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Industrialización o exterminio

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La discusión oculta
Teodoro Boot / Pájaro Rojo

Según un trabajo realizado por un grupo de investigadores y docentes de la montevideana Universidad de la República, Uruguay es el país de la región que más ha conseguido bajar los índices de pobreza, mientras Argentina es el que con mayor eficacia consiguió reducir la desigualdad, lo que si se quiere, es aun más meritorio, ya que habla de un cierto cambio estructural.
Como todos los gobiernos que intentaron desarrollar el país, el actual debe lidiar con los trastornos provocados por una estructura productiva desequilibrada en la que coexisten un sector exportador primario que opera a precios internacionales con un sector industrial de costos más elevados, que, en principio, lo vuelven internacionalmente poco competitivo. Desequilibrio que a lo largo de nuestra historia ha provocado periódicas crisis en la balanza de pagos, limitando de esa manera el crecimiento económico.

¿Por qué? Porque al verse impedido de exportar por falta de escala y competitividad, el sector industrial no puede proveer las divisas necesarias para sostener su propio crecimiento. Estas ingresan por medio del sector primario que, por “tradición” (aunque con intermitencias, ha ejercido el poder prácticamente desde nuestra independencia) y por factores climáticos y ambientales, tiene una alta rentabilidad, aunque una limitada elasticidad (con nueva maquinaria y el personal adecuado no se duplica la cosecha de un año a otro, mientras con nueva maquinaria y el personal idóneo, es posible multiplicar en breve lapso la producción industrial)

Como contrapartida, a lo largo de la historia el sector primario se ha visto sometido a bruscas variaciones de precios y, hasta no hace muchos años, a una constante caída del valor relativo de los mismos.

Debido a diversos factores, esa característica se ha alterado en la última década: los precios de los commodities se mantienen en alza, al tiempo que se registra una fuerte caída en los precios industriales, en parte por razones tecnológicas y en parte debido a la crisis económica internacional. Esta nueva situación es un factor sorprendentemente favorable y al mismo tiempo constituye una peligrosa tentación, la de prescindir de la industria, que fue el camino elegido por la generación del 80 tras una ardua polémica y en circunstancias similares.

Las condiciones para la industrialización

Por razones tecnológicas y fundamentalmente de escala, el sector industrial argentino es en el plano internacional menos competitivo que el primario, pero observemos que mientras el crecimiento del sector primario expulsa mano de obra, el desarrollo y la simultánea diversificación del sector industrial es el único que puede absorberla.

Excepto en el caso de aquella de alta competitividad y dedicada al mercado externo, para reducir sus costos la mayor parte de la industria argentina requiere de dos condiciones esenciales: la ampliación de la infraestructura y el crecimiento del mercado interno, en otras palabras, obra pública y transferencia de ingresos hacia los trabajadores y desocupados, para lo cual hace falta dinero, que podría provenir del endeudamiento externo o de la exportación de bienes primarios.

El endeudamiento es un círculo vicioso del cual resulta difícil salir: como se ha visto desde Martínez de Hoz hasta Cavallo, la Argentina fue incrementando geométricamente su deuda externa… para pagar los servicios de la deuda externa. No sólo no conviene contraer deuda, sino que es imperioso continuar desendeudándose, por lo que la fuente de financiación de la industria debe provenir del sector primario. De ahí las retenciones, que convendría fueran móviles para, dependiendo de las oscilaciones de precios internacionales, proteger o bien al consumidor nacional ante las subas o bien al productor frente a las bajas.

Ahora bien, si la capacidad de expansión del sector primario es muy reducida y la del sector industrial muy alta, el crecimiento industrial nos precipitaría a una crisis de balanza de pagos, pues tanto por su propia debilidad como por resultado de las políticas ejecutadas durante la mayor parte de los últimos 50 años (que intentan ser revertidas por el Ministerio de Industria), la expansión del sector industrial provoca un incremento en las importaciones: por cada punto de aumento del PBI industrial, deben incrementarse 4 puntos las importaciones de insumos y bienes de capital, lo que vuelve al superávit comercial un objetivo central y a la política cambiaria el alma de la política económica y de la política en general: si no se mantiene o incrementa el superávit comercial y no se protegen las divisas, el crecimiento industrial se hace imposible. Y lo mismo ocurriría, y aún peor, si la opción para superar esa restricción fuera el endeudamiento.

