La insolencia de los usos y costumbres menemistas. Un angustiado pedido de respuesta política
Acompaño en el sentimiento al -para mi- desconocido autor. Por suerte no estuve en el Frepaso. Lo intenté, pero no tardé demasiado en comprender que Chacho y compañía no querían debatir con compañeros sino hacer la propia inconsulta de la mano de los medios. Y me alegré de que no me aceptaran cuando Chacho se fue sin impugnar el contenido de la infame Ley Banelco. Respecto a lo que dice Mendieta, no se trata solo de Fariña. El kirchnerismo tiene todavía unos cuantos personajes que son, se los mire por dónde se los mire, hechura del menemismo. Y al igual que sucede con la corrupción, su ostentación de bananez rastacuer impertérrita desmoraliza a muchos militantes de corazón que se preguntan ¿Cómo mi gobierno puede tener en altos puestos a pejertos semejantes?
Por Bruno Bimbi I El Frepaso nos hizo muy mal. Es triste decirlo, porque empecé a militar en el Frente Grande cuando estaba en el colegio secundario, y fue mi partido durante casi diez años. Pero hoy creo que nos hizo mal, muy mal. Y todavía pagamos las consecuencias.
En el sitio letra P I Gracias al Frepaso aprendimos, primero, a confundir la ética con la política — y aclaremos, antes de que oscurezca, que con eso no quiero decir que haya que dejar la ética de lado para hacer política, muy por el contrario, pero el Frepaso nos hizo confundir una cosa con la otra. Terminé de entender el origen de esa falacia cuando Carrió, hace unos años, dijo que había que unir a los honestos de izquierda y de derecha, liberales y socialistas, porque lo importante era el «contrato moral». Ahora creo que Lilita fue el último aliento del post frepasismo; exagerado, sobreactuado y un poco delirante, como todo en Lilita, pero frepasismo al fin. Porque la idea de que lo que divide aguas en la política (y en la definición de un proyecto de país) es apenas la honestidad, sin importar las ideas, es el colmo de la no-política que el Frepaso ayudó a instalar en el «progresismo» argentino. Y es una mentira enorme.
Imaginemos a un funcionario honesto. No importa si es presidente, ministro, diputado o juez. Un funcionario ‘honesto’ en el sentido de que no roba, no se lleva a casa más dinero que el de su salario, no contrata a sus parientes y amigos sólo por serlo, no usa su función para favorecer a determinadas empresas con negocios en el Estado, no hace nada fuera de la ley, y termina su mandato más pobre de lo que era. ¿Alcanzaría eso para votarlo, para militar con él? ¿Alcanzaría su honestidad para hacer del país, la provincia o la ciudad donde ejerce su función un lugar mejor para vivir? Decir que sí sería como pensar que basta una buena ortografía para hacer literatura. La política es la lucha (en democracia, pacífica) entre diferentes visiones de mundo, entre diferentes proyectos de futuro colectivo, y no apenas un mecanismo para seleccionar administradores incorruptibles, que debería ser apenas un prerrequisito — aunque sabemos que, en la práctica, nunca lo fue. Si no, elegiríamos a los gobernantes por concurso público, analizando su currículum, investigando sus antecedentes y tomándoles examen, y no votando.
Nuestro funcionario honesto ficcional podría ser, también, un empleado fiel del estatus quo, un cobarde incapaz de enfrentarse con inteligencia a los poderes fácticos en beneficio de las mayorías, un conservador obscurantista que ponga en peligro los derechos y libertades de las minorías, un administrador probo pero ineficiente, sin condiciones para manejar la economía, un autoritario mesiánico, un fanático del pensamiento neoliberal que nos abandone a nuestra suerte en la jungla capitalista y aniquile las defensas del Estado y sus funciones más elementales, un xenófobo, un racista, un homofóbico, un nostálgico de brigadas perdidas de otro tiempo cuyo dogmatismo le impida entender el presente, un bruto con carisma pero más peligroso que mono con navaja. O nada de eso pero, simplemente, un tipo que defiende un proyecto de país con el que no estamos para nada de acuerdo, sin por ello dejar de ser, en el sentido más estricto del término, honesto.
Puede ser honesto y ser, sin embargo, todo lo que no queremos.
Y aun su «honestidad» podría ser cuestionada, a partir de otras concepciones políticas de la ética. Lilita ponía como ejemplo de liberal honesto a Ricardo López Murphy, que probablemente nunca haya robado dinero público — no lo sé, pero supongamos. Sin embargo, ¿qué clase de ética es la del que trabaja como intelectual orgánico y operador político de los intereses de unos pocos que tienen demasiado, sin importarle el destino de millones sin casi nada a los que condenaría sin pensarlo dos veces a la falta de un futuro digno? ¿Qué honestidad tiene el tipo que en veinticuatro horas en el Ministerio de Economía casi acaba con la universidad pública? ¿Nuestra ética se limita apenas a no robar, y que los pobres sigan siendo pobres y los oprimidos sigan oprimidos? ¿Tan baratas son nuestras utopías?
