El Antikirchner
- La jugada
- Por María Pía López / Artepolítica
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El nuevo Papa es argentino y eso desparrama temores y preocupaciones entre muchos de sus compatriotas. Quizás, porque lo conocemos más de cerca que a cualquier otro de los candidatos a suceder a Ratzinger y sabemos de sus tenaces posiciones contra la ampliación de derechos civiles y su dudosa actuación bajo los años de la dictadura. Nada que lo distinga demasiado de sus colegas. Por esos antecedentes, parece anunciar un papado en el que ninguno de los énfasis tradicionalistas serán omitidos. Perseverancia se anuncia en las condenas a las derivas del cuerpo y las heterodoxias del deseo, también en la exclusión de las mujeres del sacerdocio y en la negación del derecho al aborto. No creo que sorprenda por ese lado, y que el cruzado contra el matrimonio igualitario cuando estaba en la catedral se revele en el Vaticano un hombre de los reconocimientos plurales. Por el contrario, sus palabras adquirirán otro peso y si hasta ayer lo suyo era la tribuna doméstica y la presión cuerpo a cuerpo a los políticos católicos para evitar, incluso, la reglamentación de los abortos no punibles, ahora su escenario es el mundo, sus palabras universales, pero caerán como meteoritos, a cada momento, en la escena política argentina. Como nunca, cada vez que el Papa diga que un aborto es un asesinato estará hablando de nuestros cuerpos. También cuando diga que hay pobres en el mundo –y que no suelen ser bienaventurados– se decodificará, en el ámbito local, como una lectura de las temblequeantes cifras del Indec. O así lo harán, perdón por el exceso de supuestos sobre lo porvenir, los grandes medios de comunicación. Ni La Nación ni Clarín, por nombrar a los emblemáticos, dejarán de frotarse las manos ante la mayúscula ampliación de tribunas del cardenal. Porque esa ampliación combina lo universal con lo particular: se habla para el mundo pero resuena en un lugar particular, en un país y en una región. En Argentina, en América Latina.
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El Papa renunciante provenía de la tradición intelectual, teólogo y hombre de debates sobre la fe, que no descuidaba la continuidad con la santa Inquisición ni perseguir las disidencias internas. Su reemplazante es hombre de la férrea organización política. Quizás lo que hoy ensalzan y festejan, la austeridad del viajero en colectivos y vestido de civil (a propósito, cómo le gusta a nuestra derecha lo austero, en una secuencia de ditirámbicos festejos que enlazan a Bergoglio con Pepe Mujica, uniendo lo muy disímil, al religioso con el laico que se privó de toda efusividad ante el nombramiento; como le gusta a todo eso, digo, a la burguesía que no sólo vive dispendiosamente sino que acumula gracias a la extensión social de ese gusto por el consumo), esa imagen de hombre de la calle, es sintomática: el ex cardenal mete los pies en el barro más que aspirar los aires de la teoría. Es el organizador del movimiento de curas villeros y lleva más de una década haciendo el preciso catastro de la desdicha social y de la ampliación de las redes mafiosas en el mundo popular, desde el trabajo esclavo en los talleres clandestinos, a las organizaciones de narcotráfico.
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También transita, y con precisos ademanes, el mundo de las tertulias políticas, las confabulaciones y las señas a unos y otros dirigentes. Frente al kirchnerismo siempre fue opositor. De ahí que su nombramiento no deje de provocar lágrimas de alegría en las filas de la oposición, y seguramente, por otras razones, en los barrios en los que la pastoral villera funciona como atenuante, colchón y defensa.
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Pese a las ¿jocosas? declaraciones de Maduro o el entusiasmo de Correa, el nombramiento es una señal fortísima para América Latina contra los procesos políticos en los que esos dirigentes se reconocen. Puede leerse como una señal equivalente a la que significó la designación de Wojtyla frente al bloque soviético: una medida de guerra, una advertencia de que algo debe finalizar. Si allí se trataba de la larga experiencia del comunismo oriental, por estos tiempos se confronta la experiencia de las democracias populares que andan balbuceando nuevos nombres –desde socialismo del siglo XXI hasta el republicanismo de lo común–. Los electores que designaron a Bergoglio han dicho –en las entrelíneas de la decisión– que está en disputa nada más ni nada menos que el corazón de los pobres, las vías de la organización popular y la representación de lo plebeyo. La derecha festeja que esa disputa haya tenido una jugada maestra: nombrar al austero organizador, al férreo guardián de la tradición, al caminante del barro de la política, que surge de un país cuya conducción política es juzgada como animadora de los desvíos populistas. Una jugada, entonces, que una de las más novedosas y disruptivas articulaciones de las experiencias políticas latinoamericanas: la ampliación de derechos, el reconocimiento del mundo popular, en algunos casos el juicio a los crímenes del terrorismo de Estado, la búsqueda de nuevas vías de la emancipación, la afirmación de modos de vida heterogéneos y diversos.