FOGWILL. Rescatado por sus hijas, que bucearon en su maremágnum
La entrevista telefónica que le hice a Quique Fogwill poco antes de su muerte me salió bastante redondita (http://pajarorojo.com.ar/?p=5660). La justa epopeya por preservar sus textos me recuerda dolorosamente la práctica destrucción de la mayoría de los papeles de mi hermano Luis, un capo, proceso que terminó ¿terminó? con la inundación de La Plata. También pienso en algún escritor de blogs diarreico por cocaína que bien haría en leer más a Fogwill y en mirar menos a Lanata. Les recomiendo ir (el link está al final) al original y leer los comentarios, alguno de los cuales hace referencia a facetas más desconocidas de Fogwill, derivadas de su trabajo como marquetinero, antes de que trabajara para Franco Macri, en una vida anterior a la literaria. El embate final contra Horacio González no me consta que le pertenezca al occiso. Quizá sea asunto del autor de este bello artículo.
La larga risa de todos estos años
Fogwill fue, sin duda, el último maldito de la literatura argentina. Sus archivos privados, a los que Ñ accedió en exclusiva, permiten inmiscuirse en sus peleas, sueños, novelas inéditas y un desesperado diario íntimo escrito a finales de los ’80.
Fogwill había muerto.
Después de ese 21 de agosto de 2010, los hijos mayores, Vera y Andy, tuvieron que lidiar con el universo que giraba en torno a la muerte de su padre: trámites, deudas, recuerdos, amigos que la llamaban para avisarle que la página web estaba caída. Tuvieron que buscar los documentos, la partida de nacimiento, avisarle a todos los bancos donde Fogwill tenía cuenta (y cuyos saldos estaban en cero) de que nunca más podría pagar los créditos que había pedido. Un hijo nunca está preparado para el día en que se muere su padre. Aunque en este caso, Fogwill había dejado algunas claves. Porque en su particular retórica el escritor entendía que el lugar de los muertos es un espacio que a través de la historia fue disputado entre las instituciones religiosas, familiares y políticas. Decía que el estado moderno y su compleja trama de reglamentaciones sanitarias, censales y forenses representó un triunfo de la política sobre los otros ámbitos en pugna que llegó a parecer definitivo. Pero al promediar el siglo XX –explicaba– la empresa capitalista y el sistema financiero intervinieron con éxito en la disputa y de ser meros proveedores y contratistas de un estado omnívoro pasaron a ser oferentes y titulares de la poderosa industria de la administración privada de la muerte y del procesamiento –conservación o reducción a polvo– del cadáver humano. Un Fogwill puro. Por eso la familia no sabía qué hacer: si cremarlo, enterrarlo en un cementerio privado o tal vez buscar otro en Quilmes. Vera recordaba que alguna vez su padre le había dicho que en cuanto muriera lo podían tirar a la basura y asunto terminado, pero pocos estaban preparados para desprenderse tan fácilmente de él y resolvieron enterrarlo en un cementerio de Ezpeleta, en Quilmes, cerca de una bodega familiar.
«Estoy inhabilitado para el matrimonio: no hay gente viva que haya perdido tantas cosas, casas, muebles, armas, cámaras, ropa, diskettes, discos y libros como yo. Hace veinte años me resigné a vivir sin biblioteca, lo que me preserva de cualquier compromiso con simulacros críticos y académicos. Escribir me parece más fácil que evitar la sensación de sinsentido de no hacerlo. Navegué mucho, planté unos pocos árboles y crié cinco hijos. Pensar al sol, navegar y generar hijos y servirlos son las actividades que mejor me sientan: confío en seguir repitiéndolas», decía el escritor en 1998 cuando publicó esa magnífica pieza de autobiografía que incluyó en la edición española de su obra reunida. «Acá lo que dejó, lo dejó por algo», dijeron los hijos al ingresar al departamento. Había cosas que Fogwill guardó durante setenta años. Las cartas, por ejemplo. «Son más o menos cuatrocientas cartas divididas por destinatario escondidas en bolsas de supermercado». No se notaba que tuvieran valor. «Cartas importantes, o importantes para él al menos, metidas dentro de una bolsa de supermercado guardada en una valija que estaba ubicada debajo de otra valija abajo de las pesas del gimnasio», cuenta Vera. Por ejemplo: siete bolsitas con cartas de Osvaldo Lamborghini escritas en hojas de cuaderno Rivadavia. Vera recuerda lo que su padre le explicaba de chica: eso no se toca. «Pero necesito una bolsita para poner la malla mojada», decía Vera. Y él se lo repetía: no-se-toca.
