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La soberanía nacional y el «desvío» de Malvinas

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Mi viejo Antonio, a la sazón electricista del «vapor de la carrera» (que era socialista y al que le encantaba vestir ropa de fajina azul)  se gritó una vez con el general Rattenbach en la cubierta del Ciudad de Formosa. Recuerdo que decía que era un prusiano arrogante, pero no por qué habia sido  la disputa. Pero de ahí a objetar su informe… 

POR TEODORO BOOT* / PAJARO ROJO
El teniente general retirado Benjamín Rattenbach, de infausta memoria estando en actividad, no formaba parte de ninguna “campaña para inferiorizar a los argentinos”, como sostuvo luego de la Guerra de las Malvinas Jorge Abelardo Ramos (ver acá), ni los argentinos son inferiores a otros hombres, ni cuando eligen a sus autoridades ni, cuando –ese era el caso– no las eligen en absoluto. Si el informe Rattenbach “inferioriza” a alguien es a quienes decidieron y comandaron la guerra contra Inglaterra, indisoluble aliada de Estados Unidos a lo largo de todo el siglo XX y de lo que va del XXI. Vale decir, los que decidieron, planificaron y condujeron una guerra fuera del territorio continental contra la segunda mayor potencia naval del planeta Tierra, aliada a la primera potencia terrestre, naval, aérea y nuclear del mismo planeta, ese que no habitaban los altos mandos militares argentinos ni, evidentemente, Jorge Abelardo Ramos, al menos en ese momento.
No es intención de estas líneas polemizar con quien no puede responder, lo que siendo una inmensa desdicha en todos los órdenes no lo sería al momento de librarse de su seguramente impecable y lapidaria respuesta, pero cabe sospechar que en esos momentos Ramos era poseído del demonio inefable que habitó entonces y amenaza volver ahora sobre las almas de quienes durante toda su existencia añoraron en vano participar en una guerra antiimperialista, la guerra de liberación nacional.
Otros, que a su manera sí habían participado de una suerte de guerra que pretendía parecérsele y en la que habían sido derrotados en forma aplastante, miraban las cosas con mayor escepticismo, que se veía incrementado en relación directa al conocimiento directo que tuvieran de las Fuerzas Armadas argentinas, y del Ejército en particular.
La ocupación de las islas fue una sorpresa agradable, en parte porque la recuperación del archipiélago es la causa nacional por excelencia desde que uno tiene memoria, y mayormente porque, de un modo u otro, significaba el final de la dictadura, de lo que daba cuenta –apenas conocida la noticia– la plaza llena…de todos aquellos que tres días antes habían sido brutalmente reprimidos cuando intentaban llegar a ella durante la marcha convocada por la CGT de Saúl Ubaldini y la Comisión de los 25.
Quienes no habían podido llegar entonces, finalmente lo hicieron, y con el mismo ánimo y propósitos que antes, y si no fueron los exclusivos dueños de la plaza, fueron si los ocupantes ampliamente mayoritarios y hegemónicos. Se notaba en las consignas, que iban del consabido y sentido “Ar‑gen‑ti-na” al “Se va a acabar”, pasando por la infaltable marcha peronista.
“¡Estamos acá!”, gritaba con una enorme sonrisa y voz aguda uno de los manifestantes, un morocho robusto que sabía ser plomero y dirigente barrial del Abasto, y que todavía llevaba un par de visibles moretones provocados por los bastonazos de horas antes; “¡No nos sacan más! ¡Le abrieron la jaula al tigre!”
Esas palabras reflejaban el estado de ánimo general imperante en esa primera concentración espontánea en Plaza de Mayo, fruto de la incomprensible coordinación que siempre tuvo el  anárquico y disperso activismo peronista, hija del olfato. Un activismo siempre decidido a ir por más en cumplimiento del mandato de Eva Perón: “Con los dirigentes a la cabeza o con la cabeza de los dirigentes”.
Fue la oportunidad que el pueblo argentino – o, al menos parte de él– le dio a Galtieri y compañía.
