Eric Hobsbawm: El viento de la Historia
Como aquel replicante de Blade Runner, Eric Hobsbawm pertenece a una especie que debía ser eliminada (primero por mitteleuropeo, después por judío, después por marxista). Tuvo más suerte que el replicante de Blade Runner: sobrevivió largamente a la eliminación a sus compañeros de especie. Su inesperada longevidad terminó por darle status de venerable rara avis. El adjudica esa longevidad tan activa a que lo obligaron a arrancar tarde. Le cobraron peaje por sus “anomalías”: ser judío pobre en la República de Weimar y en la Alemania de Hitler, inmigrante indeseado en la Inglaterra en guerra con el Reich, marxista durante toda la Guerra Fría, antisoviético y antichino dentro del PC, antiespecialista en un mundo de especialistas, políglota en un mundo cada vez más anglófono, intelectual desvelado por los no intelectuales, anomalía dentro de anomalía dentro de anomalía. “Todo ello complicó mi vida como ser humano y paralizó mi carrera durante años, pero me ha representado una ventaja considerable como historiador”, dice él.
Agnes Heller dice que la Historia habla de los hechos vistos desde afuera y las memorias hablan de los hechos vistos desde adentro. Dos hechos marcaron tempranamente la vida de Hobsbawm: aquella maldición china y el descubrimiento entre los papeles de su padre (que murió quebrado cuando él tenía trece años, en plena hiperinflación berlinesa) de un cuestionario íntimo en donde el progenitor se preguntaba qué era la felicidad, esa entelequia que había perseguido sin éxito durante toda su corta vida, y se contestaba: la suerte de no tener mala suerte. Tiempos interesantes y mala suerte. De esa ecuación sale Hobsbawm. O, mejor dicho, de los inesperados beneficios de ambas cosas.
Por ser pelirrojo y de ojos azules, en Viena no le decían Jude sino Englander. En Inglaterra, en cambio, adonde lo enviaron cuando murió su madre (un año después que el padre), es simplemente “El Feo”. Pero si se hubiera quedado en Viena, habría terminado gaseado en los campos. El joven Hobsbawm refugia su fealdad afiliándose al PC británico (donde cantan: “Hasta que llegue la revolución, el amor es un sentimiento antibolchevique”). Pero cuando estalla la guerra es el único de sus camaradas de estudios y de militancia al que no eligen para el servicio secreto: no por extranjero ni por marxista; es el único que no sabe hacer el crucigrama del Times.
Eso lo alejará porvidencialmente del caso de los dobles espías Kim Philby y Guy Burgess, pero lo dejará sin trabajo durante años. Cuando condena en un plenario del PC la represión soviética en Hungría en 1956, cree que el partido va a expulsarlo, pero son tantas las bajas que no le hacen nada. Y a él le da vergüenza abandonar el barco cuando todos lo hacen, así que conserva el carnet.
“Quitarme de encima el sambenito de pertenecer al PC habría mejorado mis perspectivas profesionales. Pero sencillamente no quise hacerlo. Yo quería alcanzar el reconocimiento como comunista confeso. No defiendo esta forma de orgullo, pero no puedo negar su fuerza.”
Hobsbawm vio convertirse en pretérito casi todos los signos que definían y regían su presente, pero se descubrió providencialmente equipado para relatarlos porque, a diferencia de tantas otras víctimas de la Historia, él tuvo, como judío mitteleuropeo y como marxista anómalo, “tiempo de reflexionar acerca de la desintegración de un imperio y de una época, al ser una muerte largamente anunciada, en ambos casos”. Cuando todos los historiadores de su generación se retiraban o se morían, él siguió publicando libros, cada vez más sabios. En pleno auge del pensamiento neoconservador, cuando se aseguraba que habíamos llegado al fin de la Historia, Hobsbawm dijo que lo que había terminado era el siglo veinte nomás y logró que se hiciera canónica su manera marxista de ver el siglo (cuyo inicio fijó en 1917, con la Revolución de Octubre y su cierre, en la caída de la URSS en 1989). Después de la caída de las Torres Gemelas en 2001, dijo algo que repitió cuando mataron a Bin Laden hace meses: “El mundo necesita más que nunca a los historiadores, especialmente a los escépticos”. Si el pasado es otro país, era de rigor que un expatriado múltiple como él se convirtiera en su historiador por antonomasia.
Hobsbawm usa el raro prisma de su experiencia personal para buscar la real dimensión de las cosas en el laberinto de la Historia. De ahí su anomalía, su heterodoxia, su excentricidad; de ahí su ecuanimidad por momentos exquisita y por momentos casi inverosímil. En sus memorias, en sus reportajes, en su Era de los extremos, Hobsbawm nos cuenta el siglo veinte como si el propio siglo hablara de sí mismo, en una de esas sobremesas de trasnoche en que de golpe llega la hora de la sinceridad más descarnada: el siglo habla y todos sentimos que habla de nosotros. La única manera de que nos entre de verdad la Historia es entender que no es letra muerta, sino experiencia viva: que eso que pasó nos pasó a todos. Ese es el Efecto Hobsbawm para mí: alguien que sopla suavemente en nuestro oído y nos hace entender de golpe qué es el famoso viento de la Historia, cómo se vive en tiempos interesantes.