EL INDIO SOLARI en el ojo del huracán
El Indio entre nosotros
¿Qué molesta tanto del Indio? ¿Hay contradicción entre su ideología y el “ser empresario? Conviene que no lo olvidemos: El Indio y Los Redondos crecieron sobre la retirada del Estado. Pero quizás se necesite algo más que el Estado para cuidarnos entre todos.
La mañana del domingo no terminamos de saber cuántos muertos o heridos había, pero era más urgente armar una sociología, como si viviéramos en el casting de Intratables. Todos tenían su versión, su pequeña etnografía mental, su anécdota, su mito desmitificado. Pues bien, dicho esto… aquí está la “mía”. Veamos. Ética y estética examinadas con lupa como en casi ningún artista: los que lo odian (un odio de intensidad) ven en esta desgracia de Olavarría la figura sombría de un rockero con tics izquierdistas que junta dinero y no es capaz de garantizar la seguridad en su espectáculo, que huye con la recaudación en un avión privado. ¿Qué tiene Solari que irrita tanto?
Hablo de mí: en mi adolescencia constituyó una referencia intelectual, no moral, y relativa a la necesidad de atravesar el desierto argentino en los años 90, con las dudas existenciales y políticas, de un joven que pertenecía a la casta de los hijos de los que perdieron la guerra. Queríamos aprender un lenguaje propio para un “mundo nuevo”, sacarnos de encima las formas de representación de la injusticia heredadas. El Indio era una lírica de izquierda, cínica e irónica, actualizada después de la explosión de Chernobyl, después de la guerra sucia y del fracaso de la primavera democrática. Sus letras y sus cuidadosísimas entrevistas decían algo original sobre nuestro tiempo: un razonamiento que ponía distancia, que sonaba por momentos inteligentísimo y frío, la voz de un artista que no se parecía a su público y que además lo “estudiaba”. El Indio fue el primer sociólogo del “fenómeno ricotero”. Como padre difuso de una criatura que no respetaba (el “rock barrial”), nunca terminó de tramar su herencia: todas las bandas resultaban malas copias de su dicción, de su timbre. Es que el Indio es un hombre fino de los 60/70, que curtió la bohemia de La Plata, que conoció el comunitarismo de La Cofradía, que tuvo de enganche a Skay, un guitarrista de lujo que vio en persona el Mayo Francés: fueron la elite de la elite. Como le dijo a Mariano Del Mazo en Clarín, en diciembre de 2007: “Yo vengo de la contracultura. Para mí el rock no es un género, es una cultura. Nunca me interesó Elvis, lo relaciono con Neil Sedaka, con Las Vegas. Me interesan Dylan, Hendrix, Led Zeppelin. De algún modo siento que volvimos a los años 50.” Nacidos en 1978 en sótanos paraculturales para no salir de esos sótanos y ser cazados por los parapoliciales.
El Indio era una lírica de izquierda, cínica e irónica, actualizada después de la explosión de Chernobyl, después de la guerra sucia y del fracaso de la primavera democrática.
Ir a verlos a Huracán en 1994 cuando presentaron “Lobo suelto/Cordero atado” (y entrar una vez con el ticket, otra vez colado, espalda con espalda con mi hermano) en un “campo” donde se hacía visible el subsuelo de la juventud de esos días: lúmpenes, chicos y chicas de barrio, de clase media, chetos, grupos de izquierda, anarquistas, dealers, militantes, psicobolches, etc. No los vi en Cemento. Los vi en un Huracán lleno, y mi mejor recuerdo es el del Indio cantando “Espejismo” mientras Pinchevsky detrás toca el violín. Postal inolvidable. (Época: viendo a los Redondos en Huracán sentías miedo y fascinación por lo que podía pasar abajo; viendo a Charly en Prix D’Ami sentías miedo y fascinación por lo que podía pasar arriba.)
