Caradura: Nicoletti reclama que le devuelvan el botín de su último golpe
Fue montonero, entregó a sus compañeros y se recicló como espía naval, carapintada y asaltante. Hoy se dedica a investigaciones privadas. Y aprovechando un resquicio judicial, exige medio millón de pesos al Estado.
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La historia de Máximo Nicoletti es un drama argentino en su estado más cruento. Y ahora, con ribetes de absurdo. Las últimas noticias que lo pusieron en las tapas de los diarios son de marzo de 1994, cuando cayó preso como líder de una superbanda de asaltantes de camiones blindados (ver El golpe). Él y otros seis o siete hombres, habían enfrentado a tiros de fusiles FAL a un blindado de la empresa TAB-Torres, que vaciaron en cuestión de minutos, robándose 1,8 millón de pesos, en lo que fue hasta ese momento el golpe contra blindados más grande de la historia. El Nicoletti de hoy, según reconstruyó Clarín, no piensa rendirse: intenta que le devuelvan los más de 120 mil pesos que le secuestraron al caer detenido, que actualizados serían casi medio millón de pesos, y hasta amenaza con enjuiciar a sus jueces (ver ¿Hará juicio?)
¿Cómo se llegó a esto? ¿Cómo explicar que la Justicia argentina hoy analice devolverle la plata? Y lo más inquietante: ¿en qué anda este sobreviviente de todas las tragedias?
A pocas semanas de cumplir 60 años (nació el 5 de setiembre de 1950 en Mendoza), Nicoletti tiene un campo en la localidad de Corcovado, provincia de Chubut, donde hasta hace poco intentó un negocio de producción masiva de hongos para exportación. Como si su destino le impidiera retirarse a una vida burguesa o empresaria, el negocio de los hongos fue un fracaso y Nicoletti retomó sus actividades de espionaje, esas que aprendió en la organización Montoneros cuando se declaraba peronista y de izquierda, y que aceitó después al servicio de la Marina y del aparato represivo del Estado.
El Nicoletti de hoy pasa la mitad de sus días entre una casa de Villa Ballester y el departamento de la Capital de su novia, una contadora. ¿De qué vive? Se ocupa de investigaciones personales que le encomiendan empresarios y abogados. Lejos de las armas, los trajes de neoprene –era buzo experto– y de los explosivos sensibles que sabe manejar como pocos, sus misiones consisten ahora en averiguar antecedentes penales y comerciales de personas o empresas, a través de las bases de datos del sistema informático o documental y de fuentes informales. “También hace seguimientos de personas o vigilancias”, cuenta uno de sus viejos conocidos al que todavía frecuenta. Es decir, que Nicoletti hace guardias frente a casas ajenas y sigue autos de cerca, tal vez a bordo de su camioneta Hilux gris, 4 x 4, modelo 2001.
Uno de sus clientes es, además, su abogado, Marco Aurelio Real, quien cuenta entre sus antecedentes haber sido, durante años, el abogado de Mohamed Alí Seineldín, líder carapintada de la década del ochenta. La coincidencia no es de ninguna manera casual: Nicoletti fue uno de los más fervientes militantes de la causa carapintada, que se reveló a los mandos de las fuerzas armadas durante los años de Alfonsín y los primeros del menemismo. Para el último alzamiento, el del 3 de diciembre de 1990, había aportado lo suyo como entrenador del grupo Albatros de la Prefectura, uno de los pilares de la rebelión de Seineldín.
En octubre de 2009, su abogado Aurelio Real logró para Nicoletti algo que parecía imposible: cerrar la causa número 12-42919-2 del departamento judicial de Morón, en la que se lo investigaba por el asalto al camión blindado. ¿Cómo? Simple aprovechamiento de la burocracia de la Justicia argentina. El expediente llevaba 16 años en trámite, por lo cual se declaró la prescripción de la causa, el fin de la acción penal. Nicoletti había pasado cinco años preso, pero salió libre a mediados de 1999, por la llamada “Ley del 2 x 1”, que en aquellos años beneficiaba a los presos sin condena firme.
Fue en diciembre de 2009 cuando Nicoletti jugó su carta más audaz. Su abogado fue hasta los Tribunales de Morón y presentó un escrito en el Juzgado de Transición Único del departamento, el que se ocupa de los expedientes viejos, casi que olvidados. El escrito fue contundente.
“Habiéndose extinguido la acción y en virtud del principio de inocencia que rige y que sólo cede ante una condena firme que acredite la responsabilidad de un hecho ilícito, vengo a solicitar se me reintegre todos los efectos que me fueran secuestrados en el marco de la presente pesquisa”. Para la Justicia, claro, no importa que Nicoletti haya confesado su autoría en el asalto al bindado, como ocurrió apenas cayó detenido. Lo único que vale es que nunca llegó a ser condenado. Según dicen los que conocen el expediente, esa increíble falta de condena se debió a la complejidad de una causa repleta de prófugos, ya que buena parte de la superbanda nunca fue descubierta, como tampoco la mitad del botín. El escrito de Nicoletti fue acompañado por una copia del acta que se labró cuando fue capturado, el 2 de marzo de 1994, con plata y elementos personales. Los bienes que reclama, son:
Una pistola Walter P38 calibre 9 milímetros.
Una pistola marca Brenta calibre 22 largo.
