GUERRILLAS. A propósito del “¿Qué hacer con los setenta? De Claudia Hilb y la urgencia de un poco de introspección

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Hilb propone distinguir entre «el Mal radical» encarnado por los horribles exterminadores y el mal doméstico que también anidó en las organizaciones armadas revolucionarias.
Creo no conocer a Claudia Hilb, aunque mirando su foto me parece haberla visto en alguna parte. Tampoco creo conocer a Fernando García, aunque con ese nombre nunca puede saberse: Fernando, es, lejos, el nombre más común en mi familia, tanto paterna como materna, y García, tengo entendido que es el «Pérez» de los vascos, y no sólo se trata de que tres de mis abuelos eran vascos, sino que así se apellidaba mi amada Claudia (García Iruretagoyena, y después de casarse con Marcelo, de Gelman… la proliferación de apellidos hizo que hoy Página 12 le rebanara aquel, su principal apellido).
Leo esta nota no sin algún disgusto. Según García, Hilb perteneció a las periferias del FAR y del ERP, algo que no era posible simultáneamente. Para los veteranos, hace falta mayor precisión, ya que no es lo mismo migrar del ERP al FAR que a la inversa. ¡Tengo mis prejuicios!  A mi entender, lo primero indicaría una nacionalización y lo segundo una gorilización, y es necesario saber desde se habla. Tampoco, aunque la crítica sea ineludible, me gusta cargarle la romana a Cuba por los que, básicamente, fueron errores propios. En cambio me piacce la observación de Hilb de que «el caso Scilingo (…) obturó la posibilidad de construir una memoria sanadora».
EL CASO SCILINGO, UN HUESO INTRAGABLE. Quizá yo no lo diría así, pero lo de Scilingo me resulta un hueso intragable. El marino se autoacusó cuando nadie siquiera había registrado su existencia como encargado del parque automotor de la ESMA. Como no se puede condenar a nadie por sus dichos, para que se lo sentenciera en España a siquicientos años de cárcel fue necesario encontrar a una ex detenida-desaparecida que lo habia visto en la ESMA… arreglando un ascensor. No digo que no hubiera que condenar a Scilingo, que confesó haber participado en dos «vuelos de la muerte». Era imprescindible condenarlo y él mismo lo pedía a gritos. Pero para que otros marinos que estaban en una situación muy similar a la suya se atrevieran a presentarse a declarar, como evaluaban (también esto lo dijo Scilingo, y no vemos ningún motivo para que mintiera justo en esto, habiendo dicho la verdad en todo lo demás) también era imprescindible que se considerara que sus confesiones espontáneas serían consideradas un atenuante. No digo al grado total de Sudáfrica (decir la verdad jamás puede tener una recompensa como la amnistía) que no conozco con mucho detalle, pero si en un grado significativo…
DOMINGO BELTRÁN, EL BUEN SAMARITANO. No se trata de un tema pasado: en La Perla, uno de los más siniestros campos de concentración y exterminio que hubo durante la dictadura, hubo gendarmes que se compadecieron de los detenidos-desaparecidos, como se destacó en el testimonio de numerosos sobrevivientes. Uno de ellos, Domingo Beltrán, un ex jornalero de Orán, Salta, padre de varios hijos, ya fallecido, atestiguó ante la CONADEP y después ante varios juzgados los horrendos crímenes de los oficiales Vergéz y Barreiro, y de un montón de suboficiales, corriendo los enormes riesgos que ello supuso y aceptando con estoicismo que su carrera militar quedara truncada. Beltrán anticipó las cínicas declaraciones del Nabo Barreiro acerca de que en La Perla no hubo apropiación de bebés hijos de desaparecidas y narró con lujo de detalles como el sargento Manzanelli y otros suboficiales asesinaron a una pareja cuya joven mujer se encontraba en avanzado estado de embarazo, luego de haberla forzado a cavar las que serían sus tumbas. Beltrán relató como Manzanelli le ordenó asesinar a esos muchachos, como él se negó de plano, y como el propio Manzanelli los mató y remató: baleada y arrojada a su tumba, la chica embarazada salió de de ella y se puso a caminar, pero Manzanelli le disparó una nueva ráfaga y la empujó con el pie a la fosa.