Y algo de eso hubo durante toda la guerra, más allá del exitismo y la complacencia de los medios de comunicación y la banalidad de una clase media que celebraba a Galtieri como si fuera el mismísimo Mario Alberto Kempes. De la misma manera que había celebrado a Videla.
A propósito, ese mismo Leopoldo Fortunato Galtieri, como expresión visible del sector más reaccionario, pronorteamericano y antinacional del Ejército, había cortado de cuajo el tímido intento aperturista de pretensiones populistas ensayado por los generales Viola y Liendo.
La cultura cristiana, hegemónica en América Latina, es propensa a creer en la redención. Todos podemos redimirnos y no hay malo que carezca de la posibilidad de volverse bueno. Asimismo, el peronismo, identidad y fuerza política ampliamente mayoritaria entonces, al menos cuando de poner el cuerpo y ganar la calle se trataba, carece de prejuicios antimilitaristas, por razones obvias. Por el contrario, ha sido tradición en el peronismo post 55 el confiar absurdamente en la capacidad de redención de cualquier papanatas uniformado. Sin embargo, por más formación cristiana o peronista que se tuviera,  resultaba tan peregrino creer en el inopinado antiimperialismo de Galtieri, Roberto Alemann y Nicanor García del Solar como confiar en que la Mole Moli pueda súbitamente trasmutar en una grácil bailarina clásica.
Sin embargo, el apoyo latinoamericano, la entrevista del canciller Costa Méndez con Fidel Castro, la apelación a los no alineados, más los nuevos aires que soplaban en Argentina, la visita del largamente exiliado Atahualpa Yupanki y su aparición en una notable entrevista realizada por Antonio Carrizo en Canal 7 –por entonces ATC–, la añorada voz de Mercedes Sosa en las radios y las disquerías, la resurrección pública del rock nacional y la bella canción pacifista “Sólo le pido a Dios” transformada absurdamente en trasfondo musical de una guerra, todo contribuía a crear un espejismo: el de la recuperación de la libertad y la lucha por la liberación nacional. Lo que daba también testimonio de una realidad: el absoluto desconcierto del gobierno y de las Fuerzas Armadas.
Era necesario pensar en serio, más allá de los entusiasmos y el indispensable apoyo que merece todo gobierno, cualquiera sea su origen y naturaleza, en un conflicto con una potencia extranjera. Sin ir más lejos, pensar en serio en la capacidad de luchar por la soberanía nacional de unas Fuerzas Armadas dirigidas por su sector más entreguista. Pensar en serio en la posible decisión norteamericana al tener que optar entre la alianza con una potencia europea, clave para mantener el control de la OTAN, y un sector político‑militar minoritario, que había servido para realizar el trabajo sucio en la represión de los movimientos de liberación en Argentina, Sur y Centroamérica, y detentaba ilegítima y precariamente el poder de un país empequeñecido hasta niveles nunca antes vistos por obra suya.
Creer, además, en la imparcialidad estadounidense era más propio de la mentalidad de un niño de nueve años que de tipos mayores de trece. Y la conducción política y militar del conflicto que pronto se volvería guerra, lo creyó, primero y principal de los errores de una decisión irresponsable que, por lo pronto, llevó a la muerte a cientos de jóvenes. Y eso, sin entrar a analizar las consecuencias ulteriores.
En esos momentos publicamos en la revista Reconquista un “aviso publicitario” que decía, sencillamente: “Las Malvinas son argentinas. La Argentina, no”. El “aviso” decía lo que muchos pensábamos pero entonces era sofocado por los espejismos, las ilusiones y las apelaciones al patriotismo, y a veces hoy –cuando se insiste en objetar el “Informe Rattenbach”– sigue permaneciendo obturado por la nostalgia de una guerra de liberación que no fue ni pudo ser.
Ya antes nos habían “citado” para indagarnos en el Departamento Central de Policía. En momentos en que la task force británica embarcaba en Liverpool, en el habitual panorama de la coyuntura Reconquista se preguntaba si un ejército habituado a arrojar a las zanjas a personas inermes o a irregulares mal armados, tendría la capacidad de enfrentar a un ejército profesional, bien pertrechado y preparado como el británico.