La vida continuó. Los tiempos cambiaron más que él, incluso. En lo personal, fui percibiendo una mezcla de ausencia de humor + el celo por su impostura de tomarse demasiado en serio a sí mismo en tiempos donde otras cosas más importantes podían tomarse en serio (el país pre y post 2001) y me desorbité de ese mundo “ricotero”. A los 16 años se abandona más o menos la búsqueda de un ídolo. Pero soy un educado del Indio. Y aún hoy, pellizco canciones como “Pabellón Séptimo” o “Había una vez” de sus discos solistas y me vuelve en ráfagas la eficacia notable de su poética. Gélida, calculada, bella.
Qué problema los artistas de izquierda para la derecha. ¿Tendrían que ser donantes fijos de todos los “comité de huelga”? Eso quiso ser León Gieco, que no es que no viva en una Torre, pero quiso ser la voz solidaria, vaciarse y ser llenado por la rigurosa Señora Memoria: canciones para las 331.228 víctimas de las dictaduras de Congo y Conga. Seguramente el doble estándar natural de ser empresario de sí mismo y su mordacidad pública lo colocaron al Indio sobre la pica de quienes gozan con enterrar mitos progresistas: ¿el Indio descuida a sus representados, los invita a vivir la aventura de su intemperie? ¿Cómo entran las regulaciones del mercado y del espacio público en su “misa”?
El deseo de acabar con cualquier “referencia moral” que organice conflictos, que tenga una narrativa de la fractura, es también un signo de época. Ese “plus” molesto que impide pensar al Indio como un hombre solo de la música y su industria lo complementan también sus detractores que esperan siempre que asome la hilacha, que se vea la costura de su “doble moral”, la letra chica de su contrato, las exenciones impositivas, lo que sea que derribe el peregrinar creyente de tantos chicos y chicas, adultos y adultas hacia un lugar “mítico”. Silo habla en la Montaña. El Indio toca en Salta. Porque un Juan Carr es un Juan Carr, es de todos. Es nuestro “24 horas por Malvinas” ambulante de la guerra (perdida) contra el hambre y la pobreza. Pero Solari incluye una referencia ética para sus “fieles” (ahorrémonos, por dios, la etnografía de esas “misas”) como si eso naturalmente se emplazara contra los intereses de aquellos que sólo quieren una Argentina del comercio y que en espejo son capaces incluso de acusarte de capitalista para defender el capitalismo. Como si para hacer capitalismo hubiera que declarar la fe en él, como si hubiera escapatoria, como si en la venta de entradas no se consagrara el principio de su orden. O, también, aparecen las conciencias del taller de costura del periodismo de rock a decir que el problema de la Argentina es el “fanatismo”, que esto empezó con Illia, que el rock es paz y amor. Dicho lo cual: todos toman demasiado en serio “esto que pasa” en torno al Indio. Como si no pudieran ver la exterioridad de una, llamémosle exageradamente, “creencia”, para ver en cambio una “amenaza” desbordante.
El doble estándar natural de ser empresario de sí mismo y su mordacidad pública lo colocaron al Indio sobre la pica de quienes gozan con enterrar mitos progresistas
La relación de proximidad o distancia que cualquiera puede tener con la obra del Indio Solari parece cumplirse siempre sobre “valoraciones éticas”. Como si se necesitara ver desesperadamente la inmoralidad, derribar su impostura, descubrir su incoherencia. Porque ese fue uno de los puntos máximos de irritación de los Redondos: el dedo en la llaga sobre el comercio del rock. Claro que, se trata de un comercio en un país del Tercer Mundo, con rentas marginales al lado de la escala mundial, pero que de algún modo construyeron un canon donde es posible hacer el business con sus propias manos. El Indio, lejos del estereotipo social de sus fans, termina siendo y pareciendo por decisión un cultor de consumos refinados, un amante de la diferenciación, un analista de su público que no imita el acento de barrio porque construyó su propia lengua.
