El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas

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Quizá sea una crónica efectista, y seguramente yo no pondría en pie de igualdad a los guerrilleros del FARC y a los paracas, pero el hecho es que extraño notas de este tipo.

Por Alberto Salcedo Ramos / Zona Crónica

En El Salado, durante tres días de febrero de 2000, los paramilitares se dedicaron a arrancar orejas con cuchillos, a ahorcar a las mujeres, a matar con martillos, disparos, puñales, y a degollar a sus víctimas a ritmo de gaitas y tambores. Alberto Salcedo Ramos, nueve años después, visitó este pueblo, «el pueblo de la masacre». El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas.

Sucede que los asesinos —advierto de pronto, mientras camino frente al árbol donde fue colgada una de las 66 víctimas— nos enseñan a punta de plomo el país que no conocemos ni en los libros de texto ni en los catálogos de turismo. Porque, dígame usted, y perdone que sea tan crudo, si no fuera por esa masacre ¿cuántos bogotanos o pastusos sabrían siquiera que en el departamento de Bolívar, en la Costa Caribe de Colombia, hay un pueblo llamado El Salado? Los habitantes de estos sitios pobres y apartados solo son visibles cuando padecen una tragedia. Mueren, luego existen.

José Manuel Montes, mi guía, un campesino rollizo y taciturno que se ha pasado la vida sembrando tabaco, asiente con la cabeza. Cae la tarde del sábado, empieza la sonata de las cigarras. El sol ya se ocultó pero su fogaje permanece concentrado en el aire. Mi acompañante cuenta entonces que en este punto en el que estamos ahora, más o menos aquí, en la mitad de la cancha, los paramilitares torturaron a Eduardo Novoa Alvis, la primera de sus víctimas. Le arrancaron las orejas con un cuchillo de carnicería y después le embutieron la cabeza en un costal. Lo apuñalaron en el vientre, le descerrajaron un tiro de fusil en la nuca. Al final, para celebrar su muerte, hicieron sonar los tambores y gaitas que habían sustraído previamente de la Casa de la Cultura. En los alrededores desolados de este campo de microfútbol apenas hay un par de burros lánguidos que se rascan entre sí las pulgas del espinazo. Sin embargo, es posible imaginar cómo se veían esos espacios aquella mañana del viernes 18 de febrero del año 2000, cuando los indefensos habitantes se encontraban apostados allí por orden de los verdugos.

—Casi toda la gente estaba sentada en ese costado —dice Montes, mientras señala un montículo de arena parda que se encuentra perpendicular a la iglesia, a unos veinte metros de distancia.

Hoy por la mañana, al despuntar el día, Édita Garrido me había mostrado esa misma lomita de tierra. Ella, una aldeana enjuta de tez cetrina, también sobrevivió para echar el cuento. Los paramilitares, dijo, llegaron al pueblo un poco antes de las nueve, disparando en ráfagas y profiriendo insultos. Debajo de su cama, en el piso, donde se hallaba escondida, Édita oyó la algarabía de los bárbaros:

—¡Partida de malparidos: párense firmes, que somos los paracos y vamos a acabar con este pueblo de mierda!

—¡Eso les pasa por ser sapos de la guerrilla!

En seguida arrancaron a los pobladores de sus casas y los condujeron como borregos de sacrificio hacia la cancha. Allí —aquí— los obligaron a sentarse en el suelo. En el centro del rectángulo donde normalmente es situado el balón cuando va a empezar el partido, se plantaron tres de los criminales. Uno de ellos blandió un papel en el que estaban anotados los nombres de los lugareños a quienes acusaban de colaborarle a la guerrilla. En la lista, después de Novoa Alvis, seguía Nayibis Osorio. La arrastraron prendida por el pelo desde su casa hasta el templo, acusada de ser amante de un comandante guerrillero. La sometieron al escarnio público, la fusilaron. Y a continuación, en el colmo de la sevicia, le clavaron en la vagina una de esas estacas filosas que utilizan los campesinos para ensartar las hojas de tabaco antes de extenderlas al sol.

«¿A quién le toca el turno?», preguntó en tono burlón uno de los asesinos, mientras miraba a los aterrados espectadores. El compañero que manejaba la lista le entregó el dato solicitado: Rosmira Torres Gamarra. Separaron a la señora del grupo, le amarraron al cuello una soga y comenzaron a jalarla de un lado al otro, al tiempo que imitaban los gritos de monte característicos de la arriería de ganado en la región. La ahorcaron en medio de un nuevo estrépito de tambores y gaitas. Luego ametrallaron, sucesivamente, a Pedro Torres Montes, a Marcos Caro Torres, a José Urueta Guzmán y a un burro vagabundo que tuvo la desgracia de asomar su hocico por aquel inesperado recodo del infierno. Uno de los paramilitares amenazó a la muchedumbre: el que llore será desfigurado a tiros. Otro levantó su arma por el aire como una bandera y prometió que no se iría de El Salado sin volarle los sesos a alguien. «Díganme cuál es el que me toca a mí, díganme cuál es el que me toca a mí», repetía, mientras caminaba por entre el gentío con las ínfulas de un guapetón de cine.

