POR TEODORO BOOT
Peyrou usa como eje del conflicto interno del peronismo en el 73, la pretensión de Montoneros de disputarle la conducción a Perón. Eso es correctísimo, pues más allá de los prejuicios, si se me permite, de raíz gorila o filogorila con que a veces se aborda la época y la circunstancia concreta, es esa disputa la que explica u origina todo lo que ocurrió entre Perón y Montoneros y entre el movimiento peronista y Montoneros durante esos años.
Esta clase de conflictos no era nueva para Perón. Sin ir muy lejos, es el motivo del enfrentamiento con Cipriano Reyes, Gay o más acabadamente, con Vandor, que no era exactamente un “traidor” como se lo acusó en aras de la eficacia política, sino un dirigente sindical que, fiel a su clase (por más que esto disguste a algunos compañeros que creen que los intereses de la clase trabajadora no son los que se fija la clase trabajadora sino los que ellos le fijan) quiso hacer del peronismo una expresión o “frente de masas” de un partido laborista, un partido dirigido por los sindicatos. Fuera de que ésta es una tensión siempre existente dentro del peronismo, el de Vandor fue, antes de Montoneros, el mayor desafío y cuestionamiento a la conducción de Perón. En ese sentido, el giro Montonero del 73 puede ser visto, desde el punto de la relación de una parte del movimiento con la conducción, como una variante del vandorismo.
No se trató de izquierdas o derechas, sino que fue una discusión en torno a la conducción. John William Cooke, por ejemplo, o Gustavo Rearte, o Jorge Di Pasquale, que estuvieron en posturas mucho más a la izquierda de lo que soñó alguna vez la cúpula de Montoneros, ya fuera por táctica ya por convicción, nunca cuestionaron la conducción de Perón. Y nunca fueron víctimas de sus ataques, que podían ser temibles, porque no en vano se había conservado como el principal actor de la política argentina durante treinta años. Cooke o Gustavo podían no ser tomados en cuenta dentro de la estrategia de Perón en ciertos momentos, incluso podían llegar a ser dejados de lado (siempre momentáneamente, porque Perón no desechaba nada y estaba todo el tiempo reciclando gente), a la intemperie, pero siempre fueron objeto de su estima y afecto. En el caso de Cooke, hasta el último instante de su vida. Y nadie le había discutido aspectos de su política tanto y tan frontalmente como ellos. Pero nunca lo discutieron a él.
Ex diputado y economista Peyrou. Un escrito que trae cola
Montoneros sí lo hizo, al igual que Vandor, y hace mal o peca de mucha ingenuidad quien se lamente de las consecuencias de este desafío, porque no estaban lidiando con la Madre Teresa ni con San Francisco de Asís sino más bien con Santo Domingo o Ignacio de Loyola. Además, le estaban disputando a Perón el núcleo de su existencia y de la existencia del movimiento peronista, al menos mientras Perón viviera. Y esto hay que entenderlo. Si no, no se entiende nada.
Es de imaginar además, la perplejidad de Perón. No conforme con disputarle la conducción, Montoneros le quería explicar qué era el peronismo. Si mal no recuerdo, la primera tapa de “Movimiento” mostraba la imagen de Perón guiñando un ojo. Fue cuando Perón comentó que “algunos muchachos” le querían explicar qué era el peronismo y agregó, risueño y guiñando el ojo: “¡Si lo inventé yo!”
La conducción de Perón y en consecuencia, el debate acerca de la naturaleza del peronismo eran en realidad un mismo debate (no siempre del todo claro) que se prolongó en el seno de Montoneros durante todo el año 1973. Si se revisan los antecedentes de los principales dirigentes más que de la Lealtad propiamente dicha, de lo que efímeramente existió como “Soldados de Perón”, se puede advertir que en su mayoría provenían de escisiones de organizaciones anteriores, originadas en discusiones semejantes a la que inopinadamente surgía a principios del 73. Y muchos otros cuadros, además, que habían pasado por sus épocas de militancia universitaria, cuando los principales contendientes de los peronistas eran los grupos de izquierda, descubrieron sorprendidos que debían renovar esa misma discusión, pero ahora dentro de la organización, y promovida por sus propios jefes. Esa también era una sensación de dejavú, aunque Peyrou no la mencione, que explica la masividad y agresividad de la JUP Lealtad.