Le propuse al Ministerio de Seguridad (todavía era ministro –un misterio inexplicado- Puricelli) que le prestaran atención a Beltrán, que exhumaran su legajo, que sería piola que cuando tocara inagurarse una biblioteca en un cuartel de la Gendarmedía, se le pusiera su nombre. Mi interlocutor me dijo que si había estado comno guardia en La Perla, se había salvado de ser procesado.
EL CABO STRÜPENFORCEN NO ES HITLER. Scilingo tuvo la desgracia de abordar a Horacio Verbistky, un periodista que al margen de sus indiscutidos valores profesionales, no conoce la piedad ni cree en la posible redención de nadie, y que lo exprimió como a un limón sin brindarle la menor protección ni aconsejarle acerca de cómo capear mejor el vendaval que se le venía encima.
Desde entonces, y más desde que Scilingo fue de motu proprio a Madrid sin que nadie le advirtiera con un mínimo detalle los riesgos que corría, su suerte estaba echada.
Le advertí a Carlos Slepoy que no debía cederse a la tentación de utilizar a Scilingo como sustituto de los jerarcas de la dictadura cuya extradición había pedido el juez Garzón y Menem y de De la Rúa habían negado; le dijo que Scilingo era dentro del esquema represivo un «perejil», un cuatro de copas, y que no debía presentárselo ante la opinión pública como una encarnación de Hitler, Videla, Camps, Bussi o Menéndez, pero –está a la vista- fracasé en toda la línea. Porque Garzón trató a Scilingo como si fuera el mismísimo almirante Massera, y a partir de entonces se tuvo la absoluta certeza de que ningún otro marino se presentaría a declarar.  Dicen que los que estaban dispuestos a sincerarse sellaron sus labios. El compadre y compañero de camarote en la Fragata Sarmiento de Scilingo, el almirante Godoy, era el jefe de la Armada. Si se le cree a Scilingo (que dijo que todos los oficiales de la Marina fueron obligados a participar de los «vuelos de la muerte») debe colegirse que Godoy también debió haber participado… pero ninguno de los repentinos impugnadores del general Milani dijo entonces ni mu, como no lo habían dicho antes, cuando conspicuos asesinos como el general Río Ereñú ocuparon la jefatura del Ejército.
VERGÜENZA AJENA. En fin, que –por si no se entendió- el tratamiento que se le dio al caso Scilingo por Verbitsky, Slepoy y el juez Baltarsar Garzón me parece francamente contraproducente. En esto acuerdo con Hilb y sé que no estoy solo… Es un tema que charlé con varios colegas. Una vez, conversado de los avatares de nuestro sufrido oficio (caso que no es el de quienes responden a sus auspiciantes, pero ese es otro oficio o profesión) con una gran periodista, S.C., ella me dijo –sin que, por lo que recuerdo, viniera a cuento de nada en especial- que lo que había pasado con Scilingo, la llenaba de vergüenza. Fue una pequeña epifanía y de inmediato le dije que a mí me pasa lo mismo.
UN SENTIDO PREDETERMINADO. También acuerdo con Dilb en que «es importante hacer una revisión muy profunda de los pilares básicos de ese pensamiento: el mesianismo; la idea de que la historia tiene un sentido y de que se va a realizar; la idea de que hay una vanguardia que puede decidir por los demás; una naturaleza humana que se puede cambiar por lo que sea (…)  hace al núcleo de la ideología revolucionaria del siglo XX que exige mucho más que una autocrítica, exige un cambio de paradigma». Porque también a mi me molesta mucho que no haya una autocrítica profunda de Montoneros respecto a cosas tan contraproducentes para la emancipación de las mayorías populares como el asesinato de José Ignacio Rucci o el ataque al Regimiento de Infantería 29 de Formosa… para no hablar del ERP y sus (para mi) demenciales ataques contra varios regimientos, desde Sanidad a Monte Chingolo. Y es que a mi modesto entender -y el de los compañeros de los Organización Comunista Poder Obrero (OCPO), que integré brevemente en 1976- la lucha decisiva se libró en Villa Constitución y en la suerte de las coordinadoras obreras regionales. No fue de casualidad que los delegados obreros hayan sido la primera presa a destruir del golpe de marzo de 1976, y no las direcciones de las guerrillas.
