El otro 17
La vuelta a la Argentina tras el exilio en Barcelona fue mucho más dura que la ida. Por acá había pasado una topadora, un maremoto. La dictadura casi no había dejado títere con cabeza. El poder fomentaba las desavenencias entre quienes se habían quedado y quienes nos habíamos ido. Varios perdidos, extraños en la noche, recalábamos en La Paz buscando encontrarnos, reconfortarnos. Aquel invierno del 84 ni primer trabajo (en realidad un placebo) me lo consiguió mi amigo Boot (que todavía no se llamaba así) en una oscura oficina de la calle 25 de Mayo dónde Ricardo Bermúdez confeccionaba libros por encargo. En aquellas épocas sin fax (para no hablar de celulares ni pecés) me dejaban ahí usar el teléfono (no recuerdo si era un negro manoseado de baquelita o uno gris de ENTel, pero si que era a disco) de modo de que pudiera ir rearmando mi vida. El único empleado de Bermudez era Enrique Marmonti, un grandote más joven que yo y muy pero muy gracioso, que me cayó bien de movida.
Después, Ricardo fue concejal. Después, en pleno menemismo, asqueado se «exilió» en Chapadmalal (del mismo modo que Boot lo hizo en Gualeguaychú).
No conocía este texto de Ricardo. Excepto que aquel 17 de noviembre de 1972 yo no tenía miedo a que me desaparecieran (sí, acaso, a las granadas de gas: ya habían matado a nuestro compañero Ramón Cesaris con una disparada a quemarropa sobre el estómago) ni a casi nada (¡tenía 19 años!), recuerdo aquel día y aquella lluvia (que dejó mis calzoncillos blancos completamente azules al desteñir el jean) y a mi mujer, entonces de 15 (baba, babita) en la recita del viejo bar Gardel de Independencia y Entre Ríos (nada que ver con el actual, que es for export).
Lo que más me interesa de este texto de Ricardo es que pinta muy expresivamente qué es lo que enamoró a tantos pibes de entonces. No fue tanto Perón como el pueblo peronista. No fue tanto el gobierno de Perón como la Resistencia de tantos peronistas anónimos. JS
El otro 17
Por Ricardo Bermúdez / Zoom
La Unidad Básica «Mario Brión», como corresponde a las mejores tradiciones del peronismo, funcionaba en el comedor de la casa de los Arcuri, justamente en la esquina de Catamarca y Méjico.
Así, de manera encubierta, en una casa de familia, como nuestros antepasados en la jabonería de Vieytes, camuflábamos la actividad política prohibida. Actuábamos como lo que éramos, un pueblo perseguido. Reuniones clandestinas en lugares clandestinos, un vocabulario críptico y, sobre todo, una forma de actuar que burlaba las reglas de juego que imponía la dictadura. El lenguaje disimulaba de qué o de quién se estaba hablando. Algunas veces usando el lunfardo, otras recurriendo al «vesre»; siempre de un modo marginal, casi carcelario. Rofie, caño, cuetazo, yuta, viorce; hay que traducirlos como arma, bomba, tiro, policía o de los servicios. Señas como rascarse la mejilla con el dedo índice, significaba que «ese» era sospechoso o «botón». En vez de Perón decíamos el viejo, el macho, el hombre, el que te dije; en vez de Evita, La Señora.
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