La discusión interna arreció a partir de un documento que, al modo de un paper de multinacional, tenía más o menos páginas según el nivel orgánico, de encuadramiento, de los distintos destinatarios. Una auténtica aberración salida de alguna o algunas mentes que combinaban en perfecta armonía a Onésimo Redondo con Laurenti Beria y Vance Packard. Naturalmente, la proverbial indisciplina peronista democratizó, aunque sólo hasta cierto punto, tanto el documento como la
discusión.
Uno de los libros del autor de estas líneas
En tanto el documento concebía a la organización como un partido político‑militar al modo leninista, según el método del centralismo democrático –que tiene mucho de centralismo y minga de democrático– . Más allá de la “caracterización” de Perón como “lider nacionalista burgués”, su aparición provocó un revuelo descomunal y una discusión que al no concentrarse (es decir, darse públicamente) fue dispersándose. Fue así que mientras con una perplejidad todavía mayor que la de Perón muchos se oponían a la nueva “línea” proponiendo una discusión básica acerca del sentido y naturaleza del movimiento nacional de liberación (para la conducción de Montoneros, hundida en un marxismo de primero inferior, “un frente policlasista”; para los peronistas, el pueblo organizándose y en esa organización, construyendo la nación) simultáneamente, en sintonía con la súbita aparición del concepto de “frentes de masas”, la discusión se trasladaba lateralmente y se focalizaba en asuntos prácticos, en estrategias y tácticas focalizadas donde, sin manifestarse abiertamente, quedaban expresadas básicamente (y oscuramente) dos concepciones. Una de esas discusiones giró alrededor de la JTP. La pregunta (o la opción) ahí era ¿Por qué enfrentar abierta y directamente a las dirigencias sindicales? ¿Por qué gestar una suerte de CGT paralela? ¿Por qué llevar a esa encerrona a dirigentes como Julio Guillán, Jorge Di Pascuale, Benito Romano o Atilio López, quienes deberían entonces optar entre unos y otros? ¿Por qué no trabajar dentro de los gremios, confiando en la mayor capacidad de nuestros cuadros? ¿Por qué, llegado el caso y metafóricamente hablando, no ser nosotros la Juventud Sindical? Así, al menos, había crecido la Juventud Peronista.
La discusión de fondo era central y se manifestaba en conceptos como el del frente de masas. Toda una novedad para quienes provenían de una tradición política peronista, donde lo importante es la organización popular y no el crecimiento de un partido de vanguardia, donde la acción de los cuadros y de la organización misma están al servicio del desarrollo de la organización de la sociedad, y no a la inversa. Y esta diferente concepción se veía en la práctica, donde a lo largo de todo el año 73, el gran mérito de Montoneros fue destruir su base real de sustentación, estrangular a la juventud peronista, sofocarla y castrarla de la misma manera que uno sofoca y castra a una murga carnavalera al meterla en un seminario jesuítico.
En cuanto a sus acciones y ubicaciones políticas, como salidas del caletre de algún genio del mal, la organización metió los dedos en aquellas áreas que Perón se había reservado con exclusividad. Y metió los dedos para complicarle las cosas: la política económica (a la que la organización rápidamente se opuso con la peregrina excusa de que el pacto social no podía evitar la lucha de clases), la CGT –fundamental para el sostenimiento del Pacto Social–, y el ejército, con el que había que tener una política disuasiva mientras con la discusión y el adoctrinamiento se minaba la base del “partido militar”. (1)
Otro.
Peyrou no menciona la “situación internacional” por lo mismo por lo que, según Borges, el Corán nunca menciona al camello. Por momentos parecía que la mayor parte de los compañeros, empezando por la conducción de Montoneros, estaban en las nubes de Úbeda. Brasil estaba desde hacía unos años en manos de una dictadura, al igual que Paraguay, Venezuela era una sucursal norteamericana, Colombia y Ecuador en continua crisis y un “estado prerrevolucionario” que jamás salía del “pre”, el maximalismo trotskista de la COB precipitó la caída de Juan José Torres pensando ¡y diciendo! que era el paso previo a la toma del poder, Salvador Allende era hostigado permanentemente por la derecha financiada directamente por la CIA y la ultraizquierda irresponsable del MIR, hasta ser derrocado en septiembre de 1973. Bordaberry daba un autogolpe en Uruguay. Total, que antes de promediar 1973 el proceso revolucionario argentino estaba completamente aislado, rodeado de gobiernos enemigos con las únicas excepciones de Perú y Cuba. Muchos de los compañeros que en ese entonces estuvieron en visita oficial a Cuba pueden dar fe de cuál era la opinión de Fidel Castro sobre la situación argentina, aunque para ellos “Fidel no entendía”. Y es en ese marco donde la conducción de montoneros pretendió avanzar sobre Perón.
