ESCRITORES. Eduardo Mendoza, un novelista catalán con gran sentido del humor, recibe con toda justicia el Premio Cervantes
No quiero irme a la cama sin comentar la concesión del Premio Cervantes, el más importante de la lengua castellana, al catalán Eduardo Mendoza, uno de mis escritores favoritos. Por increíble que parezca (desconfio de todos los premios) su concesión ha sido, al menos en esta oportunidad, estrictamente justa. Los textos de Mendoza son siempre nítidos, chispeantes, agradables de leer. Me alegra mucho que se lo premie porque es una manera de reivindicar a otros grandes escritores dueños de un gran sentido del humor -como Enrique Jardiel Poncela y Roberto Fontanarrosa- que por eso mismo no solían ser tomados en serio. Mi descubrimiento de Mendoza se produjo cuando leí su segunda novela, El misterio de la cripta embrujada, en circunstancias atípicas. Estaba en Barcelona y comencé a leerlo dos días después de haberme separado de mi legítima esposa (a la que conozco desde que ella tenía 14; me casé con ella el 16 de febrero de 1978 y me separé un 16 de febrero, tres años después, es decir, en 1981) y abandoné el hogar conyugal, un departamento de dos ambientes en el barrio de Lesseps. Dormía provisoriamente en el bulín de Javier «Saverio» Casciaro, un compañero que era a la sazón abogado laboralista de la UGT. No habían pasado cuatro días cuando se produjo un intento de golpe de estado conocido como «el Tejerazo» (por aquel guardia civil que irrumpió en una sesión del congreso disparando su pistola Star y gritando «¡Se siente, coño!») y a pesar la gravedad del momento, como estaba riéndome a mandíbula batiente con la novela pasé por encima de todas las contrariedades sin perder la sonrisa. Tanto me gustó la novela (cuyo detective es un pobre tipo, internado en un manicomio y carente absolutamente de todo) que me precipité a leer la que había escrito antes, La verdad sobre el caso Savolta, que transcurre en la época de la Semana Trágica barcelonesa (1911, ocho antes que la de Buenos Aires). Quedé asombrado hasta el punto de que me sucedió lo que ya me había sucedido con El corazón es un cazador solitario, de Carson Mc Cullers y con El largo adiós, de Chandler: La sensación de que yo nunca podría escribir algo tan bueno, una fuerte envidia sana, emulativa, que consideró la posibilidad de canibalizarla. La verdad… es un fresco histórico como la primera parte del Novecento de Bertolucci, y al mismo tiempo una novela policial, y todo el tiempo subyace un humor irónico, humanista, un cariño por las peripecias de algunos personajes entre los que hay un periodista apodado Pajarito (lo que adquiriría importancia luego, cuando al regresar a la Argentina conociera a Pajarito García Lupo, dueño de parecido humor distanciado e irónico al de Mendoza). Leería después El laberinto de las aceitunas (la continuación de La cripta…) y otras varias novelas, entre ellas la ambiciosa La ciudad de los prodigios (la nostálgica novela que historió y despidió a la antigua Barcelona en vísperas de las olimpíadas de 1992, que transformaron la ciudad) y la despojada de toda pretensión y divertidísma Sin noticias de Gurb, que le regalé a Teodoro Boot, un escritor claramente emparentado con Mendoza aunque hasta entonces no lo supiera. En fin, que el premio a Mendoza me entusiasma porque ayuda a la difusión de un escritor que como dicen los lunfas, siempre garpa. Así, si quieren quedar como duques o duquesas en las próximas fiestas, les recomiendo que regalen, a modo de iniciación, La verdad sobre el Caso Savolta a todos aquellos que les gusten las novelas policiales e históricas (También, en la misma tesitura, recomiendo enfáticamente el Pido a los santos del cielo. Sepa cómo, cuándo y a quien recurrir en casos de extrema necesidad, de Fray Abelardo Santiago y Teodoro Boot).Y les recomiendo también que lean esos libros antes de regalarlos o bien que compren dos ejemplares). Los dejo ahora con un comentario de otro eximio novelista, Javier Cercas.
La grandeza de Mendoza
En vez de hacer lo posible por exhibir todo lo que sabe, como suelen hacer los que no saben nada, hace todo lo posible por esconderlo
Eduardo Mendoza es todavía mejor escritor de lo que parece. La razón es simple: en vez de hacer lo posible por exhibir todo lo que sabe, como suelen hacer los que no saben nada, Mendoza hace todo lo posible por esconderlo, como si nunca perdiera de vista el precepto clásico: Vera ars velat artem. El resultado son unos libros pudorosamente ricos, profundos y perspicaces, siempre transparentes, de apariencia a menudo ligera y hasta superficial, que han conseguido seducir a montones de lectores comunes y corrientes con su encanto, su humor gamberro y su generosa y valiente falta de pretensiones; es decir: el resultado es un escritor genuinamente popular, cervantino (Cervantes fue ante todo un escritor popular, o al menos lo fue en el Quijote), que recrea y parodia los géneros populares como sabía hacerlo Cervantes y que, por decirlo de una sola vez, suscita en el lector el mismo buen rollo que suscitaba Cervantes. De hecho, yo creo que podría decirse de Mendoza lo que Ortega dijo de Cervantes (y ha recordado hace poco Ferlosio): “Cervantes simpatiza con todo”, escribe Ortega. “No es que Cervantes haya vivido mucho, sino que ha sufrido y no le guarda rencor a nadie«. Ahí radicaba la grandeza de Cervantes, y ahí radica la de Mendoza.
Si no me engaño, todo lo anterior está bastante mal visto por el establishment literario español, lo que quizá sea la causa de que tantos escritores tan cervantinos se queden sin el Premio Cervantes. Tiene gracia: Cervantes inventó la ironía (entendida como “forma de la paradoja”, por decirlo como A. W. Schlegel), pero la literatura española sigue confundiendo con frecuencia la ironía —no digamos el humor— con la frivolidad. Me temo que es lo que ocurre a menudo con Mendoza. Dicho esto, la importancia histórica de su obra está fuera de toda duda. En 1975, cuando publicó La verdad sobre el caso Savolta, Mendoza cambió el rumbo de la novela española, introduciendo un tono y una serie de elementos que marcaron la narrativa del posfranquismo.
Es posible que ya no estemos en la etapa que abrió aquel libro seminal, y que la literatura (la española y la no española) esté explorando ahora mismo territorios distintos. Es posible. Pero es seguro que sin los libros de Mendoza, muchos de los cuales siguen ahora mismo tan frescos como cuando se publicaron, esos nuevos territorios seguirían vírgenes. Añadiré que, para algunos de los que hemos venido después, Mendoza ha sido desde hace muchos años un ejemplo: un ejemplo de caballerosidad y de generosidad, de inteligencia y de decencia, de seriedad sin afectación y de auténtico cosmopolitismo; en resumen: un ejemplo de escritor civilizado. Mendoza, en este sentido, es el escritor que hubiéramos querido ser si no hubiéramos tenido que resignarnos a ser el escritor que somos. Todo lo cual explica que estemos hoy tan contentos. Cervantes, no me cabe la menor duda, también lo estaría.
Cinco novelas para entender a Eduardo Mendoza