HISTORIAS NAVIDEÑAS. Papá Noel fue asesinado por un salvaje unitario
Navidades
POR LEO KILLIAN
Santa Claus, o Papá Noel, ya no existe. No sé quién lo reemplazó pero el auténtico murió hace casi ciento cincuenta años y está enterrado en el fondo de mi casa.
La casa donde vivo esta en pleno Montserrat, a dos cuadras del convento que conserva viejas cicatrices de invasiones, guerras civiles y otras marcas del odio aun mas recientes.
La casa, que compré para restaurar y reciclar, y con la que finalmente terminamos encariñados convirtiéndola en nuestro hogar; perteneció a una viejita de mas de noventa años a quien conocí ya internada y poco antes de fallecer. Doña Matilde Vigil había vivido toda su vida en la misma y, según me contó, la casa, ya remodelada, había sido ocupada por su familia desde «la época de Rosas». En efecto, el archivo catastral no mentía, los Agüero Vigil habían conservado la propiedad desde 1846, año en que don Esteban se la comprara a otro vecino del barrio, un tal Etchegaray.
Doña Matilde, viendo llegar su hora y sabiéndose la hoja final de la antigua familia me confesó lo que seguramente había sido motivo de culpa y remordimiento durante generaciones.
Hacía ya dos años que el Restaurador había escapado para Inglaterra y la familia de los Agüero Vigil, de conocida militancia unitaria, podía respirar en paz. Las fiestas de navidad volvían a reunir a la familia , y esta vez, sin los temores de otros años. Hasta vendrían los primos de Mendoza, que durante tantos años no se animaban a bajar por Buenos Aires.
En la amplia cocina, la negra Filomena, ayudada por Doña Juanita y sus tres hijas, daban los últimos toques a las empanadas mientras Don Esteban, ayudado por los muchachos y con mano firme se dedicaba a pasar a mejor vida a un lechón, al que habían engordado generosamente durante el invierno y primavera.
El grito vino desde el zaguán, a esa hora apenas iluminado. Leonor, la menor de sus hijas , paralizada por el terror señalaba con el dedo de su manito infantil al enorme individuo vestido completamente de rojo y de enorme barba que acababa de aparecer ante sus ojos.
¡La Mazorca! gritó Miguel, el primero en llegar y pararse frente al fornido grandulón que llevándose el índice a la boca pareció pedirle silencio. Don Esteban se abrió paso entre sus hijos con el trabuco ya cargado. El tiro le atravesó la frente y el gordo cayó fulminado.
Gritos y llantos, corridas y un tumulto generalizado que don Esteban paró en seco. -Silencio carajo, que aquí no ha pasado nada- , gritó, mientras cerraba la pesada puerta de calle. Al llegar a este punto del relato, doña Matilde no pudo evitar el llanto y, a partir de allí, su voz se convirtió en un susurro. Creo haber escuchado que nadie fuera de la familia jamás se enteró de lo sucedido y que las navidades a partir de entonces dejaron de celebrarse. Aquella misma noche, junto a los limoneros de la huerta lo enterraron junto con las bolsas que traía y, que nadie se atrevió a abrir.
Para navidad suelo llevar a mis hijas a Harrods para que conozcan a Papá Noel, pero yo se que se trata de un impostor, un invento de la Coca-Cola, y aunque prometí a doña Matilde continuar con el secreto, no puedo dejar de sonreir cuando lo veo.