EL DÍA DESPUÉS (de los fusilamientos de junio de 1956)
POR LUCAS YAÑEZ
¿Cuánto dura la tristeza del Pueblo?
¿Puede la tristeza contradecir a don Arturo Jauretche y ser combustible para la acción?
Mugica
En una entrevista publicada en el nº 1 de la revista “Cuestionario”, en mayo de 1973, el cura Carlos Mugica cuenta las circunstancias que lo llevaron a elegir el sacerdocio. En ese mismo relato, Mugica narra cómo su familia y él mismo, por extracción social, participan de los festejos que se producen entre los sectores acomodados con el golpe de Estado que derroca a Juan Domingo Perón,
“En el Barrio Norte se echaron a vuelo las campanas y yo participé del júbilo orgiástico de la oligarquía por la caída de Perón”.
Ese júbilo cambiará y lo hará cambiar a él por completo cuando vuelva a un conventillo que suele frecuentar como parte de su misión pastoral, en la calle Catamarca, Balvanera, y se tope con un mensaje escrito con tiza en una de las paredes del largo pasillo,
“Sin Perón, no hay Patria ni Dios. Abajo los cuervos”.
Mugica no se amilana frente a un mensaje claramente dirigido a él, visita a las familias del conventillo como de costumbre pero encontrará,
“(…) a la gente aplastada, con una gran tristeza (…). Cuando salí a la calle aspiré en el barrio la tristeza. La gente humilde estaba de duelo por la caída de Perón”.
Ese descubrimiento descoloca a Mugica al punto tal de hacerle replantear su cosmovisión, su posición en la sociedad y el por qué y para qué ser sacerdote. Cuando esa noche regrese a su casa habrá decidido que quiere estar del lado de quienes sufren por el líder derrocado y no entre quienes, “(…) en esos momentos estaba(n) paladeando la victoria”.
Sábato
Más cercano al golpe militar de 1955 será la carta abierta que el escritor Ernesto Sábato envíe al canciller del fugaz gobierno de facto de Lonardi, Mario Amadeo. En ella, el autor de “El túnel” describirá una situación similar a la relatada por Mugica,
“Aquella noche de setiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas”.
Los dos hombres hacen el mismo descubrimiento, en el mismo momento, a kilómetros de distancia. Con todo, el camino que eligen será completamente distinto. No lo dice en su carta, pero es fácil suponer que Ernesto Sábato elige no compartir la tristeza de las trabajadoras de la cocina. Su obra artística tampoco parece dar cuenta de aquella experiencia.
Pero estas líneas no quieren detenerse en la comparación biográfica de Mugica y Sábato.
Las trabajadoras
Nueve meses después del golpe de Estado que pretendió dar por concluida la experiencia peronista, algunos grupos de trabajadores, civiles y militares, leales a Juan Domingo Perón, organizan clandestinamente un levantamiento que busca restaurar el orden constitucional, desplazar a los golpistas del ’55 y reponer al legítimo presidente en el gobierno. Las cosas no salen como estaban planeadas y a las pocas horas de comenzar las acciones, la sublevación está sofocada y una treintena de insurgentes son fusilados por el régimen.
Al día siguiente, 10 de junio de 1956, una multitud cargada de odio se agolpa frente a la casa de gobierno para festejar la aplicación de la ley marcial y reclamar más fusilamientos al grito de “¡Aramburu, dale duro!” En las primeras horas de la tarde, el dictador y su segundo se asoman al balcón de la casa rosada para asegurar que “la libertad está plenamente asegurada”.
Hace frío en junio en Buenos Aires. Cuando el sol comienza a descender, la muchedumbre que viva a los fusiladores se disgrega pero cada tanto vuelve a exaltarse y reanudan sus reclamos de sangre.
Será entonces cuando brote ese grito contenido desde mediados de septiembre del ’55. Ya no son lágrimas. O sí, también. Pero seguro es grito y reacción de Pueblo, y tiene voz de mujer.
Cuando un grupo de manifestantes pro fusiladores se acerquen a avenida de Mayo y San José, desde el edificio ubicado en el 1385, recibirán una lluvia de insultos, basura y macetazos. Interviene la policía y se lleva detenidas a Rosa Bassi, Mireya Robledo y Juana Santillán. Se labrarán actas contra ellas por «escándalo».
Otras «escandalosas» que se les animan a «esos tigres sedientos de sangre» son Esther Rodríguez y Teresa Caniva, dos mucamas que, desde el balcón del departamento donde trabajan, en la avenida Callao 531, insultarán a la dictadura, a sus seguidores y descargarán su bronca arrojando lo que tienen a mano.
Se deben haber multiplicado esos actos por donde pasara la turba, así como se multiplicaron quienes lanzaron agua hirviendo y cuanto objeto contundente tuvieran a mano contra las tropas de su majestad británica en 1807 durante la Defensa de Buenos Aires.
Sin embargo llegan a nosotrxs sólo esos cinco nombres, mediados por el expediente judicial.
Quizás no se hicieron otras denuncias. Quizás no se quiso dejar registro de una resistencia que crece. Sin prisa, pero sin pausa.
A la memoria de Rosa, Mireya, Juana, Esther, Teresa y todas las compañeras que «escandalosamente» se enfrentaron a quienes pretendieron fusilar a todo un Pueblo.