El Kirchnerisno en la encrucijada (1)

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El Estado kirchnerista, la autonomía y la incertidumbre


¿Es el kirchnerismo un modelo económico de inclusión social inédito para la historia argentino? ¿Presenta este gobierno las credenciales históricas para ubicarlo como de izquierda democrática? ¿Es el kirchnerismo una etapa de consolidación del Estado capitalista dependiente? ¿Es el kirchnerismo la continuidad del neoliberalismo por otros medios? ¿Representa este gobierno la herencia del módulo nacional y popular?

Muchas son las preguntas que se reproducen a diario al interior del mundo intelectual, político, académico y de la opinión pública para intentar dar cuenta del fenómeno kirchnerista. También son varios los abordajes por donde se lo observa en una época caracterizada por la centralidad que vuelve adoptar la política en su faz transformadora.

Lo que sí comparten la mayoría de los analistas del periodo es que, como no sucedía desde hace más de cincuenta años, el Estado argentino tomó una centralidad como agente político económico y social desconocido desde la restauración democrática en 1983. Y desde allí que podamos indicar, sin temor a equivocarnos, que el kirchnerismo, tomado como modelo económico, como liderazgo político o como proceso disruptivo de la política local, en cualquiera de las esferas que se lo mida, ha vuelto a poner en el centro dos cuestiones: el Estado y la incertidumbre de los principales actores (en un rato volvemos a esto).

Desde el año 2003 el kirchnerismo ha producido un proceso de cambio económico, político y social que ha afectado, en mayor o menor medida, a los distintos estamentos sociales de nuestro país. Lo que se ha dado a llamar «el modelo» implica una serie de transformaciones de una buena parte de la estructura productiva, que tiene como resultado (positivo) una sociedad más equilibrada, con mayor empleo y con salarios recompuestos.

Sin intentar enumerar el resto de las «bondades» y limitaciones que tiene el esquema inaugurado luego del desastre neoliberal (que aquí en Artepolítica ha sido desmenuzado de manera abundante), lo que aquí intento advertir es que uno de los rasgos que caracteriza al kirchnerismo (el cual me interesa resaltar) es justamente el haber convertido al aparato del Estado en un agente con poder propio, con un alto grado de autonomía y con capacidad de disciplinar, al hacer uso de sus instrumentos, al resto de los actores.

Está claro, como nos cuenta la historia, que cuando el Estado adopta tal nivel de autonomía, y por ende, de intervención son los sectores sociales populares, en la mayoría de los casos, quienes se benefician. Casi toda injerencia del aparato estatal en el ámbito económico, colisiona, la mayor de las veces y en especial en los países periféricos (esos que los neoliberales suelen denominar «emergentes»), con los intereses empresariales deseosos de la manutención de un orden estable sin mayores disrupciones ajenas a las del mercado.

En nuestro país, durante  más de 30 años fue instaurado un modelo de país en donde el Estado fue perdiendo, en forma paulatina, su poder de intervención, Los militares genocidas, haciendo el trabajo sucio en connivencia con algunos sectores empresariales, limaron los instrumentos de injerencia estatal y ejecutaron una política de destrucción y abandono de las políticas laborales sometiendo a los trabajadores a un escarnio social revanchista (Basualdo dixit). El menemismo continuó estos lineamientos y profundizó el esquema de expoliación añadiendo el desguace estatal e inaugurando un proceso de exclusión desconocido para la historia nacional que se extendió durante el gobierno de la Alianza. Como sabemos este modelo neoliberal terminó de la peor manera en diciembre de 2001 y fue a partir de mayo de 2003 (previo interinato del senador Duhalde) que este proceso comenzó a revertirse de manera gradual.

En todos esos años, el aparato estatal sufrió un sistemático proceso de deterioro en sus capacidades que lo limitó de cualquier posible intervención a favor de los sectores más desprotegidos de la sociedad. Y en consecuencia, fueron los sectores empresariales quien más se vieron beneficiados de esa ausencia por partida doble: menor control para el lucro y empresas estatales en la modalidad de concesión.