Al parecer, a mediados de los ’70 Hilb era una piba tiernita, ya que dice que comenzó a sospechar que algo no andaba bien cuando se produjo la catástrofe de Monte Chingolo (hacia tiempo ya, lo menos desde Ezeiza, que se veía que todo se iba al carajo) pero mucho más importante que eso es su percepción de que «sería importante salir de la clausura del discurso y de la condena de todo aquel que participó «de la represión en el gobierno de Isabel Perón como en la dictadura cíivico-militar porque «es discutible que todo aquel involucrado sea juzgado en el contexto de crimen de lesa humanidad». 
Dichos que vienen como anilllo al dedo, que engarzan perfectamente con la reciente polémica suscitada por el ascenso y confirmación como jefe del Ejército del general César Milani. Porque una cosa es lapidar a Milani si torturó y asesinó, y otra muy distinta porque llevó a un prisionero desde una comisaria o regimiento a un juzgado, y lo hostigó diciéndole: «Hijo de mil putas, confesá que sos del ERP», lo que por muy desagradable que pueda haber resultado, no configura de ningún modo un imprescriptible crimen de lesa humanidad.
Como no lo configura tampoco haber asaltado cuarteles durante el tercer gobierno democrático de Juan Domingo Perón porque para ello es imprescindible que esos crímenes se ejecutarán desde el Estado, y no por patrullas perdidas, divorciadas de las grandes mayorías de obreros y trabajadores a las que creían representar.
En fin: todavía no leí el libro de Hilb y sospecho que hay cosas con las que no voy a estar de acuerdo. Pero no puedo sino manifestar mi simpatía por los presupuestos presupuestos generales que trasmite esta entrevista. Como este: «Lo que han hecho las Fuerzas Armadas es lo que yo llamo el mal radical. Las fuerzas insurgentes, a su vez, cometieron crímenes pero no fueron el mal radical. Y esta es una barrera que no tiene por qué caer porque nos pongamos a pensar en el mal, así con minúscula, del lado insurgente». 

La revisión del pasado reciente
Reflexionar sobre la izquierda radical de los años 70 y sus responsabilidades
Fernando García 
DICE COSAS fuertes sobre la izquierda radical a la que perteneció en los años 70. Por ejemplo, que no es razonable que pueda haber un solo relato sobre un pasado tan complejo, que hay que reflexionar sobre la responsabilidad de la izquierda setentista en el advenimiento del horror en la Argentina, analizar a fondo el último acto de esa guerrilla -el asalto a La Tablada (1989)- y cuestionar la admiración que se tuvo y se tiene de la revolución cubana. 
Claudia Hilb, a su vez, compara el proceso de verdad y justicia respecto a los violadores de derechos humanos dado en Sudáfrica con el de Argentina. La Comisión de Verdad y Reconciliación sudafricana planteó la posibilidad de una amnistía o reducción de penas a los violadores de derechos humanos si contaban la verdad -toda la verdad-. En los hechos, 7.116 perpetradores solicitaron la amnistía, fueron acordadas 1.312 y rechazadas 5.143. (¿Qué pasó con ellos? ¿Fueron castigados?) Fueron escuchadas las versiones de 2.548 perpetradores en audiencias públicas en 267 sitios diferentes, y con gran cobertura mediática. En Argentina, sin embargo, luego del caso Scilingo y los juicios a los responsables de la dictadura, ya no se habló. Hay justicia, pero se paga un precio en verdad, en saber, por ejemplo, más sobre los desaparecidos o el robo de bebés. Se obturó la posibilidad de construir una memoria sanadora.
Todo esto está en el libro Usos del pasado: qué hacemos hoy con los setenta de la socióloga Claudia Hilb (Siglo XXI Editores). Sus razonamientos han despertado reacciones airadas que se viralizan exponencialmente en las redes sociales. Su página de Facebook, cuenta Hilb, devino soporte de ataques a los que aprendió a relativizar. A esta altura ya puede tomar distancia y sonreír al contarlo.
