D’Andrea Mohr x María Esther Gilio: «Yo disolvería el Ejército»

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DIALOGOS

CONVERSACION CON JOSE LUIS D'ANDREA MOHR, UN MILITAR DIFERENTE

"Yo disolvería el Ejército"

Hasta ahora la discusión sobre el tema militar estuvo monopolizada por aquellos que defienden los horrores de la dictadura, los que optaron por la "autocrítica", aunque sea parcial, y los que se arrepienten de lo hecho y confiesan sus crímenes. Pero esta charla con D'Andrea Mohr abre otra perspectiva, la de los uniformados que se negaron a reprimir y viven para contarlo. Cómo nació y maduró un miembro de las Fuerzas Armadas que cree que hay que disolverlas.

Por María Esther Gilio

–Podríamos ver su infancia. Tal vez allí haya indicios de sus posiciones de hoy.

–Vamos a ir un poco más allá de la infancia, a las invasiones inglesas, en 1806, después de las cuales quedó preso acá el comandante Beresford, quien venía al frente de los invasores. Suponemos que su prisión fue amable porque unos años después vino a vivir aquí una señorita inglesa, llamada Mary Brikford Beresford, quien más tarde se casó con José Mohr, primer cónsul prusiano en la Argentina, mi tatarabuelo.

–En definitiva, que usted desciende del invasor inglés. ¿Eso le molestó alguna vez?

–Jamás, yo no estaba allí. Y si hubiera estado habría sido del lado de los criollos. Y bueno, de aquel matrimonio vino mi bisabuelo, que fue militar, mi abuelo que fue militar, mi padre que fue militar. Y yo que seguí viaje nomás.

–¿Qué pensaba que era ser militar?

–Y, lo que había visto era algo muy normal para mí. Yo aprendí a andar a caballo, a boxear, a fumar, a hacer esgrima y a tirar en los cuarteles.

–Su padre lo llevaba con él al cuartel.

–Mi padre y también mi abuelo.

–¿Entonces, su vocación?

–De qué vocación habla… A esa edad uno no sabe, ingresé al Colegio Militar casi sin pensarlo. Mi vida se deslizó hacia allí. Y aunque me llovieron los arrestos, porque antes muchas cosas me rebelaban, terminé los cursos.

–¿Qué era lo que lo rebelaba?

–En aquel momento los abusos, el despotismo.

–¿Por qué cree usted que los oficiales se empeñaron siempre en humillar y torturar, con trabajos idiotas, a los soldados que instruyen?

–Hay una forma de mandar que se apoya en el sometimiento del otro. Cuanto más pequeñito es un individuo más se siente engrandecido por el sometimiento del otro.

–¿Por qué esta situación se da inevitablemente en el Ejército?

–Porque es allí que las reglamentaciones lo permiten. Allí un microhombre puede obligar a otros hombres a que hagan lo que él quiere. Esto a pesar del reglamento madre, el de Servicio Interno, el cual dice en su Prólogo que la disciplina se basa "en la razón y en la justicia", no en el sometimiento del otro. Este prólogo algunos no lo leyeron nunca, otros lo recortaron, lo tiraron, y cuando lo necesitaron para justificar sus conductas criminales hablaron de "obediencia debida".

–¿Y qué pasó con los que leyeron y aceptaron esas palabras?

–Esos se rebelaron; los otros iniciaron el despegue.

–¿Despegue de qué?

–Despegue de cretino. De tipo educado no para ser sino para tener: tres estrellas, cuatro. Cuando un oficial instruye humillando, y el instruido a su vez aprende a instruir humillando, se va generando un estilo de mando que se fundamenta en el atropello y el tormento.

–Denos un ejemplo.

–Se pasa revista hasta a las uñas del soldado, y mientras se lo lleva a almorzar se le ordena cuerpo a tierra. El hombre que hace esto, un hombre chiquito, con este contrasentido se siente poderoso. Sin darse cuenta de que poder no es autoridad. Entendida ésta como el resplandor de la fuerza moral.