Ahora, dos veces por semana, Verónica Rossi llega a Malba, donde Soledad Costantini les abrió un espacio para que pudieran descifrar los papeles secretos de Fogwill. Hace ya casi un año y medio que Verónica empezó a ordenar este archivo, con la colaboración inestimable de Magdalena Arrupe del departamento de literatura del museo, y aún le queda otro año donde se dedicará al material digital: los mails que enviaba o recibía, la música que escuchaba, los documentos perdidos en su computadora. «Este es un patrimonio de la literatura de un país», dice Vera. «Hay una gran cantidad de cosas que hacen que éste sea, para bien o para mal, un personaje relevante en nuestra cultura», dice. Y aunque no tengan recursos siente que es una obligación rescatarlo. «Una de las cosas más grandiosas de mi papá es que no daba clases de literatura: porque para él el arte no se podía enseñar», concluye Vera, que es actriz, dramaturga y directora de cine.
Entre los papeles clasificados hasta ahora pudieron identificar cartas de César Aira, Juan José Saer, Héctor Viel Temperley, Alberto Laiseca, Leónidas y Osvaldo Lamborghini y Leonardo Favio. Otras que no están firmadas ni tienen fecha y hay que hacerles un estudio caligráfico. Lo bueno, dice Vera, es que Verónica puede entenderles la letra. Y eso es porque cursó caligrafía en la carrera de historia, se especializó como archivista en Italia y trabajó para la Fundación Rockefeller y el MoMA. En parte, esta correspondencia permite profundizar sobre las relaciones entre esa constelación de autores que comenzaron a gravitar en la literatura argentina de los años 70, 80 y 90. «Mi viejo también documentaba las disputas», dice Vera. Contra Coca-Cola cuando le dieron el premio por el relato «Muchacha punk»; contra Juan Forn y Planeta por el final que le cambiaron en una de sus novelas; contra un perro que lo había mordido y le contagió rabia. Aquí hay un material interesante: todas las discusiones estéticas que mantuvo Fogwill con las editoriales sobre la edición y el recorte de su obra. «Esa es una de las cosas que quiero preservar: la manera como mi viejo defendía sus textos», concluye Vera.
«Este es un trabajo largo porque hay que entender su lógica y respetarla», aporta Verónica. Ordenar el archivo en su desorden. O, como dice la especialista, «recuperar los archivos manteniendo el alma de la persona». Fogwill estudió medicina hasta tercer año pero se recibió de sociólogo a los 23, se desempeñó como investigador de mercado y experto en marketing y publicidad y en una de sus empresas, Ad-Hoc, hasta se dio el gusto de contratar (al menos por un tiempo) a poetas como Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher. Así le fue.
El 15 de enero de 1980, por ejemplo, Fogwill le escribe una carta a Germán García donde reconoce lo que aprendió de él en algunas clases en el bar La Paz. Hay un rasgo de estilo en literatura, la manera como los sonidos se van hilando en su variedad, se deslizan, se enlazan, se sobrepasan, triunfan siempre proyectados hacia adelante, «incluso a través de momentos de total desorden en su prosecución», como decía William Carlos Williams. Ese es el «cuerpo rítmico único» de la escritura fogwilliana, tal como observó Arturo Carrera. Y con ese mismo estilo están escritas sus cartas donde no faltan chicanas personales u observaciones punzantes sobre política nacional. Le dice Fogwill a Germán García: «Lo más lúcido que leí sobre política en Argentina fuera de Terragno y alguna nota mía, está en Literal 1. Literal es una cueva de pavos, ex novias, chupamedias, mal escritores. Un papelón. Lo mejor que publicó en literatura es lo de Lamborghini. De sicoanálisis no opino. La Escuela Freudiana es una entidad ridícula como la Asociación Argentina de Dirigentes de Empresa. Ni siquiera es el Instituto Di Tella del análisis, porque aquel tenía más elegancia. Prefiero a los lacanianos que a los kleinianos porque son más marginales. El psicoanálisis ha de ser cosa marginal pero es muy chiquito en relación a la filosofía y a la literatura por eso yo no soy sicoanalista ni analiticólogo. Ni simpatizante de Lacan ni amigo de lacana. Lástima que tanta gente ande desperdiciada en eso. Yo me analizo por razones sicoanalíticas, no porque no se me para ni porque no gano plata ni por insomnio ni por sicosomático. Tal vez por sicosíquico. La literatura, la filosofía, la guita, son las tres cosas más parecidas al poder real, y a veces se pueden trastocar en él. Yo me quedo en el goce del parecido y espero con esmero que la corriente sólo me desemboque. Sino mala leche». La carta sigue y en la segunda página (todas incluyen un membrete personal) Fogwill le recomienda: «Tendrías que leer mis últimas novelas para ver qué diferencia hay entre la literatura escrita con placer para el goce de leer de los que saben, de la escrita con malestar para el sufrimiento de los que creen leer y no saben que hay goce».
