Jóvenes poetas

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Forn es preciso al señalar el incómodo lugar de los jóvenes poetas. Un lugar que a mi siempre me horrorizó, por lo que fuera de algunos versos desesperados que escribí cuando estaba perdidamente enamorado de Claudia García Iruretagoyena y no era correspondido, no volví a incurrir jamás en el vicio de escribir poesía por justificado temor al desmadre mariconil. Sin embargo tanto mi abuelo Constantino como mi hermano Luis fueron poetas, y de los buenos. Mi abuelo escribía largas historias en sonetos; influido por mi Tío Fernando (infante de marina hipergorila pero también dibujante, pianista y dramaturgo) mi hermano debutó de niño con un poema contra Fidel y luego escribió decenas para borrar ese antecedente. Era muy pero muy bueno. Estando en el exilio barcelonés y él en la U-9 de La Plata, co; mi mpilé un libro suyo de poemas escritos en la cárcel al que títule acaso sin mucha originalidad De pájaros y paredes, libro que a mi pedido prologó Eduardo Galeano. Una vez en democracia y fuera de la cárcel Luis no quiso publicarlo ni mostró interés en seguir escribiendo poesía. Fue y es una lástima pero entiendo sus razones. Están en esta maravillosa nota, y sobre todo en la malidicencia de Faulkner que Forn cita. En síntesis: temor a sucumbir al narcisismo. Se me hace que algo así le sucedio a Forn y que los últimos versos, aunque no lo diga, han de ser suyos. De cuando era un jóven poeta. ¿Me equivoco?  

El poeta en ciernes

Por Juan Forn / Página 12
Pasé el otro día al lado de un joven poeta. Estaba en una de las mesas de afuera de un bar, sentado con otro y con un par de chicas que lo escuchaban. Alcancé a oír parte de una frase nomás, ni siquiera las palabras, sólo la entonación, pero eso bastó para que sintiera en la espalda el escalofrío de la familiaridad. Como campanadas en mi cabeza resonaron las viejas consignas: «El que quiere nacer debe destruir un mundo», «Di tu palabra y rómpete», «Si puedes vivir sin escribir, no escribas». Y su perfecto anverso: las horas interminables frente al espejo hasta finalmente ver lo que uno buscaba en su cara y entonces repetirse a sí mismo hasta convencerse: «Soy un gran poeta, siento lo que otros no sienten». Las chicas eran feas, el otro pibe de la mesa era de telgopor, pero él, el joven poeta, estaba en otra película: él era Rimbaud definiendo los colores.

El poeta en ciernes, así lo llama Auden, y es la definición perfecta: el que cree (como se cree a esa edad, con furia) que poeta no es aquel que meramente escribe versos sino aquel que está llamado a escribirlos. Aquel que cree que sólo un poeta puede reconocer en otro poeta esa llamada, porque sólo un hermano es capaz de reconocer en otro la marca secreta de su estirpe. Pero al mismo tiempo quiere ser único: no único en su especie, porque todo poeta en ciernes quiere pertenecer a una estirpe, a una estirpe sagrada. Pero sí único en su época, en su tiempo: encarnación solitaria de esa estirpe que da sólo un ejemplar por generación (Auden de nuevo: «Un joven poeta no puede leer un libro de poesía sin comparar esa obra con la propia. Sus comentarios mientras lee son los siguientes: mi dios, mi bisabuelo, mi tío, mi enemigo mi hermano, mi hermano idiota»). Después viene la vida y entendemos eso que decía Jaime Gil de Biedma: que en la juventud lo que más le interesa a uno de uno mismo es lo que cree tener de único y con el tiempo descubre que lo más interesante es lo que tiene de común con los demás. Joseph Brodsky lo dijo a su manera: la primera etapa de un poeta es aprender a ser él mismo, y la segunda etapa es aprender a no serlo.

