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CINE & VALORES. Marvik o como equiparar la traición con cosas muchísimo menos graves

Mientras que las «traiciones» en materia sexual pueden ser poco relevantes y fácilmente perdonables por quienes tienen un mínimo equilibro emocional, las delaciones que suelen culminar con la cárcel o la muerte de los denunciados son una cosa mucho mas grave y seria. Esta distinción elemental trata de ser borrada por quienes propagan una cultura individualista e insolidaria. Una reflexión a partir de una película que se pretende progresista.
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Después de mucho tiempo, vi una película en Netflix. Se llama Narvik es noruega y se refiere a la que se presenta como primera batalla importante de la Segunda Guerra Mundial. Desde el punto de vista de la directora, no hubo mayores diferencias entre los invasores alemanes y los aliados (ingleses, franceses, polacos), lo que parece confirmar que una parte significativa de la población simpatizaba con el nazismo y no le parecía mal que los eslavos fuesen esclavos.
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La historia central es la un joven matrimonio de seres agraciados con un hijo pequeño. Él pelea valientemente contra los nazis en las montañas mientras que ella, en esa pequeña ciudad, a pedido del cónsul alemán, le sirve de traductora y hace de nexo entre el alcalde de la pequeña ciudad y los generales teutones,  a la vez que le da refugio en una cabaña a los partisanos dirigidos por el cónsul inglés, buscados afanosamente por los invasores. Es más: en complicidad con una amiga, ella le pasa información al cónsul inglés sobre la ubicación de las baterías alemanas, que los partisanos retrasmiten a Londres. Pero los británicos no se limitan a bombardear esos emplazamientos sino que también lo hacen sobre el centro de la ciudad en procura de acabar con el estado mayor alemán y, ya se sabe, en estos casos hay víctimas colaterales. Los aterrorizados narvikingos se resguardan en sótanos pero eso no puede evitar que una esquirla de en el pecho de Ole, el pequeño hijo de la pareja, cuya herida poco despues se infecta.
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Son necesarias dos pequeñas digresiones. Una, que la película se promociona adelantando que, más allá de las acciones bélicas, habrá un nudo en la trama, una traición que derivará en  fuerte conflicto de pareja. Y dos, que el cónsul alemán mira a la traductora traidora con evidente apetencia.
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Con el niño muy grave, ella le pide auxilio al cónsul alemán. Quiere que su hijo reciba atención médica, pero el cónsul le dice que los médicos no dan abasto y tienen órdenes estrictas de limitarse a atender a los muchos soldados heridos.
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Llegados a este punto, esperaba lo lógico: que ella se le entregase a cambio de que él lúbrico diplomático consiguiese que los médicos atendieran al niño. Craso error: ella, sin circunloquios, sin negociar nada previamente, sin hesitar entrega la ubicación del cónsul inglés y los partisanos. Y aunque en la peli no se ve, queda claro que los agradecidos generales alemanes ordenan que su hijo sea atenido por los médicos teutones, que le salvan la vida.
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Seguidamente, admite ante su amiga -que le informa que el cónsul inglés y los guerrilleros han sido apresados– que fue ella quien los entregó, y aduce como atenuante que no la denunció a ella.
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No les voy a contar el previsible final, pero manifiesto mi sorpresa por esta naturalización de la delación sin que medien apremios ni torturas, existiendo la alternativa infinitamente menos cruenta (incruenta, en realidad) de tener sexo sin amor ni nada que se le parezca.
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Recuerdo que Jorge Luis Borges admitió que pensaba que los españoles y los argentinos éramos radicalmente diferentes hasta que a comienzo de los años ’30 vio en Madrid un film yanqui en el jefe de una banda de asaltantes -integrada entre otros por su pareja- es reclutado por el FBI y se convierte en un «arrepentido» que entrega a todos sus compañeros, incluida su mujer. Comentó Borges que los espectadores salían de la sala en silencio y visiblemente consternados, y que ahí se dio cuenta que la delación era considerada tanto allí como aquí un pecado nefando.
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Es sabido, en Argentina detenidas en comisarias fueron violadas y más todavía las detenidas-desaparecidas por sus apresores y represores, casi siempre también torturadores. Que también arguyeron muchas veces antes y luego de ser detenidos que esas compañeras se les entregaron voluntariamente. Siempre entendí y respeté a las que, en ese brete, compelidas a delatar, buscaron y muchas veces consiguieron librarse de esa presión entregando su cuerpo a los infames. Exponer el propio cuerpo no afecta a terceros. Y apuntar con el dedo o delatar en la mayoría de los casos redundó en la muerte de los señalados.
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Tengo muy presente el testimonio de una compañera secuestrada junto a marido que conocí allá por 1980. Ambos fueron metidos en el baúl de un automóvil que se dirigió raudo a un campo clandestino de detención y exterminio. En un momento dado, el compañero logró abrir y saltar del baúl pero no pudo escapar y sus captores lo acribillaron y luego devolvieron al cadáver caliente al baúl. La compañera estaba convencido de que la matarían, pero días después un represor le quito la venda que le impedía ver, la convidó a fumar un cigarrillo, la llevó a tomar sol y luego la violó sin que . ¿Quién podría reprocharle algo?
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Desde entonces ha pasado mucha agua debajo de los puentes. Antes del horror de la dictadura, las cosas eran diferentes. Algunas mejores, otras peores. Hubo un tiempo en el que los jugadores de fútbol no pedían que el árbitro amonestara a quienes los golpeaban (y que conste que se pegaba más que ahora) pues al fin y al cabo se trataba de compañeros de trabajo. Hoy hemos naturalizado que se finjan faltas, que la mayoría de los jugadores sean duchos en «tirarse a la pileta» y, lo peor, que los derribados y hasta muchos autoderribados pidan a los árbitros que expidan tarjetas amarillas o, mejor todavía, rojas.
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Y que el Toto Caputo, que nos endeudó de todas las maneras posibles y hasta por todo un siglo, se quejé de «la herencia recibida» cuando él es responsable de la mitad de la ingente e impagable deuda externa que contrajo el gobierno del capo Macri.
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Hoy, la muchachada usa la palabra «ortiva» así, con «v» corta sin conocer su significado. Y se sorprende cuando se la desayuna con que se trata de «batidor» al vesre, es decir con «b» larga. Los ortibas están naturalizados e invisibilizados. Estamos en un mundo de individuos correveydiles, insolidarios, olfas, alcahuetes, manyaorejas y cobardes. «Señorita, señorita, ese niño se está copiando!».
 

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