Solari escribió el The Wall argentino, con metáforas contra la “boutique del rock”, y el dolor de construir su vida dentro de un muro. Y un día lo construyó de verdad. Se hizo nuestra “Bestia Nac and Pop”. Se rodeó de rottweilers, aunque fue padre, escribió Cartas, se solidarizó con luchas, transparentó amistades (Aníbal Fernández, Calamaro), pero todo desde el interior solitario de una casa rodeada de muros y cámaras donde pasa sus noches de internet profunda (el lago donde pesca canciones). Algunos extrañamos el viejo packaging de los Redondos: humor, guitarra épica de Skay, el saxo crudo, las tapas de Rocambole…
No dejar que nadie haga su negocio fue el celo de estas décadas ricoteras (de la banda, y de él solista): ni negocios comerciales (ser la propia empresa), ni negocios simbólicos (no hacer de Bulacio la bandera pública de una nueva causa popular). O sea: ni ceder ante Pepsi o Quilmes, ni ceder ante la demanda de manifestar públicamente su dolor. El Indio pareció no aceptar nunca las regulaciones a sus formas de representación. Muchos que viven del anti progresismo lo ignoran, pero cuando se esperaban de él “más palabras”, cuando la policía asesinó al joven Bulacio y Bulacio se convirtió en el talón de Aquiles de la banda, había en la decisión del Indio de “no televisarse” una zona “intransable” que fue punto de inflexión con la prensa de izquierda (con Carlos Polimeni, con Enrique Symms, con la Correpi) y con un clima de época que esperaba colocarlo a la cabeza de la marcha. Podríamos decir que en los años 90 Solari pasó más tiempo peleado con Página 12 que con Clarín. A la vez, salvo la rutina de su participación anual en la encuesta del suplemento Sí de Clarín, y a excepción de la citadísima conferencia de prensa también en Olavarría (1997), la imprevisible relación del Indio con los medios fue su costado salvaje que terminó haciendo sistema en su década solista con el kirchnerismo, más allá de la reciente defensa de la autonomía de su arte en relación a la militancia. Porque el Indio es tan interesante que nadie lo lee: él dijo exactamente eso. Lo dijo en Rolling Stone hace pocos meses. Dijo que quisieron cercarlo como “artista militante” y no quiso. Todo empieza y termina en él. Defendió, sin más, la autonomía del artista con la política.
El Indio pareció no aceptar nunca las regulaciones a sus formas de representación. Muchos que viven del anti-progresismo lo ignoran.
Me dijo, melancólico, mi amigo Lucas, el jipi peronista (@overolespacial): “una parte de lo que fuimos murió en Olavarría”. Y me recordaba lo mismo: la rutina de seguir a Los Redondos en los años 90. Pese a las culpas políticas que (siempre) caben, en un país donde se politiza todo rápido (un choque de trenes, un incendio, etc.) resulta inquietante que quienes asistieron a la “misa” acaben contra las cuerdas de un argumento mecánicamente repetido: el problema es la “ausencia del Estado”. Sí, participo de ese credo que ante cualquier vacío pide más Estado. Y si todo preso es político, todo muerto es político. Pero si una frase pudiera condensar la poética afectiva hacia el público del Indio es la que dice más o menos así: “cuidémonos nosotros mismos”. Una idea no exculpatoria y exigente, desconfiada hacia “afuera”. Porque el Indio montó un “nosotros” y un “ellos” basado en los bordes de jerga barrial y moral de su poesía. “Este asunto está ahora y para siempre en tus manos, nene”. Pero hay algo agónico que explica la hermética de la mitad de sus letras: al Indio todo esto se le fue yendo de las manos. Dicho fácilmente: quiere manejar con una PyME un emporio, el pogo más grande. Pero en ese “cuidémonos” está la idea de que no te podés sacar a vos mismo de encima. Parece decir: nadie nos quiere más que lo que nos queremos nosotros. Porque en el mantra del “falta Estado” también resuenan ecos simultáneos, como cuando se pusieron de moda los linchamientos de delincuentes en la calle: “pegamos, porque falta el Estado”. El Estado siempre falta: en la vida del delincuente, en la sanción del delito, en los controles, en la represión y en el control de la represión, en una fábrica que cierra. De algún modo lineal, Los Redondos y el Indio crecieron sobre esa “ausencia”. Pero ahora que la palabra ciudadano se puso de moda por derecha e izquierda, no nos privemos de complementar y pedir también más sociedad, lo que es, pedirse más a uno mismo y pedirle más a los demás. “Cuidémonos” es eso y da derecho a sus seguidores a preguntarse también si fueron cuidados por él. Ahora que se conocen los detalles de una noche de cristal que se hizo añicos.