El problema del joven poeta es que rebasa de consignas y tiene que cumplirlas todas (el que quiere nacer debe destruir un mundo, di tu palabra y rómpete, si puedes vivir sin escribir no escribas). Así que decide que no puede vivir sin escribir, y dice su palabra, a ver si se rompe, a ver si destruye un mundo. No hay escena más temible para un joven poeta que el triste dolor de no haber sido, que atraviesa la vida y la muerte de los malos poetas, esa legión innumerable de quienes publicaron un libro y después otro y años más tarde otro y otro y otro más, y mientras tanto no les quedó más remedio que ser otra cosa, y al final no fueron ni serán en la memoria colectiva más que esa pobre otra cosa, es decir nada («Poesía, mala yegua que me has acompañado a traición todos estos años»). Mucho menos temible le resulta al poeta en ciernes la suerte de aquellos que encontraron su palabra, y la dijeron, y se rompieron, literalmente. El Humboldt de Bellow, envenenado con el mundo porque ya no escribe más como supo escribir, cuando estuvo «habitado». Y se desquita con el mundo (y en particular con el Charlie Citrine que es Bellow en esa novela) porque sabe que es eso o morirse: sólo le queda morirse, lo que tenía que decir ya lo dijo, no le queda más que decir. Todo joven poeta que lee ese libro se fastidia y mira al techo tal como los poetas jóvenes miran furibundos a los poetas viejos, como diciéndoles: ¿por qué no te morís de una vez? (el imberbe Klaus Mann a su padre Thomas: «Me dicen que el hijo de un genio no puede ser él mismo un genio. De manera que no eres un genio, padre»).

Kundera, en sus novelas checoslovacas, convierte al joven poeta en delator: en el Estado totalitario, el que no sabe callar es el bocón por excelencia. Bolaño aprende la lección y le hace decir a uno de sus lampiños visceralistas: «Hoy no pasó nada y si pasó algo mejor callarlo, pues no lo entendí» (ese mismo personaje ha confesado en su diario, pocas líneas antes: «Llevo escritos 55 poemas, son 76 páginas, 2453 versos, ya podría hacer un libro, mi obra completa»). El serbio Charles Simic dice que un joven poeta es un realista que aún no ha decidido qué es la realidad. El peruano Antonio Cisneros dice que el joven poeta es el rey de los pálpitos: tiene uno por minuto, aunque la mayoría sean errados o los interprete mal (por eso no hay joven poeta que no tenga al menos una estrofa que no parezca suya, de lo asombrosamente bien que suena). El viejo Faulkner dijo, cuando recibió el Premio Nobel, que el que no puede escribir poesía escribe cuentos, y el que no puede escribir cuentos escribe novelas, o que al menos ésa era la historia de su vida (aunque a la hora de los brindis posteriores a su discurso, y ya convenientemente etilizado, agregara: «El problema de los jóvenes poetas es que aman su caligrafía como el olor de sus propios pedos»). En un poema extraordinario titulado «Cartita rosa a Amado Nervo», José Emilio Pacheco primero le prende fuego y después le dice: «No te preocupes si sonreímos con tus versos dolientes / y nos sentimos hoy por hoy superiores / Tarde o temprano vamos a hacerte compañía».

Mejor que googlearse en Internet, todo escritor debería dejar cada tanto salir de su mazmorra al Joven Poeta Que Fue. Abrirle el candado, dejarlo corretear un poco entre los muebles, contemplar la suma de defectos que es esa criatura informe que renguea, babea, choca contra todo y no aprende nada de esos golpes, sigue girando en círculos con los ojos desorbitados y una energía loca que da escalofríos y risa y sorna y compasión al escritor, y le sirven para recordar ciertas cosas que necesita recordar, y cuando eso ocurre arrea de nuevo a su mazmorra al Joven Poeta Que Fue y le apaga la luz y vuelve a su silla a escribir como es debido, mientras en otro rincón de la ciudad, en ese mismo momento, un poeta en ciernes acierta sin querer uno de sus mil cuatrocientos cuarenta pálpitos diarios y escribe: «Estoy bajo el agua, los latidos de mi corazón producen olas en la superficie»; «Soy insomne, hasta en mis sueños más profundos estoy despierto»; «La tierra es azul como una naranja».


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