LA NOCHE DE LOS LÁPICES / 2. Cómo se escribió la historia
María Seoane: «Sentí que la historia me había elegido»
Foto 1: Primera conducción de la UES. A la izquierda, Eduardo «Roña» Beckerman, «El Negro», Claudio Slemenson (desaparecido), Cristian «El Gringo» Caretti (asesinado en una «cita envenenada»), una chica sobreviente y el futuro periodista Mario Moldovan, apodado «Viruta».
Foto 2: Entierro del Roña Beckerman, asesinado por la Triple A, el 22 de agosto de 1974 en el cementerio israelita de La Tablada.
POR NATALIA ARENAS / DIARIO POPULAR
Hace 30 años, junto a Héctor Ruiz Nuñez, la periodista reconstruyó en el libro «La noche de los lápices» el fatídico día en que estudiantes de la UES fueron secuestrados por un grupo de tareas al mando de Ramón Camps. Y también contó cómo pensaban, qué mundo querían, cómo luchaban esos chicos de entre 15 y 17 años.
Alguna de las sinfonías de Ludwig van Beethoven vibraba en su departamento esa noche de 1986. El país estaba eufórico por el campeonato mundial obtenido y ella, enmarañada en esa historia que le dolía, no lograba armar una frase. Entonces, los vio: Claudio de Acha y María Clara Cicchioni estaban sentados en la punta de su diván. Se levantó y escribió: «Los vimos«. El prólogo de La noche de los lápices estaba en marcha.
La historia que buscaba ser contada
Cuando María Seoane logró escribir ese prólogo, el libro ya casi estaba listo. Lo había empezado a delinear en mayo de 1985, acaso en el momento en que en la redacción de El periodista de Buenos Aires sonó el teléfono y del otro lado se escuchó la voz de Pablo Díaz, preguntando por ella. Los primeros tiempos fueron en absoluta soledad, hablando con sobrevivientes y familiares, recorriendo las diagonales de La Plata en frías madrugadas, buscando archivos, yendo y viniendo, y luego con el aporte y la compañía del también periodista Héctor Ruiz Nuñez, a quien le propuso la coautoría de La noche de los lápices.
Pero la conexión de María con ese trágico fragmento de la historia argentina tiene su origen un año antes, cuando recién llegada del exilio en México escuchó esa frase que la impresionó: «No voy a poder ir, porque tengo lo de La noche de los lápices». Era un día de agosto de 1984 y María visitaba a su amiga María Alaye (hija de Adelina Alaye, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, fallecida en mayo de este año), en La Plata. Juntas, fueron a ver un documental. La frase la escuchó cuando estaba entrando al local donde se proyectaría.
Eso de La noche de los lápices «tenía un tono trágico, pero al mismo tiempo bello», le cuenta Seoane a DIARIO POPULAR. La que pronunció la frase era Nelva Falcone, mamá de Claudia Falcone y otra de las primeras Madres. «Pregunté qué era y ahí me dijeron que se trataba del secuestro de un grupo de estudiantes secundarios de la UES, de La Plata, el 16 de septiembre del ’76», relata. Nelva ya se había ido del local. María corrió hasta la esquina, para ver si la alcanzaba, pero no tuvo suerte. Entonces, vía Adelina, consiguió su teléfono y la llamó al día siguiente, a las 7 de la mañana. Se encontraron tres horas después en la casa de Nelva, quien tenía que irse a una reunión, así que acordaron encontrarse el miércoles siguiente en el Centro Cultural San Martín, allí funcionaba la Conadep.
El lunes, María propuso la historia al diario La Voz y se la aceptaron. Pero nunca pudo asistir a la cita con Nelva Falcone: ese mismo día tenía su primera entrevista de trabajo en El periodista de Buenos Aires, la revista más importante de la transición democrática. María, rearmando su vida social y laboral en la Argentina, empezó a trabajar allí, en la sección política y la vorágine la colmó. Tiempo después, el diario La Voz, aquel que iba a publicar la historia de los chicos de la UES, cerró. «Tenía tanto que hacer y tanto que reconstruir de mi vida… y me olvidé de esa historia. Me olvidé», remarca.
La historia que no se rinde
Era abril de 1985 y comenzaba el Juicio a las Juntas. Junto a Horacio Verbitsky, Martín Granovsky y José Antonio Ríos, María era parte del equipo de periodistas que lo cubrían para El periodista de Buenos Aires. En mayo de ese año, declaró en el juicio Pablo Díaz, sobreviviente de La noche de los lápices. «De más está decir que su testimonio fue impresionante. Pablo habló dos horas 40 minutos sin parar», recuerda.