-¡Por supuesto! Pero quizás si siguiéramos hablando con esa persona, en un segundo nivel ya aparecerían los desacuerdos. Nadie va a decir que está a favor de la desigualdad pero quizás unos pensemos que las circunstancias de igualdad deban ser generadas y los otros no.
PREJUICIOS Y AUTOCRÍTICA
-¿Qué es lo que más le achacan? 
-Es difícil decirlo porque los comentarios de Facebook son en general muy banales y poco reflexivos… Cosas del tipo que yo defiendo a los militares y viene de gente que ni siquiera me ha leído. En general es puro prejuicio: responder con clisés en lugar de que esto te genere alguna interrogante. Por otro lado he tenido reacciones muy interesantes y muy estimulantes de gente que no conozco, que me ha escrito y que me dice cosas muy emotivas. Familiares de desaparecidos, por ejemplo. 
-Cuando dice «prejuicio» se refiere a cualquier tipo de autocrítica hacia el modo que impulsó la izquierda en los setenta para tomar el poder… 
-Yo creo que está orientado a no poder repensar los lugares comunes del pensamiento setentista. A mí la palabra autocrítica no me gusta mucho porque es un poco interna al discurso de la izquierda revolucionaria. Yo creo que es importante hacer una revisión muy profunda de los pilares básicos de ese pensamiento: el mesianismo; la idea de que la historia tiene un sentido y de que se va a realizar; la idea de que hay una vanguardia que puede decidir por los demás; una naturaleza humana que se puede cambiar por lo que sea. Esto hace al núcleo de la ideología revolucionaria del siglo XX que exige mucho más que una autocrítica, exige un cambio de paradigma. Yo lo que trato de interrogar es una manera de actuar en política, una manera de pensar el modo en que uno puede operar en lo social. 
-En el libro se ve todo el tiempo forzada a aclarar que usted coincidía con los ideales de justicia e igualdad como para dejar claro que su mirada no es de derecha. Ahora, ¿usted cree que esos ideales se podían llevar a cabo sin romper estructuras? 
-A mí me importan dos cosas. Por un lado, no tener un discurso que aparezca como meramente provocador. Yo no desconozco ni reniego de ciertos ideales que nos alimentaron. Nosotros queríamos un mundo más justo e igualitario, eso es verdad. Ahora, la manera en que lo imaginábamos tenía una serie de presupuestos y consecuencias con los que yo, a la luz de la experiencia, desacuerdo radicalmente. La experiencia nuestra pero también la del socialismo en el siglo XX. En Cuba, en la Unión Soviética, en China y en donde sea. Pero si reivindico el mote de «izquierda» es porque ahí hay algo que todavía me importa. Una cierta tradición de una experiencia política que se sitúa en contra de las injusticias, en una igualdad de condiciones… 
-Alguien diciendo lo mismo que usted podría llamarse a sí mismo «liberal» también… 
IDEALIZACIÓN DE CUBA 
-¿Era posible la patria socialista en el Río de la Plata? 
-¿Qué era la Patria Socialista? La Revolución Cubana existió y ese era el gran modelo de la izquierda revolucionaria latinoamericana. Ahora cuando yo miro dónde terminó la revolución cubana me pregunto: ¿era esto lo que queríamos? Si era eso, no. Hace falta ir para atrás y ver qué era ese mundo que imaginábamos. 
-¿Quién era usted en ese momento? 
-Yo tenía entre 18 y 20 años y estaba en las organizaciones de superficie de las FAR y del PRT.
-En esa época ya se había visto a donde conducía la experiencia de la Unión Soviética. ¿Por qué algunos tenían confianza en replicarla? 
-El modelo de esa izquierda latinoamericana eran Cuba y Vietnam y no la Unión Soviética pero es verdad que no había de ningún modo un discurso de crítica coherente hacia la URSS y había una idealización de Cuba cuando, a mitad de los 70, la suerte de la revolución ya estaba jugada varios años antes. Si uno se pone a mirar lo que fue el proceso de concentración de poder cubano todo se jugó en los años 60, y ya para 1970 hay que cerrar mucho los ojos para decir «este es el modelo con el que soñamos». 
