El último Walsh
Ningún lector de este libro será defraudado. Los autores, fundadores y editores del casi decano mensuario lomense Sudestada, no sólo abrevaron en testigos directos de los últimos años del gran escritor abatido por una patota de la Esma el 25 de marzo de 1977, años en que se consagró en cuerpo y alma a la militancia en el peronismo revolucionario; también la describieron con enjundia y elocuencia, por lo que su obra se leé de un tirón o, como mucho, en escasas sentadas. Están en el texto, vívidas, el vértigo y la disyuntivas que afrontó quien era una rara avis en la guerrilla, ya que le llevaba veinte o más años al grueso de sus juveniles miembros. Walsh revistó primero en las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y luego en Montoneros, organización a la que ingresó tardíamente en marzo de 1973, luego de que el peronismo recuperara el Gobierno tras 17 años de proscripción, escasas semanas antes de que, en julio, la balacera de Ezeiza disolviera la mayor concentración política de la historia nacional e iniciara una reversión hacia los abismos de destrucción a los que Argentina habría de precipitarse a partir de marzo de 1976.
A medida que se pone el foco sobre los últimos años de Walsh se desploma la impostura de quienes lo presentan como un un escritor desaparecido “por pensar diferente” y queda más claro que separar al gran escritor de su época y elecciones personales es, como advierten Montero y Portela, “caricaturizar su imagen, vaciarlo de sentido, transformarlo en otra cosa: una figura ficticia y políticamente correcta”, eludiendo las complejidades “de un hombre que eligió jugarse la vida por un proyecto revolucionario”. Tras la lectura del libro, Walsh ha dejado de ser una víctima inerme del Terrorismo de Estado, para ser un actor hiperactivo, un combatiente, categoría a la cual estaba muy orgulloso de haber accedido.
Si su orgullo de ser combatiente fue un claro signo de la época, reconocer a Walsh como un partisano dio lugar, paradójicamente, a nuevas y más sutiles mistificaciones. Así, tanto antiguos dirigentes montoneros como militares genocidas y sus panegiristas acostumbran presentarlo como “el jefe” de los servicios de informaciones de Montoneros,cuando recién obtuvo el rango de oficial segundo –dos grados por debajo de lo necesario– luego del golpe de marzo de 1976.
Si bien parece claro que Walsh, trasmutado en “Esteban” (nombre de guerra que adoptó en homenaje a su padre gaucho) merecía sobradamente haber sido el jefe de la inteligencia montonera, lo cierto es que no lo fue. Y que sus últimos y brillantes documentos críticos dirigidos a la conducción nacional de Montoneros tuvieron en su momento nulos efectos prácticos, no quedando claro que le hayan llegado a “Carolina Natalia” (como llamaban en jerga a aquella los montoneros) ni siquiera todas juntas después de que en febrero de 1977 Walsh lograra retomar contacto con la orga (para entonces reconvertida en un partido ultramilitarizado de corte leninista) puesto que durante tres meses, de noviembre de 1976 a febrero de 1977, meses en que la espiral de caídas de los militantes en manos de los “grupos de tareas” llegó a su apogeo, Walsh y su compañera Lilia Ferreyra, habían estado desenganchados. Fue en esos meses de aislamiento que Walsh escribió esos lúcidos documentos.
El sino distintivo de la trayectoria de Walsh probablemente haya sido, junto a su inteligencia y a su honestidad sin fisuras, su desfasaje temporal. “Soy lento, he tardado 15 años en pasar el mero nacionalismo a la izquierda”, admitiría, sin mencionar al peronismo, a causa de una acendrada desconfianza en Juan Perón, a quien, paradójicamente, reconocía como jefe político. Miembro de la Alianza Libertadora Nacionalista (ALN) en la adolescencia, Walsh fue un gorila de la primera hora y hasta escribió un poema en homenaje a los aviadores que en junio de 1955 bombardearon Plaza de Mayo y sus alrededores matando a unas trescientas personas y hiriendo a unas mil (como atenuante puede mencionarse que tenía un hermano aviador naval). Sin embargo, inició un un vuelco copernicano un año después, luego de los fusilamientos manifiestamente ilegales de más de treinta militares y civiles partícipes en distintos grados de un conato de golpe de Estado. Fusilados tras aplicárseles retrospectivamente la llamada “Ley Marcial” a pesar de que habían sido detenidos sin que hubieran derramado una gota de sangre. Fue a partir de este episodio que Walsh escribió “Operación Masacre”, y fue a instancias de Raimundo Villaflor (a quien conoció al investigar la muerte de un oscuro dirigente metalúrgico en un tiroteo producido en una céntrica confitería de Avellaneda, investigación que fructificó en su libro ¿Quién mató a Rosendo García?) que ingresó a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) a comienzos de los ’70, época en que la omnipresente alegría de militar era “como una fiebre del día y de la noche que nos hace creer que vamos a ganar”, como recordaría con nostalgia en los aciagos días de 1976.
