La historia argentina ridiculiza a los racistas

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Por Juan Salinas / Télam

Todos somos racistas en la medida en que somos prejuiciosos. Es este un racismo vulgar, poco sofisticado, que normalmente se diluye a medida en que salimos de nuestro clan, de nuestra aldea, de nuestra ciudad. A medida que recorremos, el país, la región, el mundo.

Pero existe otro tipo de racismo, mortal, que atenta directamente contra la sobrevivencia de la especie, que es tan letal para ella como el incesto sistemático, el canibalismo y la coprofagia.

Porque «va para atrás», porque reniega de la diversidad biológica, porque aboga por el enclaustramiento y la regresión, por el incesto. ¿Dónde hay más pureza racial que en las monarquías endogámicas?

Porque desemboca en el suicidio y en el genocidio, en la supresión del diferente en aras de la conservación del status-quo. Porque es antagónica con la mera noción de «Derechos humanos».

Es muy poco serio ser racista en un país cuya capital (y antes la ciudad de Santa Fe) fue fundada por un vasco afincado en Asunción del Paraguay que inició su expedición con 75 indios guaraníes, 80 «mozos de la tierra» (es decir, hijos de español e india) y apenas 9 peninsulares.

Aquella aldea con pretensiones, llamada originalmente Santísima Trinidad (Santa María de los Buenos Ayres se llamaba el puerto, en homenaje a la aldea fundada por Pedro de Mendoza con el nombre de Nuestra Señora del Buen Ayre) fue colonizada originariamente por unas 200 familias de indios guaraníes y apenas 76 de criollos y peninsulares.

Y, dicho sea de paso, cunde la fundada sospecha de que una gran cantidad, acaso la mayoría, de los peninsulares eran «marranos» (judíos que se habían convertido forzadamente al cristianismo para evitar su expulsión) españoles y portugueses.

Es poco serio ser racista en un país cuyo primer «presidente», el presidente de su primera junta de gobierno, fue el potosino Cornelio Judas Tadeo Saavedra, es decir, un nacido en la Bolivia actual, ya que Bolivia es un invento posterior. Como la Argentina.

Es muy poco serio proclamar lemas racistas en un país cuyo héroe máximo, José de San Martín, fue hijo natural de Diego de Alvear y una india guaraní, Rosa Guarú (y por lo tanto hermanastro de Carlos María de Alvear, su compañero en la logia Lautaro) como ha demostrado el historiador Hugo Chumbita, autor de «El secreto de Yapeyú», y reafirmó el extinto polígrafo liberal Ignacio García Hamilton.

Al llegar a Buenos Aires a los 33 años, San Martín mismo había sido objeto de racismo. Tanto por su aspecto de «tape» o «indio misionero» (sic) como porque habiendo pasado un cuarto de siglo casi siempre en las provincias andaluzas de Jaén y Málaga, su castellano era tan algarabiado como el de un cantaor flamenco.

San Martín no debía hablar mucho más claro ante los oídos de los primeros porteños que Ángela Molina ante los nuestros.

Es bien poco serio exhibir racismo en un país cuyo líder político más importante del siglo XX, Juan Perón, fue hijo natural de una india tehuelche, Juana Sosa, por cuyas venas también corría un poco de sangre quechua, tal como demostró el médico Hipólito Carmelo Barreiro en su libro «Juancito Sosa, el indio que cambió la historia».

En ridículo proclamar supuestas supremacías raciales en un país dónde, según una muestra de análisis de ADN mitocondrial, más del 60 por ciento de la población tiene algún porcentaje de sangre aborigen.

Es fácil de comprobar que hay un racismo vulgar amplificado por los medios. Hagamos, por ejemplo, una prueba empírica: ¿Pensemos cuántos indígenas de la comunidad La Primavera de Formosa murieron a manos de la policía? ¿Dos? ¿Uno? Bien, tengo entendido que murió uno solo, que el otro sigue viviendo, aunque sigue muy grave. Los medios los mencionan muy poco, casi nada. ¿Cúales son sus nombres? A ver… Roberto López y Sixto Gómez. ¿Y cuál es el muerto y cuál el herido grave? ¿Lo sabe? ¿No? Otro sería el cantar si los muertos en vez de ser indios hubieran sido blancos de clase media.