No falta quién argumente: ahora es fácil decirlo. Es cierto, pero el asunto es que se decía entonces, durante todo el año 73, cuando era tiempo, y de existir en algún lado, revisar los documentos de la Lealtad de los primeros meses de 1974 permitiría ver su asombrosa similitud con la carta de Walsh a la conducción de Montoneros (¡tres años después!) o las razones de las diferentes escisiones que sufrió Montoneros con posterioridad al golpe del 76.
Los “cortocircuitos”
Peyrou describe las dificultades de sostener una discusión política abierta dentro de una estructura cerrada, compartimentada y aceleradamente militarizada. Y policializada, si se permite el neologismo, ya que a lo largo del año 73 la vida interna se vio afectada por las prácticas policiales, por las delaciones y sanciones por debilidad o desviacionismo ideológico, por movimientismo, arrestos, traslados, degradaciones y hasta descompartimentaciones alevosas. Luego vinieron los secuestros y las condenas a muerte, por suerte, nunca ejecutadas.
Pero este cortocircuito metodológico era menor: el grueso, la masa de la organización provenía de prácticas políticas anteriores que, con esa horizontalidad y anarquía propias del peronismo, permitía que casi todos se conocieran con casi todos, de manera que, sin saber en qué lugar exacto se encontraba cada uno, esa discusión discurría, a veces, hasta en un encuentro casual en un colectivo, lo que permitió comprender que el estado de debate e inconformidad interna era mucho más generalizado de lo que cada uno podía percibir en la estrechez de sus ámbitos.
El cortocircuito real, el principal obstáculo para un razonable procesamiento de la discusión, fue otro, la más monumental y exitosa provocación de la que nuestra generación puede tener memoria: Ezeiza.
Al respecto, un par de acotaciones. Hay quien dice que Perón estaba al tanto de lo que ocurriría en Ezeiza. Eso es una insensatez: era su regreso triunfal, una auténtica apoteosis, nunca vista. Y no iba a ser justamente Perón quien escupiera su propio asado. Pero tampoco es creíble que lúmpenes y semilúmpenes, dirigidos por un par de despistados y varios agentes de inteligencia pudieran operar tan abiertamente sin protección oficial o semioficial. Hubo un cerebro detrás de Ezeiza cuya identidad probablemente nunca se conozca, unos ejecutores medio tarados y en medio, un factotum, alguien que lo hizo posible. La pregunta aquí es quién estaba a cargo del Poder Ejecutivo y podía tener el poder suficiente como para pasar por encima del ministro del Interior y excluir a la policía federal de la custodia del acto, excluyendo a la vez a la provincia de Buenos Aires y a su policía. La respuesta es obvia, pero esa palanca no pudo ser el cerebro, cuya identidad tampoco importa mucho.
Lo que interesa de esto es la inmediata reacción de Perón, tan injusta como errónea, pues con las pantallas televisivas ocupadas por Norma Kennedy con una deprimente mañanita, desgranando un discurso tan sicótico como vengativo, el discurso de Perón culpabilizando a la Juventud Peronista equivalía a avalar a quienes habían copado el palco disparando a la multitud.
Vistas las consecuencias, fue un error muy serio, seguramente provocado por una deficiente lectura de la naturaleza y características tanto de Montoneros como de la juventud peronista. Si Perón creyó que de esa manera podía amilanar, “poner en su lugar” a Montoneros, es evidente que se equivocó, pero además, y esto fue lo más serio, sembró un enorme resentimiento en la mayoría de los integrantes de la Jotapé y de la organización, que eran y se sentían sinceramente peronistas y que sentían y sabían que habían dado todo por el retorno de quien ahora los escupía. Como añadidura, este (re) sentimiento hizo aflorar los prejuicios antiperonistas que muchísimos miembros de la organización y la jotapé habían mamado desde la más tierna infancia en sus casas, en la escuela y en sus ambientes sociales (2).