-¿Cuándo empezó usted a replantearse las cosas? 
Cuando vino el asalto del ERP (brazo armado del PRT) a Monte Chingolo yo ya sospeché que algo no se estaba haciendo bien. Estaban haciendo un ataque a un cuartel cuando las instituciones estaban débiles. Algo me ponía muy incómoda. 
-Luego dejo de militar antes del golpe con la sensación de que todo se venía abajo… 
-Me quedé unos meses más pero mis padres me presionan muchísimo para que me vaya y ahí sí: entre marzo y diciembre hay una cantidad de amigos míos que desaparecen. Acepté el auxilio de mis padres y me fui a París con 21 años recién cumplidos. Con un espíritu muy anti-golpe, anti-militar y todo eso pero con algo en la cabeza que me hacía ruido. Por una necesidad vital ahí me junté con otros exiliados, en especial con unos brasileños más grandes que yo, entre ellos Marco Aurelio García, hoy mano derecha de Lula. En ese marco es que puedo pensar más. Empiezo a ver cómo era la vida en los países del Este. Leo con frenesí las historias de los disidentes y así se me empiezan a organizar mejor las palabras para lo que yo estaba pensando.
JUSTICIA Y VERDAD
-Volvamos al libro. Usted afirma que detrás del ataque guerrillero al cuartel de La Tablada hay un secreto: un intento de manipulación de la verdad de parte de los guerrilleros de hacer creer que se venía un golpe carapintada, cuando ellos mismos sabían que no era verdad. ¿Ese secreto es comparable a los secretos que Videla se llevó a la tumba? 
-(Hace un largo silencio) La respuesta empieza diciendo que no. Necesito establecer distinciones más que similitudes. Para empezar, no creo que Videla haya tenido reparos éticos para guardar ese silencio. Si uno lee el libro de Ceferino Reato con ese extenso reportaje a Videla, el tipo admite lo más inadmisible. Pero el tema de la Argentina hoy es que si lo decís, y además en voz alta, te van a meter preso por delitos de lesa humanidad. Obviamente tenés un muy buen motivo para no decirlo y para decirte a vos mismo que no lo decís por eso.
-Pero usted cree que había que condenarlos. 
-Yo nunca digo que no hubiera que condenarlos. Y no creo que hubiera escrito esto mismo en el año 85. Esto es algo que me surge durante la reapertura de los juicios, en los años 2004, 2005, donde ahí vos decís «A ver, han pasado veinte años, los militares ya no son un factor de riesgo. ¿Qué es lo más importante para la salud pública de la comunidad política?» Y ahí mi respuesta es diferente de la respuesta que se dio, o por lo menos introduzco un punto de interrogación. A ver: ¿Por qué no pensar si no sería importante salir de la clausura del discurso y de la condena de todo aquel que participó como autor de esos crímenes? Porque también es discutible que todo aquel involucrado sea juzgado en el contexto de crimen de lesa humanidad… 
-Pero hablamos de desapariciones, torturas, robo de criaturas… 
-Lo que sucede en los juicios hoy en Argentina es que ante cualquier sospecha de haber tenido connivencia con esos crímenes se cae bajo esa figura. Así, sin distinción de responsabilidades, se impide que nadie hable. 
-Entiendo que la repercusión de su libro tiene en parte que ver con que muchos han caracterizado al decenio Kirchner por un uso extorsivo de los derechos humanos. ¿Usted lo ve así? 
-Yo no diría eso pero sí que obviamente se hizo una utilización política del tema, lo cual no es ni bueno ni malo sino que forma parte de la lógica de las cosas. Pero sí hubo una apropiación del tema que causó la clausura de cualquier discusión posible y provocó que el análisis de los derechos humanos pasara a ser parte del eje K o anti-K y eso me causa una gran molestia. Quiero escapar a la trampa de que si uno pretende hacer una revisión de los 70 es porque está en contra de la política de derechos humanos de este gobierno, y eso no es así. 