Hubo más muertes, más humillaciones, más redobles de tambores. Varios tramos de la cancha se encontraban alfombrados por el reguero de cadáveres y órganos tronchados que había dejado la carnicería. Entonces, como al parecer no quedaban más nombres pendientes en la lista, los paramilitares se inventaron un juego de azar perverso para prolongar la pesadilla: pusieron a los habitantes en fila para contarlos en voz alta. La persona a la cual le correspondiera el número 30 —advirtió uno de los verdugos— estiraría la pata. Así mataron a Hermides Cohen Redondo y a Enrique Medina Rico. Después llevaron su crueldad, convertida ya en un divertimento, hasta el extremo más delirante: de una casa sacaron un loro y de otra un gallo de riña, y los echaron a pelear en medio de un círculo frenético. Cuando, finalmente, el gallo descuartizó al loro a punta de picotazos, estalló una tremenda ovación.

Ahora, José Manuel Montes me explica que la mortandad de la cancha era apenas una parte del desastre. El país ha conocido después —gracias a los familiares de las víctimas, a las confesiones de los verdugos y al copioso archivo de la prensa— los pormenores de la masacre. Fue consumada por 300 hombres armados que portaban brazaletes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Los paramilitares comenzaron a acordonar el área desde el miércoles 16 de febrero de 2000. Mientras estrechaban el cerco sobre El Salado, se dedicaron a asesinar a los campesinos que transitaban inermes por las veredas. No los mataban a bala sino a golpes de martillo en la cabeza, para evitar ruidos que alertaran a los desprevenidos habitantes que se encontraban aún en el pueblo. El viernes 18, ya durante la invasión, forzaron las casas que permanecían cerradas y ametrallaron a sus ocupantes. Cometieron abusos sexuales contra varias adolescentes, obligaron a algunas mujeres adultas a bailar desnudas una cumbiamba. Por la noche les ordenaron a los sobrevivientes regresar a sus moradas. Pero eso sí: les exigieron que durmieran con las puertas abiertas si no querían amanecer con la piel agujereada. Entre tanto ellos, los bárbaros, se quedaron montando guardia por las calles: bebieron licor, cantaron, aporrearon otra vez los tambores, hicieron aullar las gaitas. Se marcharon el sábado 19 de febrero, casi a las cinco de la tarde.

A esa hora los lugareños corrieron en busca de sus muertos. El panorama con el cual se toparon era lo más horrendo que hubiesen visto jamás: la cancha que con tanto esfuerzo les habían construido a sus hijos cinco años atrás, estaba convertida en una cloaca de matadero público: manchones de sangre seca, enjambres de moscas, atmósfera pestilente. Y, para rematar, los cerdos callejeros les caían a dentelladas a los cadáveres, corrompidos ya por el sol.

—Mi marido —dijo Édita Garrido esta mañana— ayudó a cargar uno de esos cadáveres, y cuando terminó tenía las manos llenas de pellejo podrido.

Le reitero a José Manuel Montes que mi visita se debe a la matazón cometida por los paramilitares. Si no se hubiese presentado ese hecho infame, seguramente yo andaría ahora perdiendo el tiempo frente a las vitrinas de un centro comercial en Bogotá, o extraviado en una siesta indolente. El terrorismo, fíjese usted, hace que algunos de quienes todavía seguimos vivos, pongamos los ojos más allá del mundillo que nos tocó en suerte. Por eso nos conocemos usted y yo. Y aquí vamos juntos, recorriendo a pie los 150 metros que separan la cancha del panteón donde reposan los mártires. Mientras avanzamos, digo que acaso lo peor de estos atropellos es que dejan una marca indeleble en la memoria colectiva. Así, la relación que la psiquis establece entre el lugar afectado y la tragedia es tan indisoluble como la que existe entre la herida y la cicatriz. No nos engañemos: El Salado es «el pueblo de la masacre», así como San Jacinto es el de las hamacas, Tuchín el de los sombreros vueltiaos y Soledad el de las butifarras.

Hemos llegado por fin al monumento erigido en honor a las personas acribilladas. En el centro del redondel donde yacen las osamentas, se levanta una enorme cruz de cemento. La pusieron allí como el típico símbolo de la misericordia cristiana, pero en la práctica, como no hay a la entrada de El Salado ningún cartel de bienvenida, esta cruz es la señal que le indica al forastero dónde se encuentra el mojón que demarca el territorio del pueblo. Porque en muchas regiones olvidadas de Colombia, fíjese usted, los límites geográficos no son trazados por la cartografía sino por la barbarie. Al distinguir los nombres labrados en las lápidas con caligrafía primorosa, soy consciente de que camino por entre las tumbas de compatriotas a quienes ya no podré ver vivos. Habitantes de un país terriblemente injusto que solo reconoce a su gente humilde cuando está enterrada en una fosa.

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