Dólar: el aparato neoliberal dispara contra el proyecto popular
Por Guillermo Wierzba / Tiempo Argentino
Los grandes compradores argentinos de «verdes» son como el hombre araña: nadie sabe de dónde sacan la tela.
El día 23 de octubre la presidenta Cristina Fernández, en su discurso posterior al escrutinio que confirmara el masivo apoyo al proyecto político, reafirmó su decisión de iniciar una etapa de profundización de los cambios. Subrayó, tanto en esa alocución, como también en la que fuera la de cierre de la campaña electoral, algunos contenidos centrales del paradigma sobre el que se edificará esa profundización: la igualdad, la autonomía nacional, el desarrollo y la no neutralidad del gobierno, destacando su decisión de articular los intereses de todos los argentinos, pero sin imparcialidad al priorizar las necesidades de los sectores populares.
Estos discursos han sido inaugurales de una segunda etapa del proyecto iniciado en el año 2003. Su condición de posibilidad radica en dos logros claves que a su vez están articulados entre sí: 1) la preeminencia de la política en la esfera de la economía y 2) las notables condiciones de los pilares fundamentales de esta.
Sin embargo, o tal vez precisamente por lo expresado, los días posteriores a los comicios se sostuvo una presión sobre el mercado de divisas que obligaba al Banco Central a desprenderse de reservas, concretamente a vender dólares para defender su política cambiaria. Esa dinámica no nació en ese momento sino que venía produciéndose en el período previo, pero en esa instancia era interpretable como la reiteración de comportamientos preelectorales frecuentes en nuestro país. La persistencia mereció otro tipo de atención y merece un análisis detenido y no inocente.
Argentina va a tener este año un superávit comercial del orden de los U$S 10 mil millones. Superávit que completaría un período de nueve años de altos crecimientos, superiores al 8% con la excepción de los años 2008 –en que ocurrió el conflicto con las patronales rurales, cuando superó el 7%– y 2009, el de la crisis global. El saldo proyectado demuestra que el aumento sensible de las importaciones producido por el acelerado avance de la economía no debilitó la solidez del balance comercial.
En el período considerado, los mayores excedentes llegaron a los U$S 16 mil millones y se concentran al inicio del mismo, fase en que las importaciones eran menos de la cuarta parte de las del año actual –debido al todavía deprimido nivel de actividad–. En el resto de los años el excedente osciló los 12 mil millones, mientras que para el actual, a los fines de un análisis estructural, habría que agregar alrededor de 1000 millones por un mayor almacenamiento de soja –respecto de años anteriores– por parte de los productores a la espera de mejores precios.
Esta salud de la balanza comercial se da a pesar de la desaparición del superávit externo del sector energético que viene reduciéndose desde el año 2007; momento en el que registraba 4000 millones de excedente. Lo mencionado más la continuidad del crecimiento de las exportaciones industriales constituyen argumentos irrefutables para desmentir el discurso que alude a deterioros en la competitividad del tipo de cambio, dado que la cuestión energética no está vinculada al nivel de esa variable.
Estos indicadores macroeconómicos pueden completarse con otros microeconómicos. Si analizamos la competitividad de la economía comparando la evolución de los salarios industriales en nuestro país con los de socios comerciales, ajustados por productividad , obtenemos que frente a Chile, Brasil y la zona euro, el tipo de cambio real argentino está en niveles que superan en un 50% el registro de 2001.
La cuenta corriente del balance de pagos registra saldos positivos en todo el período, a la inversa de los saldos negativos –también permanentes– durante los años de la Convertibilidad. La reducción del nivel de los saldos positivos responde a la cuestión energética ya mencionada y a un incremento de las remesas de utilidades por parte de las empresas extranjeras (cuestión que requerirá oportunamente modificaciones legales que apunten a una mejor regulación de un problema que no es sólo nacional, sino regional y global), generado por las buenas ganancias del período de prosperidad, y por las demandas de sus casas matrices por necesidades financieras devenidas de la crisis mundial.
La deuda pública en dólares con acreedores privados se ha reducido a niveles inferiores al 10% del producto, menos de la décima parte del insustentable monto que dejó la Convertibilidad. Además para los próximos tres años el servicio de deuda anual con esos acreedores es inferior al 1% del PBI.
Las cuentas fiscales se encuentran equilibradas, pudiendo afrontar el incremento de los gastos en educación, salud, jubilaciones y servicios productivos, y los planes de Asignación Universal por Hijo e ingreso social con trabajo; a la vez que financian un sustantivo crecimiento de la inversión pública que fue vital para una superación rápida de la crisis de 2008-2009.