–Usted se rebeló, ¿cuándo fue?

–Apenas entré. Cuando uno se está entrenando se admite todo, así se trate de cosas muy duras. Pero después que se bañó, y está descansando, es inadmisible que llegue un infeliz de éstos y quiera continuarla. "Pararse", "sentarse", "cuerpo a tierra", "arrastrarse". Yo jamás, jamás, me arrastré.

–¿Cómo hizo?

–"¿Por qué no se arrastra?" "Porque no soy un gusano", decía yo. Era el único que no obedecía esa orden. Y debo decirle que nunca me pasó nada.

–No entiendo. ¿Por qué no lo castigaban?

–Porque si bien yo iría preso por desobediente, también iría el oficial, quien había cometido abuso de autoridad. Y aquí se ve otra cosa, la cobardía, la resistencia a aguantar las consecuencias. Y éste es un ejemplo chiquito de todo lo que pasó después en la Argentina. Donde nadie aguantó a la hora de ser juzgado. Y así vinieron la obediencia debida, el punto final, el indulto.

–El castigo demoró, pero parece estar llegando. El pacto de silencio hace agua por todos lados.

–Sí, están pasando cosas que los van acorralando. De mi parte estoy haciendo lo posible. Sigo con mi historia. Termino el Colegio Militar, hago un curso de instructor paracaidista, me recibo y me mandan a un batallón de ingenieros en San Nicolás. Estando ahí, en setiembre del '62, se produce el primer conflicto entre azules y colorados(1) y yo me niego a combatir entre tropas argentinas, me niego a tirar.

–Lo castigaron.

–No, esta vez no fui preso y cuando terminó el conflicto fui mencionado como ejemplo. De cualquier modo como los colorados perdieron y yo estaba entre los colorados, me trasladaron con mi flamante título de instructor de paracaidistas a un batallón de montaña, como jefe de la sección "mulas".

–Poco más tarde vuelven a enfrentarse azules y colorados. ¿Otra vez se negó a combatir?

–Sí, pero esta vez me metieron preso más de dos meses y cuando salí me trasladaron a Río Gallegos, donde estuve dos años. Río Gallegos era una especie de depósito de castigados.

–¿Era horrible…?

–Nooo, había unos personajes que a mí, con 23 años, me fascinaban. Era gente que el Ejército mandaba allá porque no servía, pequeños rateros, inútiles, que mezclaban con otros, como yo, que más bien estaban por razones ideológicas. Era un mundo apasionante de borrachos, timberos. Por ahí, en la habitación del capitán fulano se hacían unas timbas de miedo. Venía a jugarse gente de la ciudad, porque ¿quién se iba a meter en el cuartel?

–¿No era Río Gallegos una zona de mucho prostíbulo?

–En Río Gallegos había 45 prostíbulos de no más de seis mujeres. Había garitos, cabarets. Pera un joven noctámbulo como yo, esa ciudad era el paraíso. El único problema era mi sueldo, que se agotaba a la semana. Entonces como era buen boxeador, empecé a boxear por plata. Cuatro veces me llevaron a Chile. La cosa fue que un día, en el Centro, conozco a una chica, francesa, llamada Michelle que resultó ser la dueña de un prostíbulo, al cual me fui a vivir a los tres o cuatro días de conocerla.

–¿Se había enamorado?

–La chica me gustaba mucho, pero a esto se añadía que mi cuarto en el cuartel era absolutamente helado. De mañana las ventanas de mi cuarto aparecían dibujadas por pedacitos de hielo.

–Le cuento algo que decía Faulkner. "Para el escritor ningún trabajo mejor que portero de prostíbulo. Tiene techo, comida y silencio de mañana, que es la mejor hora para escribir".

–Sí, la mañana es silenciosa.

¿En qué quedó pensando?