Porque insólitamente, las primeras reacciones de los altos mandos militares y gubernamentales fue pedir gancho. “¿Cómo? ¿Esto iba en serio?”, parecían preguntarse cuando protestaban por el hecho de que los comandos ingleses tuvieran lentes de visión nocturna o aviones capaces de despegar y descender verticalmente, así como de mantenerse en el aire en el mismo sitio, o enviaran submarinos nucleares. De golpe, las Fuerzas Armadas, los dirigentes y gobernantes, los vocingleros periodistas… descubrieron la existencia de la brecha tecnológica. De golpe, en un conflicto que se dirimiría por las armas mar adentro, a muchísimas millas de la costa, los altos mandos descubrieron que las naves de guerra argentinas no podían salir de puerto. ¿Para qué le sirve a uno un acorazado en el puerto o un submarino fondeado en Mar del Plata, más allá de para despertar la curiosidad de los chicos y entretener a oficiales y suboficiales mientras yugan los conscriptos?
¿Es posible que nadie haya pensado que el crucero General Belgrano podía ser atacado fuera del “área de exclusión” fijada arbitraria y unilateralmente por Gran Bretaña? ¿Qué alguien pensara seriamente que esa área de excusión valía para los buques de guerra? La queja, la indignación, el lamento instantáneo por el hundimiento del General Belgrano muestran que nadie pensó nada, que hasta ese momento ninguno de los “responsables” creyó que la guerra iba en serio o que, por una vez en la vida, se iban a ver metidos en una guerra en inferioridad de condiciones y que ellos mismos habían buscado.
“En la guerra vale todo”, como bien lo sabían esas mismas Fuerzas Armadas “sorprendidas” de la perfidia británica, pues a ese mismo principio habían apelado, consciente y salvajemente, en la guerra de policía ejecutada contra combatientes irregulares y grupos políticos opositores. ¿Qué pensaban que ocurriría en una guerra en serio?
Habida cuenta de que, a miles de kilómetros de su tierra de origen, las bases inglesas eran portaaviones, en el único espacio donde existió una cierta paridad tecnológica fue en el aéreo. Y si bien estratégicamente, a medida que se prolongara el conflicto, el mayor poder tecnológico británico se haría valer, la Fuerza Aerea combatió con admirable eficiencia, hasta el punto de que los pilotos, gran parte de los cuales murieron en acción, fueron proclamados héroes. Y lo fueron, pero no en exclusividad. Los hubo también en las fuerzas terrestres, y en los distintos niveles, sólo que su arrojo y sacrificio no tuvieron la misma repercusión ni, lo que es más importante, similar resultado.
Hasta donde uno pudo llegar a leer entonces  –que será seguramente lo mismo que pudo leer Ramos– en ningún momento el Informe Rattenbach cuestiona el comportamiento de los soldados, oficiales y suboficiales que, con los recursos que tuvieron a la mano, se vieron en la obligación de defender esa porción de nuestra patria y lo hicieron dando lo mejor de sí. El Informe no cuestiona a los combatientes, sino a los estrategas y conductores políticos y militares de un conflicto que, con los resultados a la vista, es sencillo advertir que nunca debió haber debido ocurrir. Sin embargo, existen personas muy bienintencionadas que insisten en no advertir lo evidente, porque ¿de qué otro modo se debe juzgar una guerra que uno ha buscado sino por sus resultados? ¿Para qué diablos alguien va a provocar una guerra sino es para ganarla, sino por las armas, por las vías políticas y diplomáticas? ¿Para jugar a los soldaditos?
Hace años que esperamos con ansiedad que alguien nos explique las ventajas políticas o diplomáticas que la guerra de Malvinas tuvo para nuestro país.
Varios de quienes vuelven a exhibir asombrosos arrestos bélicos admiran la firme posición de Juan Manuel de Rosas en defensa de nuestra soberanía cuando la intromisión anglo‑francesa. En efecto, Rosas no se amilanó y lejos de inclinarse a las pretensiones de las grandes potencias de la época, resistió a pie firme, dificultando hasta la imposibilidad y la ruina comercial las incursiones extranjeras en el Paraná.