Industria ¿sí o no?

Se dirá: pero esto es tan dificultoso que tal vez nos convenga volver a ser “el granero del mundo”, especializarnos en los servicios y dejarnos de jorobar con la industria.

¿Es una opción?

Para algunos sí. Así lo cree, por lo menos, la Mesa de Enlace, y lo dicen aun más explícitamente, sus bases, los representantes de la gran industria exportadora y hasta dirigentes políticos de centroizquierda, como Hermes Binner, aunque tal vez sin saber lo que dice, o más bien de entender las implicancias de lo que dice. Le ocurre a mucha gente, y es en realidad una discusión que el país debe darse en forma imperiosa: ¿Queremos o no queremos tener industria?

La discusión que debe ser explícita y no como viene siendo, soterrada y oblicua, en la que nadie cree discutir lo que en realidad está discutiendo, ya que ante una respuesta por la negativa, la siguiente pregunta sería: ¿Qué hacemos entonces con los 35 millones de personas que sobran? ¿Y quién podrá saber si en ese momento se encontrará entre quienes discuten o entre quienes sobran?

Aun con el absurdo que contiene, esa opción, esa discusión, está en el trasfondo de las discusiones políticas, es su base y su sentido. Veamos sino.

El superávit comercial

¿Cuáles son los lubricantes de la actividad industrial? El mercado interno, las obras de infraestructura, el fomento a las exportaciones, la protección respecto a la competencia externa, el acceso al crédito y la capacitación de operarios, ingenieros y técnicos.

El mercado interno requiere de una masa con dinero en los bolsillos, lo que supone incrementos de sueldos, combate a la informalidad y subsidios directos e indirectos. Luego de eso, la propia actividad provoca su crecimiento, con la aparición de nuevas fuentes de trabajo y el consiguiente círculo virtuoso (“Cuando todos tienen empleo, los salarios suben solos”, afirmaba Perón) y la consiguiente inflación, que en nuestro caso actual es especulativa y por demanda y no monetaria, como se suele decir, ya que la emisión que tiene como propósito financiar la obra pública (otro lubricante) no provoca necesariamente inflación. De todos modos, la peor inflación es la cambiaria, la originada en una fuerte devaluación, ya que ésta deriva inevitablemente en hiperinflación.

Combatir la inflación por demanda es complicado, pues obedece a una regla básica del capitalismo: a mayor demanda, mayor precio. Hay soluciones parciales, como las que se implementan, pero las de fondo o más largo aliento consisten en aumentar la oferta y, fundamentalmente, la cantidad de oferentes, ya que la actual inflación por demanda reconoce otra causa: la concentración económica.

Cuando se pretende combatir la inflación con la tradicional receta de restringir el crédito y el circulante (vale decir, bajar o congelar los sueldos y encarecer los costos financieros), el resultado es el colapso de la industria y el comercio, con la consiguiente pérdida de empleo, el incremento de la conflictividad social y la crisis política. Para ejemplos frescos en la memoria de casi todos, tenemos los desdichados finales de los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa, quien tuvo que lidiar con la crisis terminal del modelo implementado en 1976 y perfeccionado sucesivamente con el Plan Austral y la Convertibilidad.

Para que esos lubricantes existan y funcionen, es conveniente que se mantengan los altos precios primarios, se incremente la exportación (lo que supone la implementación de medidas de fomento específicas), se conserven y en lo posible aumenten las retenciones y se liquiden las divisas. Por el otro, es imprescindible conservar a rajatabla el superávit comercial, aun en el actual marco de recesión internacional, que lleva a imponer trabas a la importación y trae algunas odiosas consecuencias, pero es como abstenerse de respirar cuando se está sumergido en el agua: en tal circunstancia, no respirar es molesto, pero hacerlo resulta suicida.

La política cambiaria

Si el superávit comercial es un núcleo de este esquema, la política cambiaria es su alma. Y ambas se encuentran íntimamente relacionadas.

La actual política cambiaria es simple, aunque difícil de sostener: dólar flotante, regulado desde el Banco Central, al que en principio le sobran divisas para hacerlo. En paralelo, y por todo lo anteriormente explicado, máximo cuidado del saldo comercial favorable, si no puede ser por aumento de las exportaciones, por disminución de las importaciones, aunque con el límite de no afectar la capacidad productiva.