–En aquellas mañanas heladas, y en Michelle, que me despedía en la puerta, toda arropada pidiéndome que la dejara llamar "un taxi". Yo iba en taxi mientras tenía plata. Luego iba corriendo los dos kilómetros que me separaban del cuartel. "Pero te llamo un taxi", decía Michelle. "No soy cafisho", decía yo, y me iba al trote.

–¿Y qué hacía ahí toda la noche?

–El prostíbulo era la cosa más divertida del mundo, no sólo lugar de amores, sino de reuniones políticas. Toda clase de historias pasaban por ahí. Cuando me venía sueño, me iba a dormir a una habitación del fondo. A la mañana, me ponía el uniforme, desayunaba con todas las chicas, oía toda clase de cuentos y partía.

–Es evidente que allí se sentía feliz.

–Sí, pero no por mucho tiempo. Un sábado a las 9 de la mañana, yo dormía con mi amiga, cuando toc toc en la ventana. Abro y allí estaba el gordito Valezani, capitán oficial de servicio, que venía a buscarme porque me estaban esperando en el batallón para una práctica. Mientras yo me levantaba, una de las chicas atendía al gordito. Era la una cuando salimos.

–Ahí sí lo castigaron.

–Sí, no pude volver porque me pusieron preso "por vivir en un prostíbulo en contra de su condición de señor oficial del Ejército"… y otras gansadas.

–¿Y después de Río Gallegos?

–Fui a parar al norte de Santa Fe, a Villa Ocampo, donde estaban haciendo un puente sobre el Paraná Miní. Ahí estuve casi un año, luego fui a Buenos Aires para un curso, me casé, tuve un hijo y fui a la Antártida, tal como lo había pedido tiempo atrás.

–¿A qué parte de la Antártida?

–A Base Belgrano, la más austral, sobre la barrera de Fishner de 150 kilómetros por 150, que ahora se cortó.

–Y se echó a navegar por los mares… ¿Qué pasó después de la Antártida?

–Cuando volví, dados mis conocimientos astronómicos, me mandaron al Batallón de Ingenieros Topográficos, más tarde a Bariloche y luego a la Compañía de Policía Militar 101, a cargo de una sección de seguridad a la que debía entrenar con alto grado de eficiencia.

–¿Eficiencia en qué terreno?

–En toda forma de combate urbano. Manejo de todo tipo de armas y explosivos. En ese año, el 17 de noviembre de 1972 Perón regresó al país.

–Por primera vez después del '55.

–Casi un año después volvería ya para quedarse. Pero en esta primera oportunidad nosotros teníamos orden de patrullar determinados sectores de la ciudad y disolver los contingentes que se reunían para ir a Ezeiza. En una de esas salidas en que íbamos yo en un jeep, el capitán segundo jefe de la compañía en otro y atrás tres camiones con los hombres que yo había instruido, tomamos Canning y de pronto vemos que en una transversal, a cien metros sobre la izquierda, hay reunidas unas 2000 personas. Paramos y el capitán me ordena que vaya y los intime a disolverse. Yo me saqué el casco, el cinturón con la pistola y fui.

–La orden no le gustaba.