Tarjetas de crédito a nombre de Nicoletti y de quien era su mujer, María del Carmen Camaño.
Una videocámara marca Panasonic.
69.900 pesos en billetes de $100.
40.500 pesos en billetes de $50.
9.759 pesos en billetes de $10.
En total, a Nicoletti le habían secuestrado 120.159 pesos, que siempre se consideraron parte del botín, del robo. Y esos fondos, si es que no se perdieron en algún bolsillo de los Tribunales de Morón, deben estar depositados en una cuenta bancaria del Poder Judicial, como ocurre habitualmente.
¿Se los devolverán a Nicoletti? La cuestión no está resuelta. El juzgado de Transición de Morón es un órgano residual de la Justicia, ya que allí se ocupan de las causas viejas del sistema y no tiene un juez natural, sino que es ocupado, rotativamente, por los demás jueces del partido. Hasta el cierre de este informe, ninguno de los jueces que puede resolver el tema lo ha hecho –ni a favor ni en contra–, acaso para evitarse un lío o tener que hacer cuentas para actualizar los fondos o tener que explicarle al país que una causa de semejante magnitud, y con presos confesos, acabó muerta, en la nada.
El pedido de Nicoletti revela que el absurdo no es más que una coherencia histórica. En él, en ese canoso de barba corta, se exhiben todas las contradicciones y desencuentros de los últimos 40 años.
Mendocino, pero criado a orillas del mar en Puerto Madryn –donde aprendió a bucear–, su carrera se inició a principios de la década del ´70 como militante de Montoneros, la organización a la que se abrazó buena parte de la juventud peronista. Hacia 1974, una vez que Montoneros pasó a la clandestinidad y se definió como guerrilla, Nicoletti se entrenó y aprendió a manejar explosivos, su especialidad en la lucha armada. A él se le atribuyen algunos de los más espectaculares atentados de la organización, empezando por la voladura de la lancha que llevaba, una mañana de 1974, al comisario general Alberto Villar y a su esposa. Villar, hay que decirlo, tampoco era un muchacho fácil: había sido uno de los formadores de la temible Triple A, que mataba a tiros a los rivales políticos dentro del peronismo. Nicoletti sabía de lo suyo: en 1975, fue el hombre que buceó hasta el astillero donde estaba la fragata “Santísima Trinidad”, que acababa de comprar la Marina, y a la que le colocó una bomba.
Ya en dictadura, fue víctima de los operativos de la muerte de la Escuela de la Marina. En la oscuridad de la ESMA –ese territorio insondable, donde la picana arruinaba espíritus–, negoció y se asegura que entregó a uno de sus mejores amigos –“El Negro Ricardo”– en manos de Jorge Rádice, uno de los represores a los que hoy todavía frecuenta. En fin, Nicoletti se transformó primero en colaborador de sus verdugos y, con el tiempo, en un verdugo más, según han testimoniado muchos sobrevivientes a los que él jamás se ocupó de desmentir.
Nicoletti volvió a la escena pública en 1982, en tiempos de la guerra de Malvinas, cuando la policía española lo detuvo en la ciudad-puerto de Algeciras y lo mandó de vuelta a casa. Nicoletti no estaba allí de paseo. Había viajado como agente secreto del servicio de inteligencia naval, con 20 kilos de trotyl y la misión de hacer volar por los aires a alguno de los buques ingleses anclados allí nomás, en el Peñón de Gibraltar, y que se preparaban para ir hacia las Malvinas. La “Operación Algeciras” salió mal, por poco. Pero mostró a Nicoletti otra vez en acción.
En democracia, como tantos otros, se convirtió en uno más de esa masa de ex represores o amantes de la guerra que de pronto se quedaron sin batallas. Aunque la Justicia nunca le pidió –hasta hoy– una rendición de cuentas sobre su papel en la represión, Nicoletti se ofuscó con los juicios a las Juntas y lo que seguía, también con el país que se aventuraba. Se afilió a los carapintadas, asunto que lo tuvo en acción hasta la llegada de Carlos Menem, cuando el gobierno destruyó la última rebelión a cañonazos. Llegaba para Nicoletti, entonces, un tiempo nuevo: el de la delincuencia común.
La mañana del 28 de febrero de 1994, una noticia fue titular de los flashes informativos e iba a ser uno de los hechos más impactantes de aquel verano. En cuestión de minutos, con una muestra de profesionalismo y violencia desconocidos para el mundo del hampa, un grupo de asaltantes cargó sus FAL contra un blindado y lo dejó al descubierto como quien abre una lata de sardinas. No faltaba mucho para que se supiera. Al grupo lo integraban ex agentes de inteligencia de las fuerzas armadas y ex policías. El líder de aquella superbanda era el mismísimo Nicoletti, quien escapó hacia Esquel, en Chubut, la misma provincia donde empezó a husmear el mundo.
Varias semanas después, el 5 de mayo, Nicoletti fue detenido y confesó su rol en la banda, aunque nunca dijo qué había sido del botín. El único rastro eran esos 120 mil pesos y monedas, se supone que la parte que le tocaba como líder. Lo que vino después es silencioso. La cárcel (en el penal de Dolores), la liberación, el fracasado intento burgués. Parecía, por fin, convertido en una sombra, en una bruma de lo que fue.
Pero no hay caso. Nicoletti siempre vuelve. Y quiere plata.