Cuando Pablo terminó su testimonio, se hizo un cuarto intermedio. «Qué historia extraordinaria y tremenda. Hay que contarla ¿verdad?», le dijo María al abogado, periodista e historiador Eduardo Luis Duhalde (ex secretario de Derechos Humanos durante el kirchnerismo), en el hall de Tribunales. Entonces, Duhalde le contó que había armado la editorial Contrapunto y que el primer libro que editaría sería Ezeiza (de Verbistky) y, luego, La noche de los lápices.
-Qué bueno ¿y quien lo va a escribir? -le preguntó María.
-Vos- le respondió Duhalde.
Ella se acordó de todo lo que había borrado: de Nelva Falcone, de la cita trunca, de todo. «La noche de los lápices era una historia que la vida me había obligado un poco a olvidarme. Yo no tenía laburo, no tenía casa… tenía que rearmar mi vida después de 7 años (de exilio)», recuerda.
«Ahí sentí que, de alguna manera, la historia me había elegido», destaca. Pablo Díaz salió de Tribunales y en las escalinatas lo rodearon cientos de periodistas. «A mí me dio una enorme piedad, porque lo había visto sufrir hablando por primera vez de toda la historia del Pozo de Banfield», dice.
Cuando Pablo ya se estaba yendo, María se acercó y le alcanzó su tarjeta:
-No quise molestarte, porque fue muy duro lo que pasaste hoy. Si tenés ganas, llamame.
Diez días después, Pablo la llamó, valorando su actitud:
-Como vos fuiste la única de todos los periodistas que me entendió, te elegí a vos y voy a trabajar con vos.
«Y ahí empezamos», apunta María. «Me parecía una historia tremenda, que revelaba la impunidad y la locura de la represión, los chicos tenían entre 15 y 17 años«, recuerda.
A partir de allí, se zambulló en una vorágine que no sabía de horarios ni de fines de semana: el libro tenía que presentarse en septiembre de 1986, cuando se cumplieran 10 años del hecho. A través de Pablo, se contactó con los familiares del resto de las víctimas. Más allá de esos testimonios, la información sobre los años de la dictadura era muy primaria. Había que reconstruir, buscar, revolver.
Una de las cuestiones que desvelaba a María era saber por qué el 16 de septiembre había sido la noche elegida. Si bien algunos secuestros se habían producido días antes, el 16 fue la jornada más virulenta, el día que secuestraron a 10 estudiantes, en su mayoría de la UES. Nada era casual para las mentes perversas, sádicas de los militares: el 16 de septiembre se «festejaba» el golpe del ’55 contra Juan Domingo Perón. La llamada Revolución Libertadora. «Festejar un golpe de estado con una matanza de jóvenes era muy propio de ellos», afirma María.
En el medio de la investigación, sumó a su colega y amigo, Héctor Ruiz Nuñez.
La noche de los lápices, la película
María recibió un llamado el día de su cumpleaños, en enero de 1986. Era el cineasta Héctor Olivera, que no la llamaba precisamente para saludarla, sino para contarle que quería filmar la película basada en su investigación periodística.
«Mi sugerencia fue que la historia no se redujera sólo a lo que pasó en el Pozo de Banfield, sino que se contara más quienes eran ellos, qué deseaban, qué mundo deseaban, por qué les gustaba Sui Generis, por qué Moris», recuerda María. Y así fue.
Ella y Ruiz Nuñez terminaron de escribir el libro la noche del Día del Periodista (7 de junio) de 1986. «Me acuerdo muy bien de esa noche. Estábamos tremendamente conmovidos», relata.
Hasta ese momento, no tuvieron real dimensión de lo que generaría, de las reediciones que vendrían después, del éxito de la película, de las decenas de charlas en escuelas, del recorrido por todo el país.
«Contar esa historia fue nuestra fatalidad y nuestro privilegio», resume María, con esa frase que supo escribir en el prólogo, ese prólogo que tanto le costó armar.
«Habíamos quedado que yo hacía el prólogo. Y no podía escribirlo, porque tenía la sensación de que si lo escribía, abandonábamos a los chicos otra vez. Si entregábamos el libro a la editorial, si nos desprendíamos del libro, era una manera de dejarlos solos, de que nadie los pensara», expresa. No pensó, en ese momento, que su obra los plasmaría en la memoria colectiva para siempre.
«Me acuerdo de que era un domingo, y que era el día que la Selección venía a la Casa Rosada a festejar el triunfo (del Mundial)», evoca. «Me encerré en mi departamento y dije: ‘Voy a poner a Beethoven, a ver si me inspiro’. Puse a Beethoven y me fui a recostar». Y entonces, los vio…