-No hay posibilidad de matices… 
-Y yo quiero introducir matices en todo porque nada debería quedar congelado e impensado bajo la forma de clisés que luego les heredamos a las sucesivas generaciones. Cuando veo la exaltación del 60/70 por parte de chicos que hoy tienen 25 años… A mí me corre frío por la espalda… Como si no hubiéramos podido aprender nada del desastre que vino después. Porque eso llevó al desastre. 
LUCHAR CONTRA LA DEMOCRACIA
-Siendo joven resulta difícil no tener cierto deslumbramiento con otros jóvenes que a los 18 años se proponían cambiar el mundo. La foto del Che Guevara sigue funcionando para muchos. 
-Yo trato de pensar eso en el primer artículo del libro donde analizo cómo se amalgama esa pasión por la acción, esa fascinación por el grupo que uno tiene en ese tipo de situación, con la idea de que uno tiene herramientas para cambiar al mundo desde arriba y, lo peor, que está autorizado a hacerlo. Es cierto que entre los 18 y 20 años hay un gran entusiasmo por las situaciones colectivas donde la idea de cambiar un mundo con el que no se está de acuerdo es muy poderosa. Lo que yo digo es que los que pasamos por ahí tenemos una responsabilidad. Porque aquello que era propio de una edad se amalgamó con la violencia, con la idea de que teníamos derecho a ejercerla y que teníamos derecho a hacer con el mundo social lo que debía hacerse. Me molesta mucho la exaltación romántico-heroica de esa época. 
-¿Por ejemplo? 
-Una cosa que me sorprendió muchísimo de los chicos que estuvieron en La Tablada y que tenían entonces veinte años es que ellos hablaban de los muertos del PRT como que habían luchado contra la dictadura. Y la mayoría fueron presos en ataques contra gobiernos democráticos entre el 73 y el 76. La imagen romantizada es que eran héroes que pelearon contra la dictadura y por eso se comieron la cárcel hasta el 84. Esa es una cristalización de la memoria contraria a los hechos fácticos y que niega que el ERP atacó cuarteles apenas asumido Perón, que había sido elegido masivamente. Esa no fue una acción de luchadores contra la dictadura sino que había una idea de la violencia política legítima que no se corresponde con esa imagen. A ver: todo lo que hacíamos, justamente, era luchar contra la democracia. 
-¿La democracia no era un valor para la izquierda revolucionaria? 
-Para nada. Entonces hay una cristalización heroica que olvida cómo se entendía el mundo en esa época. 
-Usted escribió que la violencia política no existe porque la violencia es en esencia antipolítica. ¿No sería necesario adecuar la definición de violencia en estos casos? ¿Cómo no pensar que un ajuste económico severo como el de España no sea violencia? 
-Cuando yo hablo de violencia política hablo del ejercicio con medios de la coacción física… 
-Cuando alguien se suicida porque no puede pagar su hipoteca como hemos visto en España, ¿cómo se llama? 
-Yo no tengo ninguna duda de que hay situaciones violentas en la vida social. Situaciones insoportables de injusticia. Permítame diferenciarlas de aquellas situaciones de violencia política a través de las armas para lograr un resultado completo. Hago esas distinciones porque, si no, no se puede pensar y tenemos una bolsa con un montón de malos y otra con todos los buenos, y nada es así. El mío no es un discurso pacifista ni antipacifista, es un discurso respecto de qué consecuencias tiene para la política el ejercicio de la violencia. No es lo mismo hacerle un atentado a Hitler bajo el nazismo que atacar el cuartel de sanidad en la democracia argentina de 1973, con Perón elegido por el 60% de los votantes. 
-Esto es contradictorio con su análisis sobre el juez Baltasar Garzón donde usted señala que si extraditaron a Pinochet a pedido de un juez español, por qué de otro país no podrían hacerlo con jefes del IRA (Ejército Republicano Irlandés). ¿Pinochet y el IRA le parecen lo mismo? 
