Indígenas

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Sincretismos

Martín Rodriguez / Ni a palos 

Conocí Ecuador antes del gobierno de Correa, en octubre de 2005, y con esa fugaz visita más algunas cosas leídas en torno al caído gobierno de Lucio Gutiérrez, se me hizo la idea de un país difícil para tener un orden más o menos estable. Dormí en un hotel junto a la alcaldía donde Lucio permanecía preso. La llegada al poder de Correa dio estabilidad a un país con turbulencias periódicas. Un chiste en Quito es que los hoteles “tienen vista a golpes de estado”. Parte de la inestabilidad se debe a la existencia corporativa de los grupos indígenas en un país cuyo mestizaje, en esa presencia sólida, depende de una alquimia política. La presencia indígena es un dato inevitable, una negociación abierta, una enorme paritaria política y cultural que recorre el espinel de esa nación. Y lo hace de un modo mucho más complejo que el de una melancolía por el “comunismo primitivo” de culturas que fueron arrasadas, lo hace con presencias de peso territorial y corporativo: en Ecuador el tema “indígena” es el punto ciego del gobierno. Un discurso “descarnado” del presidente Rafael Correa del 10 de agosto de 2010 puso en evidencia las “contradicciones de los gobiernos populares” y ajustó algunas cuentas. Dijo: “El secuestro, la tortura son malos, pero si se lo hace en nombre de la justicia indígena, mágicamente se transforman en legítimos, y todo en medio de un sincretismo que llena de tristeza, donde acogen como ancestral las mismas prácticas que utilizaron los patrones para torturarlos. Negociar con las transnacionales, es malo, pero aceptar dinero y consignas de ONG’s financiadas probablemente por esas mismas transnacionales, fundaciones que muchas veces buscan imponernos cosas que nunca lograron en sus propios países mientras intentan evitar que utilicemos nuestros recursos para salir de la pobreza, eso sí es legítimo.”

Pero este es otro país. Un discurso pro indigenista legitimó a favor en el debate argentino de la Ley de Medios, y lo hizo en una realidad nacional donde lo originario se ubica marginalmente y, en esa marginalidad, permite -a lo sumo- una recuperación cultural controlada. La cultura democrática es una cultura de vencidos. En tal caso se trata de una excepción que está ahí, llena de promesas reconfortantes para las aspiraciones culturales de los fans de la otredad, al costo de que a veces estos pueblos le hagan sombra “incómoda” a la expansión sojera. Hace años en una comunidad Huarpe en el municipio de Gral. Sarmiento, en San Juan, la hija de un cacique (sic) que rastrillaba bajo el paraguas de un programa provincial a los chicos de la comunidad que no iban a la escuela (para que sí fueran), comentaba el caso de una familia de la zona que hablaba el huarpe “entre ellos”. Eran campesinos. Una familia. Estaban… “ahí”. En un monte. Es razonable que no se llamaran a sí mismo “pueblo originario”, habían quedado ahí. La lengua (además de integrar) es una “variable” que para un Estado permite demarcar el límite que fija la existencia o no de una comunidad originaria, como si se dijera: son indios los que viven en tolderías. Algo de esa conciencia conservacionista pública tiene eco en la relatividad cultural de la pobreza que habita también en el clero más social: no son pobres, son cristianos en contacto más directo con la divinidad. No son pobres, son indios. Medio mundo en San Juan cree que los huarpes no existen más. Pero resulta que “en un lugar remoto”, cerca de lo que fueron las lagunas de Guanacache, una familia sigue hablando el huarpe. Alguno diría: como un pelotón de japoneses en islas del Pacífico que continúan la guerra, como las tribus amazónicas que le apuntan con arco al helicóptero que los filma, pero también, de pronto, como Bioy Casares en un cuento en el que encontraba el “puente” que une Tigre a Punta del Este, estos “restos fósiles” unen occidente con oriente, pero no de oeste a este, sino desde de un arriba a un abajo. Si para un huarpe la presencia de un zorro en el monte avisa que hay buena cosecha, se debería permitir que en determinado espacio crezca el monte, camine el zorro, se exprese la espiritualidad. Se parece a una mácula de la modernidad. Tiene más olor a “abandono” que a una mina cultural a cielo abierto. El 12 de octubre debería ser declarado el día de la complejidad.

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