Fiel a su táctica de una de cal y otra de arena, a lo largo de ese año Perón trató de compensar las cosas, buscó acercamientos, se reunió por lo menos tres veces con tres miembros de la conducción montonera: Mario Firmenich, Roberto Quieto y un tercero al que identificaremos como L. Pero no nos había echado una palada de arena, sino que nos había tirado encima un camión volcador lleno de arena. Ese resentimiento fue ilevantable e impidió una discusión productiva y razonable, habida cuenta que la irracionalidad de la línea política de la organización era palmaria para la mayoría de sus cuadros. Era esencialmente estúpida e impulsada por prejuicios y conceptos alocados: para cualquiera era evidente que la obsesión pequeñoburguesa de agarrárselas con la “burocracia sindical” tenía que llevar a los sindicalistas a los brazos del lopezrreguismo, siendo que los intereses de ambos eran ostensiblemente antagónicos entre sí. Pero de esa manera, al tiempo en que se contribuía a fortalecer a López Rega, se debilitaba a los gobernadores cercanos, amigos, hostigados entonces por sus vicegobernadores sindicalistas y enquilombados por la acción paralela de Montoneros y Erp. Nadie hizo más que Montoneros para destruir a Martínez Baca, Ragone, Obregón Cano o Bidegain. Y si en el ERP esto se “justificaba” en función de su estrategia, absurda, pero estrategia al fin, en Montoneros era propiamente una política digna de débiles mentales.
Ese primer momento, esa provocación incomprensible e insensatamente avalada por Perón, fue completado por un segundo momento, que pareció salido del mismo cerebro: el asesinato de José Ignacio Rucci. Insólitamente, luego del asesinato, Montoneros intentó volver a “negociar” con Perón, prueba evidente de que ya entonces, su conducción había perdido el sentido de la realidad.
Numerosos paranoicos pensamos en su momento que el asesinato de Rucci, más que un sabotaje directo a la estrategia de Perón, equivalente al asesinato de Gelbard, tenía un propósito interno: clausurar definitivamente la discusión.
Hay algo cierto: después de la muerte de Rucci, ya no había espacio para cambiar la línea política de la organización y todo lo que restaba era irse, con el mayor poder acumulado. ¿Hacia dónde? Seguramente hacia la nada, pues en medio de una guerra interna cada vez más extrema, no había espacio político que ocupar. Lo habría tiempo después, cuando desparecido Montoneros de la escena política, aflorara el verdadero conflicto interno del movimiento: el que enfrentaba a la CGT con el lopezreguismo. Pero también entonces volvería a ser tarde.
Dos aclaraciones más
Las Tres A son un asunto oscuro y tenebroso en nuestra historia, y lo más oscuro y tenebroso era si Perón conocía de su existencia y las avalaba. Probablemente sí, pero es muy posible que, conociendo el paño como lo conocía, sospechara quiénes eran sus auténticos promotores y cerebros. “Son las Tres Armas”, dijo un par de años después Rodolfo Walsh. Seguramente es así, y eso explica su instantánea “desaparición” una vez producido el golpe de estado. Pero sus integrantes eran mayoritariamente policías, reclutados y protegidos por el Ministerio de Bienestar Social.
Hasta la muerte, o la definitiva declinación física de Perón, las Tres A no habían hecho operaciones de envergadura y cuando lo hicieron, lo organizaron y prepararon de tal manera que la responsabilidad de los crímenes podía ser fácilmente atribuida a Montoneros o al ERP. Por ejemplo, el asesinato del cura Mujica, a su manera integrante de la Lealtad. Fue después de la muerte de Perón cuando la Triple A comenzó a operar abierta y ostensiblemente.
Si Perón le dio media palabra a López, volvía a jugar con fuego, síntoma de que ya no controlaba a López sino que sucedía lo inverso. Lo que sí pretendió Perón, y esto era, abstractamente, más razonable, fue encapsular el conflicto con Montoneros dentro de Montoneros, sacarlo de la esfera del peronismo y circunscribirlo a un conflicto interno de Montoneros. Sonaba razonable, pues esto no lo obligaría, como lo obligó, a recostarse en la derecha más recalcitrante y en realidad antiperonista, pero en tanto no hablamos de un conflicto que pudiera limitarse a un debate que a lo sumo llegara a los sillazos, sino a un debate entre gente armada, la decisión era muy dura de tomar y, sabiamente, la Lealtad prefirió diluirse y fracasar políticamente antes que perpetrar semejante barbaridad.