-El problema es si aceptamos que un juez de cualquier país en función de su legislación nacional pueda decidir qué es un crimen de genocidio y actuar sobre la política de ese otro país. Cuando Garzón se las agarra con el tipo que nosotros coincidimos en que es un monstruo, aplaudimos. Pero qué pasa si viene un juez de Inglaterra y dice lo de Mandela y De Clerk en Sudáfrica es ilegítimo, pues los dos tienen las manos manchadas de sangre. Entonces: o convalidamos el principio y ese le puede tocar a los monstruos o a los amigos, o discutimos el principio. Yo elijo discutir el principio.
EL CASO URUGUAYO
-¿Cómo caracterizaría el acceso al poder de un tupamaro como el presidente Mujica? 
-El caso uruguayo para mí es fascinante. Lo digo porque a partir de la Ley de Caducidad entran a jugar principios distintos. El del «demos» en los plebiscitos y referéndums, el principio de la legitimidad parlamentaria, las disensiones, con Mujica diciendo a los legisladores de su partido que voten por una ley con la que él no está de acuerdo… Es todo de una riqueza política extraordinaria y en Argentina no se dio. Hay una diferencia de estilo que tiene que ver con dos culturas políticas muy distintas. Tengo la impresión de que la cultura política uruguaya se instala sobre una región de certezas parciales con principios de diálogo firmes. 
-El ex presidente Sanguinetti dijo que la diferencia con el caso argentino era que en Uruguay «los militares conservaban mucho más poder». Eso llevó a tener la impresión de que Argentina resolvió el tema derechos humanos de forma modélica. Pero en su libro ya no es así. 
-El Juicio a las Juntas es un gran momento de la historia política argentina. Pero las cristalizaciones posteriores tienden a crear un discurso que insiste en la universalización del castigo cuando había otras cosas interesantes para poner en juego. Mi mirada crítica tiene más que ver con los debates que se obturan que con los hechos concretos que se realizan. Y este proceso dificulta muchísimo que se conozca la verdad. 
-¿Usted pide menos justicia y más verdad? 
-Claro, pero no es una cuestión matematizable sino de salud política. Mi barrera es el «Nunca Más». Por debajo de eso, de los horrores que se narran en ese testimonio, no discuto con nadie. Ese es mi límite. 
-¿Comparte esa idea de que debería haber un monumento común para los muertos por la represión y los de la guerrilla? 
-La verdad es que no me interesa ese tema en este momento. Porque es una discusión a la que nadie está dispuesto. Ni los familiares de las víctimas ni las de los victimarios. Es tan revulsivo para ambas partes que cierra todo de nuevo. Obtura. 
-¿Tiene que haber o no una reconciliación? 
-Depende ahí de lo que uno entienda por reconciliación. Yo no le tengo miedo a la palabra, pero sí a que un asesino se abrace a los familiares de la víctima. Si reconciliación es crear una escena donde se escuchen los diferentes discursos, ahí sí. Pero lo otro es espectáculo nomás. 
-Así como usted cree que a muchos represores se les deberían haber ofrecido mejores condiciones para hablar, ¿quedan secretos valiosos del lado de la guerrilla? 
-Cuando yo pienso en eso me refiero a los represores. Pienso en los cuatrocientos y pico de chicos que todavía no se encontraron. Los que saben dónde están los cuerpos y los archivos donde está el destino de los desaparecidos y asesinados. Por eso creo que no todos deben ser juzgados por crímenes de lesa humanidad. Lo que han hecho las Fuerzas Armadas es lo que yo llamo el mal radical. Las fuerzas insurgentes, a su vez, cometieron crímenes pero no fueron el mal radical. Y esta es una barrera que no tiene por qué caer porque nos pongamos a pensar en el mal, así con minúscula, del lado insurgente. Sudáfrica no igualó los crímenes del apartheid y los de quienes lucharon contra el propio apartheid, pero pudieron llegar a algo más cercano a la verdad. 
-¿Con esa ecuación de justicia y verdad sudafricana se puede construir memoria histórica? ¿O se hace lo que se puede? 
-Yo creo que se hace lo que se puede pero que, a veces, se puede hacer mucho.

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