malos es lo que sobra en TV, y de compararlo con otros programas políticos malos como el de Longobardi, el de Blanck, el de Morales, etc., 678 sale muy airoso. Y así como los chamuyantes de 678 tienen derecho a criticar los macanazos y las pavadas en las que acostumbran a incurrir los Lanatas y Tenembauns, no hay razón alguna por la que sea razonable que se metan con los que no piensan como ellos, excepto para debatir y polemizar y de ninguna manera para escarcharlos. De igual manera, Caparrós no tiene por qué pretender que la prensa oficialista critique al oficialismo, porque justamente para eso es prensa oficialista y no prensa a secas. La prensa oficialista no es ni siquiera prensa partidaria: en la prensa partidaria hay posiciones y argumentos de polémica, tanto interna como externa. La prensa oficialista, en cambio, es eso: oficialista, lo que equivale a decir que es acrítica y seguidista. Esto no es ni bueno ni malo, a condición de que no se la confunda ni con la «verdad» ni con una posición partidaria, porque en la prensa de partido (aun o especialmente en la del partido que gobierna) siempre van a existir posiciones críticas respecto al oficialismo, porque de eso se trata: ningún pensamiento ni ninguna gestión es monolítica y unidimensional y siempre habrá algo que mejorar, que criticar, que destruir o que hacer de modo diferente.
Nada de esto es posible el día de hoy, claro, porque estamos metidos en una auténtica guerra que tiene a la información y a los significados como los principales instrumentos de combate. Y es así que los únicos en condiciones de no dudar y saber siempre en que trinchera estar, son los periodistas y chamuyantes oficialistas y los periodistas y chamuyantes del grupo Clarín. Los demás, van (vamos) a estar siempre en posiciones incómodas, por más que política e ideológicamente estemos claramente alineados. Y estar en una posición incómoda en este escenario es que de golpe a uno lo cascoteen de los dos lados. Esta incomodidad y la creencia de que a veces es necesario optar, hacen que muchos tiendan a meter violín en bolsa y bocinar menos. Es lógico: si criticar es darle pasto al grupo Clarín y a todo lo que viene detrás, más vale callarse o criticar en ámbitos menos resonantes que «la gran prensa» o la tevé.
Los peronistas estamos acostumbrados a todo eso, empezando porque estamos acostumbrados a disentir permanentemente entre nosotros mismos sin que eso suponga sospecha de traición, excepto en un par de momentos muy aciagos de nuestra historia política. De hecho, siempre fue costumbre criticar a Perón, pero sólo entre nosotros. Cuando eso se desmadró por izquierda y por derecha y se acabó dándole pasto a las fieras, vinieron los desastres.
Lo que ocurre actualmente con las colectoras en provincia de Buenos Aires es un ejemplo de lo que pretendo decir, pues acá la prensa oficialista está en un serio problema: ¿de quién tiene que ser oficialista? ¿Del sector del oficialismo que le paga? ¿Y qué pasará después con su relación con los otros sectores? La partidaria, en cambio, estará cómoda y en su salsa: habrá quien esté a favor o en contra de las colectoras dependiendo de dónde esté ubicado y de qué privilegie en su construcción mental y política, sin que eso suponga nada grave ni provoque enemistades permanentes.
Pero bueno, la prensa oficialista es eso, oficialista. Y es tan tonto pedirle que critique al gobierno como pedirle a la prensa opositora que lo elogie. En ese sentido el núcleo de la nota de Caparrós (que la prensa oficialista se hace la boluda) es improcedente. En cuanto a los disparadores, hay dos, en su exposición superpuestos e indiferenciados, siendo que son tan pero tan diferentes. Uno, los «muertos de hambre», de los que en realidad no habla: sólo menciona el destino estadístico de los recién nacidos de peso menor a los 500 gramos, como si el destino estadístico fuera algo que importara cuando un pibe se muere o cuando pesa 500 gramos.
Que se muera un pibito de 500 gramos calculo que debe ser más la norma que la excepción. Y las causas por las que pesan 500 gramos pueden ser variadas: hay prematuros, a la vez por varios motivos posibles, y hay otros aparentemente desnutridos. No soy médico y me voy a meter donde no debo, pero me cuesta creer que la desnutrición pueda llegar hasta ese extremo, en una especie que sobrevivió gracias a su capacidad de soportar largos períodos de carencias, fuera que la desnutrición no es equivalente al hambre. Si hay una cantidad de prematuros y neonatos superior a las medias históricas, sería razonable investigar sobre las verdaderas causas y no largarse a bartolear y hablar así como así de «desnutrición»: por más tirado que esté un tipo, especialmente en zonas semirrurales, no puede llegar nunca al nivel de carencia de un europeo pobre de la posguerra… que sin embargo no estaba desnutrido, al menos hasta el punto de parir niños de medio kilo de peso. Y si hay efectivamente desnutrición, las causas hay que buscarlas más atrás de la distribución del ingreso o el acceso a alimentos baratos y nutritivos. Y no lo digo para restarle importancia al tema. Al contrario: es tan serio que merece un estudio serio y no afirmaciones genéricas y efectistas.
Pero recordemos, Caparrós no habla de los «muertos de hambre» excepto en el genérico y efectista título, porque no hay NADA en su artículo que permita deducir que los prematuros sean prematuros porque estén «muertos de hambre» (tal vez sea así, pero Caparrós, obsesionado con 678, no lo informa en ningún momento). Habla de la prensa oficialista, a la que le dedica el 80 por ciento de su artículo. Y habla del ministro Manzur, pero encima para criticar a la prensa oficialista y no a Manzur, a quien como mucho acusa de truchar las estadísticas.
Y esto es muy poco serio en una nota de título tan alarmante, más o menos como señalar la luna y quedar mirándose el dedo.