En segundo término, la Lealtad ha tenido “mala prensa”, cuando no ninguna. Desde Montoneros se la acusó de “lopezrreguista” o de “isabelista”, siendo que concientemente la Lealtad se negó a aceptar cualquier ofrecimiento de López Rega, si bien es cierto que a la muerte de Perón insistió en que la presidenta de la nación era Isabel, a quien había que proteger. El problema de esa mujer era que había que protegerla de sí misma y que el peronismo iba al garete, rumbo a estrellarse contra las rocas más temprano que tarde. Pero también es verdad que nuevamente los partidos políticos, muy en particular el radicalismo en la persona de Balbín, volvieron a avalar el golpe de estado en marcha.
Al respecto, Peyrou no responsabiliza a Montoneros del golpe de estado. Pero la conducción de Montoneros tuvo una enorme responsabilidad en que el golpe de estado encontrara al movimiento tan confundido y desprestigiado, y a la propia organización Montoneros tan debilitada, tan –y por más que a los compañeros les cueste reconocerlo– repudiada por la matoría del pueblo, tan derrotada políticamente.
Es curioso también, un auténtico misterio, que en la “historia oficial” y las distintas historias no oficiales de Montoneros jamás exista la menor mención a la Lealtad, siendo la ruptura más numerosa, políticamente significativa y oportuna de una organización que llegó a su punto culminante en 1973, para inmediatamente empezar a decaer y a deshilacharse.
También conviene aclarar que la Lealtad nunca existió ni orgánica ni políticamente como una entidad. Fue una suerte de “espacio” difuso que a la vez que a su modo también se deshilachaba, iba engrosándose con compañeros provenientes de otros grupos y organizaciones y de numerosos ex montoneros “silvestres” que más que romper, se habían ido apartando gradual y silenciosamente y continuaban trabajando en sus barrios. En ese sentido cumplió una función, muy menor, pero de cierta utilidad, ya que permitió el trasiego de experiencias e ideas, el (re) conocimiento entre los distintos grupos y de algún modo y en su escala, la recuperación de la juventud peronista como práctica, identidad y cultura política.
Salinas, y otras gentes que han leído la nota de Alejandro Peyrou rescatan su afirmación de que acaso el principal mérito de la lealtad haya sido el preservar la vida de muchísimos compañeros. En mi opinión, hay un pequeño mérito extra, ya que fue uno de los pocos espacios en los que, en momentos tan pero tan duros, era posible volver a discutir y reflexionar en torno al sentido de la práctica política y el destino de nuestro movimiento. Pero el que apunta Peyrou alcanza, en mayor medida cuando comprendemos que uno de los compañeros que por medio de su adhesión a la Lealtad salvó la vida fue Néstor Kirchner (y muy posiblemente, también Cristina). No parece poco.
Notas
1) La redistribución del ingreso, que es la forma práctica en que se manifiesta la lucha de clases, tiene vías directas e indirectas. Dejando de lado las indirectas (pavimento, acceso a los servicios, cercanía de las escuelas y centros de salud, medios de transporte abundantes y subsidiados, casas de material, etc.) la directa se puede sopesar de acuerdo al modo en que se distribuye el producto interno entre empresarios y asalariados. A inicios de 1973, el porcentaje del ingreso de los trabajadores era del 37.8 %. En 1975 llegaba al 51%. Quien quiera cuestionar la estrategia económica de Perón, que primero haga algo mejor que esto.
2) Si bien terminaron integrando la Lealtad quienes podían abordar este conflicto lo más desapasionadamente y con la mayor frialdad posible, prescindiendo de las broncas, hubo compañeros (Norberto «Croqueta» Ivancich, por ejemplo) que llegaron a afirmar que el culpable de la masacre de Ezeiza había sido Montoneros. Pero no pudo sostener esta afirmación con ninguna prueba, y la percepción de la mayoría de los presentes indica lo contrario. A favor de Croqueta, convengamos que es muy duro comprobar que Dios te odia o te maldice.