Además, ¿de dónde sacamos que es posible trazar una línea que divida la política en honestos y deshonestos coincidiendo con las fronteras de los partidos, como si la corrupción fuera un fenónemo exclusivamente político? ¿Los políticos vienen de Marte en un plato volador? No. Son del país que somos.
El honestismo, como lo llama Martín Caparrós, fue un discurso eficaz durante el menemismo por dos razones: porque el menemismo era tan escandalosamente ladrón y mafioso que irritaba, daba asco y vergüenza, y porque había una mayoría que, aun sabiendo que se estaban robando hasta los ceniceros, creía que sus políticas económicas eran correctas o, al menos, que cambiarlas sería más peligroso que continuarlas. Menem, Neustadt y compañía habían ganado una batalla cultural e ideológica y habían convencido a la mayoría del país de lo que Álvaro Alsogaray no pudo, lo que les permitió hacer las reformas económicas estructurales que ni la dictadura había conseguido. Que nos hicieron mierda. Y el Frepaso, apurado por llegar al poder, no quería entrar en ese debate. Chacho era un cagón. Entonces le propuso al país un «contrato moral» que no tocara la convertibilidad ni cambiara la distribución del ingreso. De ahí fuimos a la Alianza, Agulla hizo una buena campaña, y así nos fue. Como frutilla del postre, lo más patético del frepasismo fue Chacho renunciando a la vicepresidencia porque habían comprado votos para aprobar una ley contra los trabajadores, pero sin cuestionar la ley ni defender a los trabajadores — la forma sobre el fondo. Y volviendo, después, para traernos a Cavallo. Que de honesto, dígase de paso, no tenía nada.
El honestismo, además, era mentira, tan mentira como la ilusión de que la corrupción es «de derecha», aunque para muchos de nosotros la honestidad fuera parte de nuestra concepción de lo que es ser de izquierda. Recuerdo cuando ganamos la intendencia de Avellaneda y, mientras algunos pensábamos que era la Revolución Sandinista, otros ya se imaginaban más ricos que Daniel Ortega unos años después. Recuerdo a un secretario que llegó al acto en el que asumió manejando una 4×4 imponente —tan menemista— que se había comprado unos días antes de asumir, reemplazando al Renault 12 con el que lo conocimos cuando tenía el pelo largo. Recuerdo a otro concejal de pelo largo que cantaba canciones de Mejía Godoy en las peñas del partido y dos años después había dejado de ser «el flaco» para ser «el gordo», se había cortado el pelo y vestía trajes de empresario. Y votaba todo lo que tuviera que votar para comprárselos. Como cantaba Cazuza: E aquele garoto que ia mudar o mundo / Mudar o mundo / Frequenta agora as festas do «Grand Monde».
Ahí el Frepaso nos hizo mal otra vez, porque era todo falso. No había ética, ni siquiera honestista. Lo que importaba era el poder, que se justificaba, ahora, con política: «el proyecto». Muchos empezaban a relativizar la honestidad, porque el fin justificaba los medios. Nuestros aliados radicales eran más ladrones que el menemismo al que habíamos combatido por ladrón, pero no importaba, nos decían para justificar la alianza, porque los necesitábamos para ganarle. Y nuestros compañeros «progres» aprendían a un ritmo cada vez más acelerado las reglas de juego. Y les gustaban. Para muchos de ellos, los que no entrábamos en ese juego éramos unos ingenuos, unos boludos.
Nos decíamos que era un gobierno «en disputa». Y es cierto que había mucha buena gente haciendo cosas muy valorables, siendo fieles a sí mismos. Hay que dar la pelea desde adentro, pensamos; luego nos debatíamos entre quedarnos o irnos a medida que nos dábamos cuenta de que se estaba yendo todo a la mierda. También estaba la inercia, el miedo al fracaso, la necesidad de dar la pelea para no reconocer que había salido todo mal, la omnipotencia, la excesiva confianza en nosotros mismos. Y la ingenuidad que hoy justificamos porque teníamos veintipico. Algunos hicieron carrera y se hicieron ricos — y hoy son kirchneristas, del FAP, lilitos, peronistas federales, radicales, hasta del PRO, pero aquí o allá tienen un carguito en algún lado. Otros nos encerramos en el pedacito de poder que nos tocaba, militando veinticuatro horas por día y tratando de ser fieles, ahí, a nuestra ética y a nuestro proyecto político, que no dejaba de ser micropolítica. Nos sirvió para aprender. Hasta que al final terminamos yéndonos decepcionados, a casa o a militar en otros espacios: los derechos humanos, el movimiento LGBT o la sociedad de fomento del barrio, asqueados de la política partidaria, porque ya no le creíamos a nadie; todo nos parecía cínico. Pagamos cara esa decepción. Muchos no volvieron a militar.
Y ahí llegó el kirchnerismo, que nos sedujo después de ganar unas elecciones en las que no lo votamos, porque tampoco le creíamos nada. Llegaba de la mano de Duhalde, ¿cómo le íbamos a creer? Pero, de repente, Kirchner pateaba el tablero, desafiaba los límites de lo posible y hacía, desde el peronismo y aliado con muchos de los que siempre fueron nuestros enemigos, mucho de lo que nosotros hubiésemos querido que el Chacho se animara a hacer; y más. El kirchnerismo hacía inclusive lo que jamás hubiésemos soñado, lo que parecía imposible. No lo podíamos creer. Y nos enamoró.