El kirchnerismo dio punto final a este modelo concentrador (aunque es cierto que aún quedan enclaves a desterrar, tarea urgente de la administración) y ubicó en el centro de su quehacer al Estado, como un nuevo actor con capacidad no sólo de intervenir y direccionar a los agente privados, sino también como un protagonista con un nivel de autonomía que sobrevuela los intereses de los sectores en pugna y que inyecta, cada vez en mayor medida, dosis de incertidumbre al entramado económico social. Es decir, el planeo por los intereses en conflicto («No vine a custodiar la rentabilidad empresarial…ni a ser parte de las internas sindicales», por mencionar algunas) sumado a la constante modificación de las reglas de juego empresarial (La tan mentada «seguridad jurídica» esgrimida por los popes mediáticos del neoliberalismo vernáculo) suscitan temores en el interior de los sectores patronales. Es cierto que los sectores empresarios continúan obteniendo jugosos beneficios (el complejo sojero es un ejemplo paradigmático al respecto) pero, dichos sectores temen, aún más, que el entramado legal sufra modificaciones que recorten sus ganancias a futuro.

Lo que los gobiernos anteriores al kirchnerismo le permitía a estos sectores, era la certeza de que sus intereses iban a ser custodiados o, al menos, que las reglas del juego (su propia seguridad jurídica y económica) no sufriría grandes alteraciones. Por esa razón, para el empresariado tradicional, este gobierno es más peligroso que cualquier experimento político, que a pesar de afectar sus intereses, logre dotar de certeza a sus acciones.

El kirchnerismo, y aquí está en mi concepto su principal punto fuerte, fue el primer gobierno después del de Perón, de poner en el tapete la ausencia de certeza en el entramado económico, político y social. Desde allí que cada vez que rugen las usinas mediático- empresarias ladrando sobre el grado de «inseguridad jurídica» o sobre los sistemáticos «cambios en las reglas del juego», las acciones gubernamentales aumentan y absorben mayores grados de poder.

Es cierto que un cambio sistemático en las pautas de conducta de los actores afecta el normal desenvolvimiento de las sociedades, sin embargo, la evidencia histórica nos muestra que en los países en los que se gozó durante décadas de una «estabilidad» para los negocios, el hambre y la pobreza fueron los resultados más importantes. Desde allí que no hay que confundir incertidumbre con anarquía. Y como aprendimos en estas décadas, la certeza para los negocios no es igual a mayor empleo y mayores derechos.

Desde este encuadre es entendible la desazón de los sectores del verdadero poder frente al estado kirchnerista. Estos sectores se siente más cómodos con gobiernos dóciles (inclusive sean o no proclives a políticas neoliberales) y seguros en lo que atañe a la certeza en la cosmovisión de sus negocios. Con ello, acá no se intenta decir que el kirchnerismo haya afectado de manera frontal sus negocios sino que perturbó su certeza del «estado seguro». Es decir, es cierto que el gobierno, al tener una política de mayor distribución «tocó» determinados intereses (que en un contexto de crecimiento no fueron determinantes para sus balances), pero el temor principal de estos actores es y fue no tener el control del Estado de antaño.

La autonomía adquirida por el Estado kirchnerista estos años, permitió avanzar en un proceso de cambio de la matriz neoliberal de los noventa. Sin embargo, desde este mismo esquema ¿es posible generar procesos de mayor profundidad en lo político- social?¿Dicha autonomía estatal permitirá una mayor transformación en lo social, con mayores dividendos para la clase trabajadora?¿La no- neutralidad esgrimida por la presidenta en sus discursos puede dar lugar a una transformación cabal de la economía argentina o sólo se quedará en el discurso?¿No ser neutral implica convertirse en representante genuino de los intereses de los más pobres?¿Es posible que el modelo para sustentarse deberá dar lugar a una mayor autonomía del Estado y por ende de una mayor incertidumbre empresarial?

En síntesis; no se corre el riesgo de que al aumentar su autonomía, el Estado -el Gobierno- se autonomice también «demasiado» de los sectores populares?. Ese mayor grado de autonomía (el planear por «arriba de todos»)  que en los hechos implica un disciplinamiento generalizado de actores ¿es funcional a un modelo de no neutralidad o dicho disciplinamiento en los hechos termina jugando siempre para los más ricos?

Las respuestas a estas preguntas serán parte de la realidad de los próximos años.


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