¿Cómo explicar, entonces, la presión sobre el dólar cuando la radiografía sobre la economía argentina demuestra solidez externa, tipo de cambio competitivo, fuerte desendeudamiento, equilibrio fiscal, crecimiento sostenido, mejora sustantiva de los indicadores sociales y respaldo popular al proyecto político? Ni las remesas de utilidades ni el cuello de botella energético están ligados con la cuestión cambiaria. Son temas estructurales y de la coyuntura mundial que no reflejan relaciones de competitividad o de solidez de la macro de corto plazo.
La contracara de los discursos de la presidenta fue el artículo de Mariano Grondona en el diario La Nación, el mismo día de las elecciones. Allí, hablando de votos “fuera de urna”, proclamaba como tales en ese escrito las actitudes de grandes y pequeños operadores económicos que retiran fondos. Lo hizo en el mismo diario que pretendió ponerle agenda al gobierno de Néstor Kirchner y luego anunciara que aquel no duraría más que un corto plazo. La semana siguiente a las elecciones, los diarios del poder concentrado titularon cotidianamente sobre el vuelco del público a la compra de dólares, buscando generar un efecto “manada” que desmejorara las reservas del Banco Central y condujera a interrumpir la política de su acumulación.
El discurso mediático, particularmente de La Nación y Clarín, obviaba o distorsionaba la real situación de la economía argentina antes expuesta y refería a un tipo de cambio “atrasado”, fantasía carente de rigor analítico. Lo mismo se replicaba en radios, canales de televisión y otros medios escritos favorables al poder económico concentrado. El objetivo perseguido fue claro: cambiar el clima, introducir dificultades para profundizar el rumbo, instalar una agenda distinta a la del proyecto democrático, nacional y popular.
Carentes de una oposición electoral de densidad, imposibilitados de efectuar los condicionamientos militares de otras épocas históricas, y conscientes de la firmeza de los gobiernos iniciados en 2003 frente a los planteos corporativos, eligieron el mercado de cambios como ámbito adecuado para la disputa política. Pretendieron empujar una devaluación, innecesaria para la continuidad de un proyecto de desarrollo, para desplegar una política de ajuste, con deterioro del salario, del empleo y de los ingresos de los sectores más humildes. Un camino para mermar también la popularidad creciente de un gobierno dispuesto a profundizar las políticas favorables a los sectores populares.
Con los rasgos típicos de la impronta que lo caracterizó frente a estas situaciones, el gobierno decidió enfocar políticamente la cuestión y dio la señal inequívoca de que no estaba dispuesto a retroceder: decretó y reglamentó la liquidación total de divisas de los sectores petrolero y minero en el país, la repatriación de las inversiones en el exterior de las aseguradoras, la liquidación en el país de los dólares físicos por las operaciones por compra de inmuebles y el control de la AFIP sobre la regularidad fiscal de los fondos que se aplicasen a la compra de dólares para atesoramiento.
Mientras las medidas han ido reequilibrando el mercado de cambios y el Banco Central ha dejado de vender dólares, los economistas ortodoxos despliegan los tradicionales argumentos de defensa de las políticas de libremercado. Muchos son los mismos economistas que vivieron su esplendor en los años de neoliberalismo. Las políticas recomendadas se asocian a los recetarios clásicos o aggiornados de los organismos financieros internacionales. Desestiman los controles, exaltan las señales mercantiles, se desentienden de los efectos de la comunicación de masas y pronostican el fracaso de la intervención política en la economía.
Su ortodoxia fiscalista adquiere una peculiar flexibilización cuando debe abordar el caso concreto de la demanda de dólares con recursos que puedan haber incurrido en evasión tributaria. Sin embargo no pueden dejar de reconocer la efectividad de las medidas, aunque a su éxito le auguran corto plazo.
Hacia fines de 2005 se había creado un clima sobre el agotamiento de la capacidad instalada. Se proponía una política de estabilización. Durante la crisis de 2008-2009 se pronosticaba un agotamiento del patrón de acumulación y el tránsito por una aguda recesión y ajuste. Ahora se vaticina un proceso de desequilibrio externo y devaluación cambiaria. Es un aparato ideológico-comunicacional que apunta al corazón de un proyecto popular, pero que ya acumula una serie de derrotas en su haber.
El gobierno no sólo avanzó con medidas cambiarias sino que también ha comenzado a desplegar otras, como las de sintonía fina en la cuestión de los subsidios, manteniendo la iniciativa en el marco de un proyecto que está en las antípodas de las presiones restauradoras del neoliberalismo.