LA BATALLA CULTURAL, FÚTBOL e INDIVIDUALISMO: Nostalgias de los picaditos en playas y potreros

Me encantó este comentario de Daniel Cecchini. Postales similares a ésta son motivos de conversaciones con gentes tan aguda como, por ejemplo, Omar Quiroga. Cuando éramos pibes y decidíamos desafiar a una pelea a tipos más grandotes y rudos, lo hacíamos sabiendo que más temprano que tarde habría adultos que nos separarían y el abusador ya no volvería a meterse con nosotros. Entonces cualquier adulto tenía la autoridad suficiente como para reconvenir al más grandote que no debía pegarle a pibes notoriamente pertenecientes a categorías menores y nunca, jamás de los jamases, a quien hubiera caído al suelo. Y si uno iba a jugar al fútbol a un barrio donde los locales, embravecidos por el aliento de su público, le descerrajaran una patada artera a uno de los nuestros, todos nos apiñábamos para alejar al agresor al precio que fuera. Los tiempos han cambiado, las redes antisociales han ganado, y el individualismo extremo parece haberse impuesto. Cuando dos pibes se agarran a piñas en un partido de fúltbol, los demás, la mayoría, hacen corro y no intentan siquiera separarlos. Y si es en la calle, los filman con sus celulares. Y la mayoría de los adultos considera que si no se trata de sus hijos o nietos, no deben intervenir. Considero que dar vuelta la taba en este aspecto que es tan o más importante en lo micro como parar la ofensiva capitalista de Milei. Escuchen a Daniel:

La canchita de la playa o la agonía de lo colectivo

Los pibes juegan de a dos y se turnan para patear y atajar en uno de los arcos. Del otro lado – en el otro arco – tres pibes juegan el mismo juego. Los dos grupitos no interactúan, diría que ni se miran, como si la línea imaginaria del centro de la cancha fuera un muro infranqueable.
El municipio de Puerto Madryn tuvo la feliz idea de armar unas lindas canchitas de fútbol en algunas de sus playas. No son cualquier cosa: tienen unos arcos metálicos pintados de amarillo con redes y todo.
Con eso ha logrado dos cosas: tentar a los pibes para que se junten en un espacio determinado, donde no tienen que gambetear sombrillas ni carpas para jugar a la pelota, y a la vez, evitar que jodan al pobre cristiano que va a la playa para tomar sol y compartir unos mates en familia o con amigos.
Me instalé cerca de la canchita con la esperanza de ver un partido de pibes y al rato me di cuenta de que la escena que cuento al principio se iba repitiendo. Es decir, de un lado y del otro de la cancha, los pibes se ignoraban.
Cuando un par de pibes se iba de uno de los arcos, cansados de patear y atajar, aparecían otros dos o tres para hacer lo mismo en el arco desocupado, mientras que del otro lado otros dos o tres seguían en lo suyo, sin fijarse siquiera en el cambio.
En una o dos ocasiones, dos pibes que llegaron con una pelota se sentaron a un costado de la canchita y esperaron que otros terminaran para ocupar su lugar. Ni ellos pidieron jugar, ni los que estaban jugando los invitaron a compartir su juego.
Estuve dos horas mirando, sorprendido. Será porque estoy por cumplir 68 pirulos y de chico lo que más me gustaba era juntarme con otros pibes para armar picados en la plaza de Tolosa, que la escena que se repetía me resultó casi dolorosa.
En el barrio nos juntábamos para jugar partidos y cuando aparecía alguien nuevo por la plaza se lo invitaba también a jugar. Ni se le preguntaba el nombre.  Se lo invitaba así: Gordo (si era gordo) o Flaco (si era flaco) o Verde o Azul (si llevaba remera de ese color), ¿querés jugar?
Ni hablar si vestía la camiseta de algún club. Entonces era “Che, Gimnasia, o “Che, Estudiantes”. Los sumábamos y recién después del partido, cuando terminábamos desparramados sobre el pasto agotados de correr atrás de la pelota, nos enterábamos de que se llamaba Juan o Pedro, de que se había mudado recién o estaba visitando a una tía, alguna información personal.
Interactuábamos. No es que se incorporara al nuevo con derechos plenos al grupo, porque para eso era necesario tiempo e historia compartida, pero ahí estaba como uno más, bien recibido.
Todo esto para decir que la escena repetida de la playa –esa de las parejitas de pibes jugando en dos arcos diferentes– refleja lo que nos está pasando como sociedad.
Las redes sociales (las de verdad, no las informáticas) están prácticamente destruidas, se ignora o se rechaza a los otros, se vive una agonía de lo colectivo que esos pibes jugando encerrados en si mismos en la canchita de la playa muestran sin saberlo con toda crudeza.
Antes, la pelota –una sola pelota- juntaba, reunía, hermanaba. Hoy cada uno quiere su propia pelota para no tener que compartir nada.

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