–¡Claro!, era un despropósito. A medida que me acercaba sentía el peso del silencio y las miradas clavadas en mí. "¿Qué hago?", pensaba. Y también, "ya se me va a ocurrir algo", pero seguía avanzando y no se me ocurría nada, hasta que de pronto veo que de la manifestación se separa una señora con un impermeable raído y un pañuelo en la cabeza que se acerca hasta que nos encontramos. Yo miraba para abajo y cuando levanté los ojos vi los de ella. Ojos grandes y celestes como los de mi abuela, que había muerto, y yo adoraba. Ella me tomó de los brazos y sentí no sé… que era mi abuela. Pensé en la patria y en lo que esa mujer esperaba de mí en ese momento. Yo estaba como petrificado cuando la escuché decir: "Señor, ¡no nos van a matar!". Yo la abracé y –mire, todavía me emociono–, "no señora, no", le dije y avancé con ella abrazada hacia la gente, que se separó dejando un pasillo por el que avanzamos. "Lo que nosotros queremos, dijo, es ir a esperar al general Perón". Yo saqué, entonces, un plano del bolsillo, les pedí que lo sostuvieran y les expliqué cuál era mi sector. Tenían que dividirse en 8 columnas y, al llegar al límite de mi sector en 16. "Porque si los grupos son chicos no pasa nada", les dije. Se produjo una ovación, uhhh, y la señora me dio un beso. Ella lloraba y yo también. Vuelvo al jeep y el capitán: "¿Qué pasó?" "No, nada, les dije que se fueran y se fueron". Esa noche, viene un soldado a mi casa y me dice que me llama el general Sánchez de Bustamante, que era el comandante del cuerpo, lo que después fue Suárez Mason. Llego y me dice "Sientesé", lo cual ya me sonó raro.

–¿Por qué?

–Demasiado amable. "¿No vio televisión hoy?", me pregunta. Ahí me acordé que durante el episodio había visto una cámara por ahí. "No, no vi". "Ah –dice él–, salió bárbaro. Se oyó claramente la orden que impartió". Yo pensé: "Me mandan preso a Magdalena". El dijo: "Usted está en una situación muy extraña, yo debería hacer un sumario y mandarlo a Magdalena, porque hizo todo al revés de lo ordenado, o felicitarlo por ser el único hombre que dispersó una manifestación solo, desarmado y con un discurso". Yo pensé, "¿qué elegirá?".

–¿Qué eligió?

–Primero, quiso saber. "¿Por qué hizo eso?" "Hice eso porque es imposible e inadmisible enfrentar a compatriotas desarmados, con armas. Yo, eso no lo voy a hacer nunca". "Perfecto, yo no lo puedo felicitar pero lo felicito. Váyase".

–De alguna manera ahí estaba un claro antecedente de lo que más tarde lo llevó a desobedecer la orden de Videla de declarar en determinado sumario, hecho que lo condujo al retiro obligatorio.

–Sí, es así. Yo me niego a enfrentar con armas a gente desarmada. Me niego.

–Después de este episodio lo trasladaron a Neuquén donde usted organizó… ¿qué fue lo que organizó?

–Cuando se acercan las elecciones del '73 yo me entero de que si el peronismo gana no se entregaría el gobierno. A partir de reuniones y conversaciones hice una de las cosas más divertidas de mi vida, organicé a Neuquén como "ciudad liberada".

–¿Con quién contaba?

–Contaba con mi compañía, 180 hombres bien instruidos.

–¿Sus oficiales?

–Sí, claro, lo primero fue hablar con ellos que estuvieron de acuerdo y arrastraron a muchos amigos que tenían en una unidad militar que era la encargada de custodiar el polvorín. Al polvorín lo vaciamos totalmente y lo escondimos. Y comenzamos a hacer ejercicios para preparar las futuras, posibles acciones: toma del comando de la brigada, toma del aeropuerto, radios, canales. Contábamos además con 400 casas civiles con teléfono y auto, lo cual proporcionaba una gran movilidad.

–¿Pensaban armar a civiles?

–Sí, ésa era la idea.

–¿Usted, además de ser legalista, era partidario de Perón?

–No, claro que no.

–Todo el plan sólo tendría éxito si el ejemplo de Neuquén era seguido por las demás provincias.

–Sí, eso era fundamental. Finalmente, y por suerte, el poder fue entregado.

–Un tiempo después, en el '76, usted se niega a obedecer una orden del general Videla, de declarar en un sumario y lo retiran.

–Sí, me pasan a retiro. Pero yo ya hacía unos años que estaba harto del Ejército. Tan harto que me negué a entrar en la Escuela de Guerra, imprescindible para avanzar en la carrera.