También delata admiración una misiva de Fogwill a Osvaldo Lamborghini enviada al Gran Hotel América Larre donde el autor de El fiord había conseguido hospedarse. Dice Fogwill: «te comenté que releyendo el Sebregondi después de varios años descubro que no hay en mi obra post 1973 nada que valga quince guitas que no haya sido producto de tu obra. Hay uno que otro plagio que se filtra inadvertidamente. Involuntariamente.» Sin embargo, Ricardo Strafacce documentó en su biografía sobre Lamborghini la guerrilla postal que mantuvieron cuando estaban por publicarse sus poemas en el sello Tierra Baldía a causa de las erratas. Esta carta, quizás irónica de Fogwill, es posterior: «Ahora leí la bella edición de tu obra que acaba de presentar Tierra Baldía. Esta nueva lectura es distinta. Ahora parecen existir más esos mismos poemas que si antes movían ahora acaban por prender la odiosa llama del sentido. Un curso de literatura por pocos mangos. Eso es. Pero vos adivinaste mi deseo: tu obra tendría que ser relegada por otros quince o veinte años. ¿Quién se va a poner a escribir sin espanto después de vos? ¿Queda algo por decir?» La carta que Fogwill recibe de Aira sigue esa línea. Aunque esté sin fecha y pueda arriesgarse que haya sido escrita a finales de los años 70, expone de qué manera esos autores se leían, criticaban y respetaban desde el primer momento de sus carreras. Aira le agradece la apreciación sobre Ema, la cautiva y confiesa que le estaba haciendo falta algo así, aunque en ese momento la considera una novela fallida. También le confiesa que ningún editor quiere publicarla y él, a su vez, no tiene la fuerza ni «cierta dosis de insistencia» para hacerlos ceder. Por lo pronto, considera que la novela que Fogwill le pasó (¿es posible que se refiera a La buena nueva, que se publicó recién en 1990?), es un gran mecanismo de ambigüedad en el género, entre libro de viajes y novela familiar, «una especie de Tristram Shandy post-capitalista y sobre todo pospsicologista, casi demasiado buena como para obstruir ese gran aprendizaje que es el fracaso».
Fogwill soñaba con cementerios
Los años de la rata
Un día, mientras desarmaban la casa de Palermo, Verónica encontró un original anillado de cientos de páginas. Se lo dio a leer a Vera pero más o menos por la mitad ella comprobó lo que suponía: «Esto no es de mi viejo», se dijo. Lo que pasa es que en el texto aparecía la palabra «retrete» y Fogwill nunca utilizaría esa palabra. «Mi viejo no iba a escribir nunca frases como ‘una mujer deliciosa’. No. Escribiría: ‘una mina que está para garchar’. Una sabe cómo pensaba y cómo escribió.» Para rastrear esos textos, Vera confió en algunos de los amigos escritores como Damián Ríos o Ignacio Echevarría, a quienes Fogwill les daba sus libros en proceso.