Lejos de sus bases, sin más apoyos terrestres que Montevideo y un para la época remoto Paraguay, la flota franco‑británica se aventuraba en terreno hostil, con circunstancial y relativa –luego de Angostura del Quebracho– ventaja táctica pero con una irremediable inferioridad estratégica. Rosas, que podía ser tachado de cualquier cosa menos de tonto o ignorante, dificultó en todo lo posible la aventura político‑militar‑comercial europea y a la vez depositó sus mayores esfuerzos en la batalla diplomática y política en la propia Gran Bretaña, no sólo pagando artículos sino financiando medios de prensa en Londres que respondían a las directivas de la legación argentina. Y no obstante su natural ladino y taimado, nadie podrá tampoco objetar, con un mínimo de seriedad el patriotismo o, tal vez con mayor propiedad, su “nacionalismo” y su decisión de hacer frente a cualquier prepotencia extranjera, viniera de donde viniese.
Sin embargo, las islas Malvinas le fueron arrebatadas en sus narices, a su propio gobernador. Y se abstuvo de recuperarlas aun tras la partida de la corbeta Clío.
Luego de la destrucción de las defensas militares argentinas por parte de la corbeta norteamericana Lexington, la británica Clío, al mando de John Onslow, había ocupado las islas, expulsando a las autoridades argentinas. Pero Onslow no podía quedarse a vivir eternamente en Puerto Soledad, que abandonó meses después, dejando una guarnición de no más de 26 soldados. Pero Rosas se abstuvo de cualquier intento de recuperar las islas, ni siquiera cuando los argentinos se rebelaron, detuvieron a la guarnición de Onslow y, liderados por un gaucho entrerriano de origen charrúa, Antonio Rivero, dominaron las islas hasta 1934, cuando fueron reprimidos por la fuerza británica llegada a bordo de las fragatas Challenger y Hopeful, para ser hecho prisioneros y luego trasladados a Montevideo. Ni siquiera entonces Rosas amagó con recuperar las islas, para lo que le hubiera bastado con enviar una partida de mazorqueros.
Cabe conjeturar que tal vez Rosas estuviera demasiado ocupado en defender la soberanía continental –algo que jamás pasó por la cabeza de la dictadura– o que, de puro ladino y taimado, sabía que por más superioridad táctica de que dispusiera, jamás podría vencer en una contienda marítima contra la mayor potencia naval de la época, para la que estaba en una indudable inferioridad estratégica. ¿O habrá sido que se abstuvo de semejante aventura por cipayo y desmalvinizador?
Dejando a salvo a Jorge Abelardo Ramos, todavía imbuido del espíritu y metido en los entreveros de la época, a quien algún lector de Pájaro Rojo, tildó injustamente de comemierda, “cipayo” y “desmalvinizador” con los calificativos que aun hoy –no en ese momento, sino con los resultados a la vista– hay quienes aplican al Informe Rattenbach y a todos los que, más allá del desempeño de los combatientes, calificamos de nefasta para nuestro país de una guerra, cuyo origen, desarrollo y consecuencias ulteriores parecen salidas del mejor cerebro de un servicio de inteligencia británico o norteamericano.
En todo caso, con ser rigurosamente cierto, todo lo que en su exhumada nota Ramos endilgaba a Benjamín Rattenbach y a los integrantes de la comisión que presidió, era igualmente aplicable, y potenciado, a la trayectoria previa y posterior al conflicto de todos y cada uno de aquellos que lo desataron al ocupar las islas un 2 de abril y al negarse a abandonarlas, a dejar la ocupación como un gesto simbólico, especulando con que Inglaterra “no se animaría” y con que los Estados Unidos estarían de nuestro lado o por lo menos permanecerían neutrales.
En síntesis: el rumbo que a veces parece adoptar el debate sobre la devolución del archipiélago a nuestro país, puede servir, una vez más y al parecer tan involuntariamente como entonces, para desviarnos de lo que significa la auténtica soberanía nacional, que es donde deberían estar aplicados nuestros mayores esfuerzos intelectuales y materiales.

 *) Ex director del mensuario «Reconquista» con el heterónimo de Raúl Blanco.


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