–¿Lo pasaron a retiro antes o después del golpe?

–Antes. De cualquier modo, después me convocaron para integrar un "grupo de tareas", cuya misión era "detectar, detener, interrogar, y eventualmente eliminar blancos".

–Quiere decir gente. ¿Qué dijo?

–No sólo dije que no, sino que amenacé de muerte a quien me dio la orden. Y esto lo cuento por los que dicen que tuvieron que obedecer. Mentira, a mí no me pasó nada.

–¿En qué momento comenzaron a organizarse los mecanismos represivos con esa ferocidad que conocimos luego?

–La primera cuestión fue ideológica: convencer a todos de que estábamos en una guerra mundial.

–La guerra fría.

–Claro. En mi libro El escuadrón perdido (2) yo cuento sobre la primera orden secreta de Videla una vez declarado el Estado de Sitio durante el gobierno constitucional. Allí se dice que la guerra se libra en las mentes. La "Guerra Subversiva Marxista" tiene por objetivo la apropiación de las mentes para que caigan las naciones. Esta es una idea que se repite una y otra vez en las sucesivas y numerosas órdenes secretas.

–¿Por qué le parece que se insiste tanto en este concepto?

–Ellos están describiendo al enemigo y al asegurar que la guerra se libra en las mentes están dando calidad de enemigo al guerrillero, al pariente, al maestro protestón, al gremialista y a todos los que no compartan punto por punto sus ideas. Porque el lugar del enemigo está ocupado por cualquiera que piense diferente.

–Remontándonos hacia atrás, ¿en qué momento encontramos las primeras huellas de la Doctrina de Seguridad Nacional?

–Esta doctrina empieza su largo viaje en Estados Unidos, después de la Segunda Guerra Mundial, y de allí se extiende al mundo. Había que diseñar el pensamiento anticomunista.

–Sobre todo en los ejércitos.

–Especialmente en los ejércitos. De ahí que los Estados Unidos toleraran tantos golpes de Estado. También el nuestro que fue aplaudido hasta que los reclamos en el ámbito internacional, por bestialidades cometidas aquí, hicieron que los propios norteamericanos tuvieran que abjurar del apoyo y nos hicieran un bloqueo de armamentos.

–Cuando a usted se le ha preguntado "¿por qué hacían esto?, ¿por qué?", usted ha dicho "Yo no sé, que lo expliquen ellos". De cualquier manera insisto con un aspecto: ¿por qué fueron tanto los inocentes muertos y desaparecidos?

–A partir de concebir al enemigo de tan difusa manera, el enemigo era todo aquel que pudiera oponerse, aun mínimamente, a los objetivos que llamaban básicos del Proceso de Organización Nacional. Eso está escrito en las órdenes secretas que recibía. En esas órdenes se hace referencia al enemigo armado –ERP y Montoneros– y qué curioso, no llegan a 800. Si uno suma los muertos atribuidos a la guerrilla, son 734 desde 1970 hasta el final. Desde el 24 de marzo del '76, los muertos atribuidos a la guerrilla son sólo 56. Sin embargo, los desaparecidos después del '76 alcanzan el 94 por ciento del total de los desaparecidos. A guerrilla nula mayor cantidad de desaparecidos.

–¿Qué sentido tenían esas muertes?

–La mejor explicación la dio la mano derecha de Martínez de Hoz, Guillermo Walter Klein: "El plan económico implementado durante el proceso sólo es posible de llevar adelante en un gobierno de facto".

–Sobre todo si éste usa el instrumento de terror más siniestro y eficaz que se conoce: la desaparición de personas. Usted pasa a retiro obligatorio en el '76, después de eso ¿qué hizo?

–Ejercí los más variados oficios y me recibí de periodista. Como tal publiqué muchas notas. Entre otras una en Río Negro donde trataba de criminales y cobardes a las juntas militares y de heroicas a las Madres de Plaza de Mayo. A los dos días estaba preso. Después de interminables vueltas jurídicas me destituyeron.