Lector de originales
Es una novela contemporánea a Los pichiciegos, explica Damián Ríos. Y también a su mayor etapa de producción de cuentos como «La larga risa de todos estos años» ¿Por qué entonces comienza con la intención de entrar en tensión con César Aira? «Fogwill quiere posicionarse: se había dado cuenta, antes que nadie, de que Aira iba a ser el escritor más importante de la Argentina», explica Ríos, y por esa razón quiere discutir con La Luz Argentina, cuya primera edición (y por ahora la única, del Centro Editor de América latina) es del año 1983. Como en La experiencia sensible o en varios cuentos de la misma época, Nuestro modo de vida es una novela dedicada a describir los consumos y el estilo de vida de la clase media acomodada. Es una novela en la que el Fogwill sociólogo está mucho más presente que el Fogwill poeta. Hay una escena en la que el personaje, que tiene oficinas por Catalinas, mira el ventanal y el puerto viejo y alucina restaurantes. «Si se lo piensa en términos empresariales –dice Ríos–, Fogwill tenía visión. Lo que pasa es que él se empobreció por la literatura. Más allá de lo romántico que pueda sonar esto, Fogwill entró a la literatura por un error: porque un día escribió ‘Muchacha punk’, un cuento que le salió bien y se entusiasmó. Había sido un empresario exitoso. Por eso, ubicarse en la piel del empresario le salía. Son textos que tienen el punto de vista del que tiene poder.» La introducción , por su parte, tiene según Ríos otra particularidad en la narrativa de Fogwill: un personaje femenino totalmente diferente a cualquier otro personaje femenino que Fogwill haya construido. Terminada algunos años antes de morir, La introducción comienza con un viaje: «Su cabeza permanecía fuera de toda contemplación, libre de cualquier atribución de estilo. Estaba allí como si constatar la armonía y las inarmonías del movimiento mecánico de otras cabezas fuese la única misión que tenía en el mundo y, por ello, el único motivo que lo habría llevado a abordar el ómnibus y a emplazarla allí, consigo, en la penúltima fila de asientos», escribe Fogwill al principio de este relato de un hombre que viaja en ómnibus a Las Termas de Flores, una obra del siglo XXI, como explica su autor en el prólogo, que «se limita a narrar lo que hacen, piensan, desean y padecen sus personajes, humanos del tercer milenio con deseos, acciones, sufrimientos y pensamientos que rondan la banalidad, aunque siempre algo provoca que una banalidad narrada termine pareciendo más digna de atención que la que cotidianamente habita el lector». La soberbia de la ciencia médica está en el fondo de la historia, una medicina científica que «es absolutamente eficaz y satisface el ideal humano de bienestar, felicidad y longevidad que parece un artículo tácito de la constitución del Estado Moderno». El personaje de la mujer aparece casi al final y según Ríos será una delicia para los análisis críticos: porque es una mujer poderosa, inteligente, independiente económicamente, muy seductora pero que no está caracterizada como una puta ni como una chica mucho más joven, como solía hacer Fogwill, sino como una mujer más grande que prácticamente somete al narrador. Un Fogwill con peluca.
El último agitador
Puede arriesgarse una teoría: el espacio físico de Fogwill como un reflejo de su cabeza, y su obra, como una estética del caos. Mugre, papeles revueltos, bolsas de supermercado, teclados a los que les faltaban teclas o una laptop con restos de chocolate y otras sustancias que los bienpensantes identificarían como after-shave. Eso también podía extenderse a su computadora: un monitor estallado en íconos de documentos de Word. ¿Tenía que vivir en ese escenario para poder escribir? Damián Ríos propone analizar cómo funcionaba la cabeza de Fogwill y cree que no hubiese podido dedicarse a la literatura siendo empresario o publicista. Necesitaba un cambio espiritual y ese cambio a la vez debía ser físico. «Fue un tipo que no quiso seguir con su carrera de empresario, que tampoco quiso seguir una carrera académica, un tipo que decidió oponerse al orden, a la típica imagen de intelectual con su biblioteca, a la típica imagen de esos escritores correctos, prolijos, que consideraba burócratas. Por eso se desprendió de todo». Al final de su vida, le quedaban poco más de mil libros. «Había algo vital en el despelote que era su vida», analiza Ríos. «Todo lo que se encontraba ahí y que parecía desperdicio era algo que estaba vivo.» Porque era un poema a medio escribir o una carta que había recibido y estaba por responder o un diskette con el libro de un autor inédito. Durante mucho tiempo, Fogwill tuvo en una mesa ratona las hojas impresas de un libro de poemas, Punctum, de Martín Gambarotta, porque consideraba que había más pensamiento crítico en uno de sus pasajes que en toda la obra ensayística de Horacio González. En ese desorden, según Ríos, encontró Fogwill un lugar mucho más potente para pensar lo político, lo social y lo literario.
Aquellos que lo conocieron recuerdan que Fogwill fue uno de los últimos escritores argentinos que irradiaron un verdadero entusiasmo y una verdadera fe por la literatura. «Quizás pasaban seis meses que no hablabas y te llamaba para preguntarte qué estabas escribiendo, en qué estabas trabajando –dice Ríos–. Su literatura no importaba: quería empujarte a escribir porque escribir era una obligación moral, porque si no escribís está todo mal, porque si no escribís escriben los otros y si los otros escriben se pudre todo».