El kirchnerismo no nos proponía honestismo, sino mucha política. Toda la política que el Frepaso nunca nos dio, pero de arriba para abajo y sin chistar, con ladrillo y con bosta, como decía el General. Nos interpelaba poniendo en práctica lo que la cobardía política del progresismo de los noventa creía imposible, utópico, irresponsable. Nos mostraba que se podía, que no era el fin de la historia, que venían otros tiempos. Pero su manera de construir poder y su círculo de amigos nos alejaban. Acompañábamos desde afuera o asomados, sin ser parte del todo, pero entusiasmados.
Con ladrillo y con bosta, el kirchnerismo hizo muchas cosas que nos enorgullecen; lo digo en tiempo presente. Las hizo sin nosotros y le ganamos respeto. Y para algunos, eso empezó a ser suficiente para olvidarse de aquella primera ética básica y mirar para otro lado ante muchas cosas. Y meterse del todo. No importa si roban. Roban pero hacen lo que nosotros no supimos. No importan los mamarrachos institucionales, no seamos puristas. Las reacciones de muchos compañeros a los que aprecio y respeto frente a las denuncias de corrupción en el gobierno —y las dudas que a mí mismo me generan a veces— parecen una revancha contra ese error fundacional del frepasismo. Hay que bancar el proyecto, porque si viene la derecha de nuevo hace mierda lo que conquistamos en estos años en los que por fin conquistamos algo. Y ese algo existe, no es una promesa vacía. Hay muchas cosas que están mal, pero también hay un país mejor en muchos sentidos, al que queremos defender. El piso y el techo, decía Sabatella, uno de los mejores de los nuestros, hasta que lo encuadraron y, como Chacho, nos dejó huérfanos.
O bancás todo sin chistar o te vas a la vereda de enfrente, y Martín decidió bancar todo.
La «oposición», mientras tanto, hace frepasismo desde el otro extremo ideológico. Carente de proyecto de país y de un discurso convincente sobre cualquier cosa, disponibles para defender los intereses del mejor postor, juegan al honestismo con la misma falsedad con la que el Frepaso hizo la alianza con la UCR para echar a Menem. Su honestismo es más falso que billete de tres pesos. De Narváez hablando de la corrupción kirchnerista es como Carlos Monzón denunciando la violencia de género. Schiavi, antes de Once, fue jefe de campaña de Macri. Antes de estar con Macri, fue funcionario de Grosso. Y después de Macri, se fue con De Vido. A los radicales ya los conocemos. La oposición cacerolera, impresentable, hace de la honestidad, la república y todo el bla bla bla un circo hipócrita que desnuda su incapacidad para ofrecer política. Emulan al Frepaso, pero por derecha y sin un mínimo de credibilidad.
A mí me molesta mucho más la corrupción del kirchnerismo que a cualquier antikirchnerista. Porque cuando un funcionario de este gobierno roba, pone en riesgo muchas políticas que defiendo y muchas conquistas que no quiero perder. Podemos decir: le hace el juego a la derecha. Y porque no quiero que, en nombre de principios en los que creo, un chanta se llene los bolsillos. Y también porque la corrupción corroe las conquistas, impide los cambios que faltan y trae consecuencias atroces, como Once. Por eso, me duele ver a compañeros que aprecio y respeto justificando cualquier cosa y diciendo que es todo una operación de la derecha y los medios y haciendo terapia cada noche con 678. Me duele verlos aplaudiendo a Mauro Viale con tal de criticar a Lanata, a quien admiraban cuando hacía, en los noventa, lo mismo que hace ahora. Ni lo uno ni lo otro.
Como escribió Mendieta en este post, «¿qué carajo tiene que ver con nosotros un tipo como Fariña? ¿Cuál es la unión que nos une a personajes de la ostentación, del lujo vulgar, de esa estética tan noventista? Nada. Absolutamente nada. No los merecemos. Nosotros no somos eso ni lo queremos ser. (…) de este lado, acá donde bancamos a este gobierno precisamente por las cosas que esa clase de gente detesta, tenemos el derecho y la obligación de no hacernos los boludos. Y de exigir respuestas. Y pedimos respuestas políticas además de las judiciales. Y las pedimos porque no vamos a permitir que negreen nuestros sueños. Nuestros ideales. Y vamos a defender lo hecho y, sobre todo, lo que falta —lo muchísimo que falta— por hacer».
Comparto cada una de esas palabras, sin saber cómo sigue esta historia y deseando que no se vaya todo a la mierda, otra vez. Porque si se va a la mierda, va a seguir habiendo Fariñas, Schiavis y Onces, con otro color político, qué duda cabe, pero vamos a perder todo lo otro. Y porque lo otro se achicará cada vez más si lo que se impone, de nuevo, es la ética de los noventa, con sede en Puerto Madero. Hay que defender lo que conquistamos, aunque haya que defenderlo, también, de quienes lo hicieron posible y lo están poniendo en riesgo.