–Si usted fuera designado para organizar un ejército ejemplar, atento a las necesidades de un país civilizado, ¿qué haría?

–Si tuviera esa posibilidad lo disolvería. No creo ni en las guerras ni en los ejércitos.

(1) Los Azules se decían legalistas y aperturistas respecto del peronismo, que estaba proscripto. Los Colorados eran fundamentalmente antiperonistas. Según el entrevistado ambos son iguales, lo que los separa es la lucha por el poder. Ninguno es legalista.

(2) En este libro, publicado por Planeta en mayo de este año, el entrevistado cuenta cómo 129 soldados fueron secuestrados y desaparecidos mientras prestaban servicio militar durante la última dictadura argentina.

 

Por qué José Luis D'Andrea Mohr
Las verdaderas moscas blancas
Por María Esther Gilio

Desde hace más de 20 años el tema de los militares tiene reservado un espacio propio e inalienable en la memoria de los argentinos, en las conversaciones de los argentinos y en los medios de comunicación producidos por los argentinos. Las palabras "militar" y "militares" en la Argentina siempre arrastran otras palabras que movilizan recuerdos que llenan de aprehensión y de zozobra haciendo presente vivencias de dolor, humillación, muerte, sangre, miedo y remueven imágenes que golpean por su irracionalidad y vesanía.

Acorralados por tantas historias que escuchamos, sospechamos y vivimos, "militar" tiene para nosotros un significado que llama al asco, al desprecio y al odio. Estos sentimientos, aunque nos cueste aceptarlo, a veces pueden ser irracionales. Así frente a las "moscas blancas" de que ha hablado Horacio Verbitsky en este diario nos cuesta –a pesar de la evidencia– detener un momento la máquina del odio y pensar. Las "moscas blancas" no son aquellos militares que perseguidos por los demonios de la culpa dejaron de dormir.

A éstos, Dios los perdonará si sufren por sus actos, si están realmente arrepentidos. Las "moscas blancas" son aquellos que en pleno delirio de la casta, a la que por derecho propio pertenecían, se negaron sistemáticamente a matar y torturar. Son los que no obedecieron. Ya sea porque las leyes y reglamentos permitían la desobediencia en determinadas circunstancias; ya sea porque independizándose de cualquier reflexión jurídica decidieron negarse a realizar actos que repugnaban a su sensibilidad y su conciencia.

Frente a estos hombres casi extraterrestres en el panorama del Ejército nace en el periodista una curiosidad que lo empuja a querer saber. ¿Quiénes son? ¿Cómo fueron sus infancias? ¿Quiénes fueron sus padres, cómo transcurrieron sus vidas en el mundo del Ejército al que se resistieron? Planteadas las preguntas hay una sola cosa que el periodista quiere: encontrar respuestas.

En mi caso concreto la casualidad vino en ayuda de curiosidades y deseos. Primero fue el encuentro con El escuadrón perdido, libro escrito por José Luis D'Andrea Mohr –una de las "moscas blancas"–, que la editorial me envió de regalo. Leer un libro de alguien a menudo es conocerlo aunque el autor en él no hable de sí mismo. Su cara, en la solapa, fuerte, trabajada por la vida, también era una promesa de alguien con honestidad y carácter.

Y luego otra casualidad que se articuló con la primera. A las cuatro de la tarde de un día de comienzos de julio, el encuentro en la calle Belgrano, entre Perú y Chacabuco, con Octavio Carcen, abogado de presos políticos de ambas márgenes del Plata, a quien no veía desde mi vuelta a Uruguay hace trece años. "Octavio, quería entrevistar a uno de esos militares que se resistieron a obedecer, ¿qué te parece José Luis D'Andrea Mohr". "Lo conozco, gran tipo. A ver… no tengo el teléfono. Te lo consigo". Lo consiguió.


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