Pero en términos generales, el racismo local es esencialmente (y dudo que seamos demasiado originales) una forma brutal de clasismo. El «Negros de mierda» surgió como reacción al rápido ascenso social de la clase trabajadora autóctona.

«Tuvimos cuatro o cinco años de fiesta y nunca nos perdonaron» sintetiza Gonzalo Chávez, en referencia al período 1946-1950, durante el primer gobierno de Perón.

El antiguo sindicalista perseguido por la Triple A (que mató a su padre y a un hermano) y estuvo largos años preso durante la dictadura, se refirió así a la brutal reacción de odio por el ingreso a la condición de ciudadanos de una vasta masa de nuevos trabajadores, la mayoría de los cuales tenía piel morena que impulsó a aviadores de la Armada y la Fuerza Aérea a bombardear la Casa Rosada, la Plaza de Mayo y sus alrededores con un saldo de más de 300 civiles muertos y más de mil heridos, muchos de ellos mutilados.

Posiblemente dónde más se haya verificado este fenómeno haya sido en Mar del Plata, que hasta el peronismo fue un balneario casi exclusivo de las clases medias y altas, y que en los años reseñados se convirtió rápidamente en una ciudad organizada para el turismo de masas y la democratización, vulgarización si se quiere, de lo que hasta entonces eran placeres exclusivos.

Que los peones de campo tuvieran un estatuto y se atrevieran a mirar a los ojos a sus patrones para exigirles el pago del aguinaldo; que las «sirvientas» hicieran lo propio y pidieran insistentemente «blanquear» y legalizar su situación (dando por descontado que, de recibir una negativa, podían denunciar la defección ante la Justicia) son escenas que enloquecieron a oligarcas, parvenús y mediopelo.

Desde entonces, un racismo rampante baja de los medios a las grandes audiencias, pero por lo demás, nada nuevo parece haberse inventado. Entonces se decía de los «cabecitas negras» que hacían asados con el parquet de las casas que el Gobierno les había adjudicado. O que usaban las bañaderas para plantar papas. Cosas así.

Los «cabecitas» eran los argentinos del interior de sangre indígena que habían abandonado el campo para establecerse en los suburbios, a veces en auténticas «villas de emergencia», pues aún las villas no se habían convertido en destino casi siempre definitivo.

Los racistas criollos no suelen ser imaginativos ni sofisticados. Hoy cosas similares se dicen de nuestros hermanos bolivianos, paraguayos y peruanos.

Cometen este delito (el racismo lo es), dicen, porque les parece inaudito que haya una «invasión» de migrantes de las naciones vecinas. Pero lo cierto es que no hay invasión alguna ni sus grandes constructoras podrían funcionar sin las disciplinadas cuadrillas de albañiles bolivianos y la habilidad de azulejistas y encofradores paraguayos. Ni sus industrias textiles sin los tejedores bolivianos que siempre que pueden oprimen sometiéndolos a un régimen de semiesclavitud.

Cuanta hipocresía.

La explosión de racismo y xenofobia que se produce estos días, alentada por políticos y comunicadores tan canallas como irresponsables, utiliza el lenguaje del racismo vulgar, pero a poco que se lo confronta, o bien se diluye en la trivialidad (lo que sucede la mayoría de las veces) o muestra su auténtico rostro. Aquel que proclama: «Para mantener inconmovible el orden social, si es necesario, ejecutaremos un nuevo exterminio».

Que la boca se les haga a un lau.

http://www.telam.com.ar/vernota.php?tipo=N&dis=1&sec=1&idPub=206734&id=392878&idnota=392878


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