El valor del peso es regulado (aunque siempre hacia la baja) para mantener la competitividad de las exportaciones, primarias e industriales, sin lesionar el mercado interno ni el desarrollo industrial. Si el peso se sobrevaluara, como ocurrió con la convertibilidad, la producción argentina perdería competitividad y lo importado resultaría más barato. La consecuencia inmediata sería la quiebra de la industria y el comercio local, la ruina de los productores agrarios, la pérdida de empleos y un enorme déficit comercial, que sería necesario financiar contrayendo deuda externa, que no habría cómo pagar como no fuera contrayendo más deuda.

Desde noviembre de 2011, inmediatamente después de las elecciones que dieron un amplio triunfo a Cristina Fernández, hay quienes sostienen que el peso está sobrevaluado y que es necesario proceder a una inmediata y brusca devaluación. Sin embargo, no existe ninguna evidencia de que el peso esté sobrevaluado: no sólo se mantiene el superávit comercial sino que el costo de bienes y servicios sigue siendo competitivo, no obstante la inflación y la baja de precios y costos internacionales debido a la crisis (por dumping, sobreproducción, merma del consumo y reducción de salarios y empleo).

Ocurre que la inflación ha sido acompañada por una devaluación gradual pero sostenida. Una reducción brusca, como la que se pretende, provocaría una enorme transferencia de ingresos desde trabajadores, comerciantes, industriales y pequeños productores agrícolas hacia los sectores exportadores, que son los únicos que cobran en dólares y pagan en pesos. Con los demás sucede a la inversa, pues no son sólo los alimentos y los bienes y productos importados los que aumentarían abruptamente de precio: prácticamente todo lo que se produce internamente tiene componentes importados, que encarecerían el precio final.

¿Cuál sería el resultado? El colapso del mercado interno, la ruina del comercio, la industria y el empleo, el incremento de la conflictividad por puja de ingresos y el consecuente aumento de los índices inflacionarios, todos ciclos experimentados por al menos la mitad de la población argentina actual, que lamentablemente, carece de conciencia sobre las causas y efectos de nuestras cíclicas crisis económicas.

Ahora bien, una brusca devaluación, a partir de la cual el país vendería más barato y compraría más caro, evapora el superávit comercial y lo transforma en déficit, obligando al endeudamiento para su financiación, a  no ser que se reduzcan las importaciones mediante el cierre de industrias, con sus inevitables consecuencias.

Lo que se discute cuando se discute otra cosa

Como ya se ha dicho, el superávit comercial, el nivel de actividad y el crecimiento económico demuestran sobradamente que la estrategia cambiaria y el actual tipo de cambio son adecuados. Sin embargo, desde hace casi dos años la Argentina viene soportando una fuerte embestida devaluacionista compuesta de múltiples y simultáneas estrategias, que fueron desde la fuga de divisas (que de proseguir hubiera precipitado una crisis en la balanza de pagos, y dio origen a la restricción cambiaria) hasta la construcción hasta ahora más mediática que real de un dólar paralelo.

Hasta el momento, el gobierno y las autoridades monetarias se mantuvieron firmes y soportando la embestida lo mejor que les ha sido posible, no obstante errores e improvisaciones. Debido a ello, la presión devaluacionista adquirió características cada vez más políticas, lo que ha sido muy evidente en la última marcha opositora, en cuyas consignas habían desaparecido las “reivindicaciones” económicas que aparecían como leit motiv de los anteriores cacerolazos.

Desde ya, si el gobierno y las autoridades monetarias no pudieran soportar esta ofensiva y se vieran obligadas a ceder, se precipitaría a un final tan crítico, anticipado y conflictivo como el de los gobiernos de Alfonsín y De la Rúa, ya que la brusca transferencia de ingresos, vale decir, de la apropiación por parte de un sector de la riqueza creada a lo largo de los últimos años, provocaría una altísima conflictividad social.

De ese modo, los argentinos seguiríamos sin abordar con claridad la discusión central (“¿Queremos o no queremos tener una industria nacional?”) y, sin saber cómo ni cuándo ocurrió, nos encontraríamos sumidos en otra de las recurrentes crisis que han impedido nuestro crecimiento económico.

Esto es lo que está detrás del presente conflicto entre “oficialismo” y “oposición”, sin que buena parte de los oficialistas y opositores sean conscientes de qué están discutiendo y cuáles son las posibles consecuencias de sus palabras y sus acciones.


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