Desde entonces, Walsh relegó sus ambiciones de escritor para sumarse a un proyecto colectivo, y lo hizo subordinándose vertical y disciplinadamente a una conducción, la de Montoneros, integrada por unos muchachos a los que admiraba aún sin conocerlos por haber tenido la perspicacia y el valor de haber iniciado la guerrilla urbana. Lo hizo hasta el punto de que, durante sus años de guerrillero, y hasta su último texto, la célebre “Carta abierta a la Junta Militar”, Walsh no publicó con su firma más que un puñado de artículos en Noticias, el buen diario que Montoneros publicó durante poco más de un año y en el que se ocupó prioritariamente de las noticias policiales.
En la madrugada del 22 de agosto de 1974, segundo aniversario de la Masacre de Trelew, la Triple A fusiló en Quilmes a tres militantes, el montonero Pablo Van Bierde, de 22 años, Eduardo Beckerman, de 19 años, de la UES, y Carlos Alberto Baglietto, de 29, delegado de una industria química de Ezpeleta. Con nueve tiros y catorce perforaciones encima, Baglietto sobrevivió. El 26 de agosto el título de tapa de Noticias fue “Habla el fusilado. Testimonio exclusivo del sobreviviente del basural” (tiempo después, Baglietto y su esposa serían fusilados… por Montoneros).
Ese mismo día, el gobierno de Isabel Perón y López Rega ordenó la clausura del diario. Ya era la madrugada del 27 de agosto cuando el comisario Villar encabezó el allanamiento. “¿Dónde está el escritorio de Rodolfo Walsh? ¡Quiero verlo!” gritó mientras subía las escaleras de a dos escalones. “Cuando estuvo frente al pequeño cubículo donde Neurus pergeñaba sus maldades contra los malos policías como él, se detuvo un momento en actitud de falso recogimiento”, recuerda quien era entonces el director del diario, Miguel Bonasso. Para Villar, Walsh era el enemigo nº 1, por delante incluso de la conducción montonera. Tras revolver los papeles que estaban sobre el escritorio y dirigiéndose a todos los presentes, el jefe de la Federal les advirtió: “Yo sé que ustedes tienen un ataúd con mi nombre, pero yo tengo un cajón para cada uno de ustedes”.
Como es sabido, buzos Montoneros madrugaron a Villar, volando su yate en el Tigre. Pero antes y como condición sine qua no para poder reivindicar ese “ajusticiamiento”, Montoneros, bajo el fuego de la Triple A, la dirección montonera había cometido el error fatal de pasar voluntariamente a la clandestinidad.
Walsh no hizo sus lúcidas críticas al militarismo montonero entonces, sino dos años después, cuando el golpe cívico militar se había consolidado y –como el mismo habría de lamentar– ya era demasiado tarde para casi todo.
En el ínterin, tuvo a su cargo a los pocos militantes montoneros que vestían uniforme azul, pero de esto poco dicen los autores, que alegan no haber encontrado a nadie dispuesto a hablar de ello. “Mucho es lo que se ha especulado sobre el papel concreto de Walsh en determinadas operaciones montoneras, particularmente en aquellas ligadas a la campaña de golpes selectivos contra objetivos policiales desplegada desde abril hasta noviembre de 1976”, señalan, en referencia a la serie de ataques con explosivos iniciada con el asesinato del jefe de la Policía Federal, general Cesáreo Cardozo y continuada con el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal (más conocida por su viejo nombre de Coordinación Federal) con un saldo de 25 muertos y un centenar de heridos, única acción montonera que a juicio de quien escribe podría calificarse de “terrorista”.
Esta hendija, –por la que es previsible pronto intentaran reptar luciferinos beatos, osas pando, tatayofres y demás ralea– es la única falencia destacable de un libro que en cambio puntualiza como a comienzos de 1977, Walsh propuso “abandonar la táctica de ejecutar acciones militares indiscriminadas” recordando que “nuestros compañeros son militantes, no asesinos”. Wash destacó entonces que apelar a un “atentado antipersonal debe ser un recurso excepcional resuelto en juicio, cuya comprensión popular exige un despliegue de propaganda muy superior al esfuerzo del atentado mismo”.
La lectura del libro de Portela y Montero deja claro que Walsh concluyó su vida con un ejemplo de dignidad, decisión y resistencia, rehusando entregarse, así como con una inmejorable invectiva, su “Carta abierta…”, contra la vesanía de una dictadura cívico-militar que en en su propósito de retrotraer a la Argentina a su condición de país proveedor de productos primario decidió destruir la organización de los trabajadores aún a costa de pulverizar la industria y reprimerizar la economía argentina como casi exclusivamente agroexportadora.
La desgarbada figura de Rodolfo Walsh seguirá agigantándose entre los argentinos tal como ocurrió en el mundo con la de Ernesto “Che” Guevara. Y a eso no poco ayudará el inevitable cotejo con tantos periodistas que alguna vez se llenaron la boca con su nombre y hoy se alquilan al mejor postor.