Las «endemoniadas criaturas» de Horacio González y la hoguera de los savonarolas

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En torno a la descalificación de Horacio González por la supuesta ininteligibilidad de sus escritos

«Endemoniadas criaturas»   

Quienes lo acusan de soltarlas y exhibirlas en los medios rezongan por su imposibilidad de etiquetarlas y encasillarlas. Esto es, de enjaularlas.

 Por Juan Salinas

Siempre leo a Horacio González, a veces me gusta muy mucho, a veces me parece que se complica excesivamente,  muy rara vez no me gusta su enfoque. Casi siempre su prosa dispara en mi ideas variadas en múltiples sentidos. Nunca me deja indiferente.

A veces González abusa de los circunloquios, pero tengo para mí que lo hace en la búsqueda de la colectar todos, o al menos la mayor cantidad posible de matices, y también porque no busca ofender y teme ser mal interpretado. Porque González jamás insulta ni lanza brulotes. Ni siquiera se mofa. Por el contrario, suele apelar a lo mejor de sus interlocutores, así sean adversarios acérrimos. Y aún si son enemigos, González nunca les niega sustancia humana.

Me sorprende en este contexto la mucha irritación que produce en algunos, de los que el sociólogo Alberto J. Franzoia se postula en su invectiva «Preguntas en torno al discurso de Horacio González» (publicado en www.revista-zoom.com.ar, ver más abajo) como adalid al explicitar su voluntad de dar inicio a una suerte de proceso público al estilo circular y envolvente de González, amante de las tonalidades, enemigo de dejarse acorralar por disyuntivas.

Franzoia cree necesario ser tan obsesivo como el coyote en pos del correcaminos para lograr sus poco explicitados objetivos, que parecen tener que ver con la normalización y etiquetado de todo lo que se resiste a ser contenido en categorías apriorísticas. Su preocupación por no irse por las ramas ni incurrir en «el guitarreo» rechaza in limine cualquier tentación de surfear pensamiento lateral, superrealismo e incluso humor a lo Capusotto. Parece temer desbarrar. El despiste. El lapsus. El horror vacui. Que alguién pueda compararlo con Fidel Pintos, creador de la sanata.

Vade retro Satán.

Sopésese, si no, la siguiente frase: «Comprendí que mis preguntas profesionales debía tener una dirección prefijada con la mayor precisión posible». Máxima que podría estar incluida en un manual de interrogadores pero jamás en el de psicoanalistas prácticos en mantener una atención flotante, tanto hacia el texto como al subtexto. A los modos, al estilo, que es consustancial a las personas.

«No puedo evitar preguntarme para qué escribe y para quién escribe González», continúa, «por qué lo hace. ¿Cuál es la funcionalidad de este tipo de discurso para el bloque nacional y popular que intentamos reconstruir? (…) ¿Pensará que está realizando un aporte a la cultura del campo popular ofreciendo un instrumento útil para fortalecer la lucha» o bien que si «su discurso todavía no es entendible, a fuerza de insistir modificará por si solo el horizonte conceptual» de sus lectores?

Estás son, apenas, algunas de las preguntas (abreviadas) que se hace Franzoia. Preguntas retóricas ya que, seguidamente, añade otra en la que se encuentra contenida la respuesta: ¿No sería más útil que (intentara) gestar una teoría más clara, para que sus aportes se multipliquen entre la mayor cantidad posible de compañeros a la hora de librar la enorme batalla cultural que tenemos por delante?».

Es decir, acusa a Horacio González de improductivo, de dilapidar talento y esfuerzos en vez de concentrarlos en el objetivo de tener más receptores nac & pop, de reclutar prosélitos, de tener más rating. Y muestra estupor por el hecho de que, en lugar de conformarse con quedar confinado en debates de capillas o a publicar en El Ojo Mocho, fecundo, González exhiba en diarios de extendida  circulación entre la militancia, «sus endemoniadas criaturas».

Vade retro Satán.

Todo esto sin que a Franzoia le asalte jamás ya no «la jactancia de la duda» (Aldo Rico dixit), sino incluso la  menor vacilación. Sin que le pase por la cabeza la posibilidad de que la misión de González no sea tanto estructurar las mentes militantes como desestructurarlas, combatir la fosilización, la arterioesclerosis del pensamiento.

Por el contrario, como un maoísta que empuñara el Libro Rojo del Gran Timonel, Franzoia le reprocha a Horacio que  se crea «dueño de estilos y verdades incuestionables», cargo injusto si los hay (la propiedad de la verdad es algo que repugna, que está en las antípodas del pensamiento de González) y lo exhorta a «poner fin al individualismo pequeño burgués» para iniciar «una construcción colectiva». Acto seguido, se postula en la ardua empresa como portavoz y abanderado de «muchos amigos y compañeros que no se atreven a plantearlo» pero que «sin embargo, coinciden con lo expresado».

Llegados a este punto, quien escribe cree escuchar el crepitar de los rescoldos nunca extinguidos de los procesos de Moscú. Y se estremece sintiendo que gentes de pensamiento cuadriculado como estos modernos inquisidores hubieran podido fusilarlo (como a González, como a todos los fuera de serie, los que escapan a la norma mayoritaria) si por azar hubieran logrado encaramarse al poder en los años 70.

Por cierto, si hubo un estilo contradictorio con el de González fue el (Rodolfo Enrique) Fogwill, el escritor fogueado como publicista que acaba de fallecer, amante de escandalizar a sus auditorios con frases impactantes propias de su segundo metier (que, si se quita a la poesía, fue cronológicamente el primero). Prueba irrefutable de su alma de diamante, mientras algunos orinaban sobre la tierra recién removida de su tumba, Horacio le dedicó una desgarradora despedida (Fogwill, Quiquito http://pajarosalinas.blogspot.com/2010/08/fogwill-ququito.html).

No sé si Franzoia la habrá entendido. No sé si puede concebir el amor por lo distinto. Y aún por lo radicalmente distinto. Y es que su escrito rebosa de fobia por lo inclasificable.

Llegados a este punto, y mientras rogamos a los dioses que nos libren de las manías clasificatorias de los taxonomistas, es lícito preguntarse a quienes les escribe Franzoia, de quienes recaba complicidad Franzoia. Y por qué diablos  lee a  González, si no lo entiende y le disgusta tanto. Porque excepto que se trate de uno de los cultores del apotegma «la letra con sangre entra», parece claro que ni González ni nadie cambiará su estilo (convengamos que a Horacio tan mal no le ha ido con él) por ser objeto de amonestaciones como la de marras. Entre otras razones, porque posiblemente ello no sea posible, porque cada uno sea su estilo, tan enraizado y encarnado en defectos como en virtudes…  siempre que se admita que a veces los que para unos son defectos, para otros son virtudes.  

Franzoia (y quienes corren a apoyarlo, como el comentarista «Ego», el primero en acercar su yesquero a las pajas de la pira) han de ser parientes de quienes abominan de Luis Alberto Spinetta y otros poetas porque «no se les entiende».

Más allá de cuantas palabras utilice, el sentido general de los escritos de González dista mucho de ser hermético. Si Franzoia y Ego no lo entienden… pues que no lo lean y santo remedio. Horacio está acostumbrado a hacer dialogar distintas posiciones y no se hallaría cómodo ni sería él redactando versiones unívocas ni ocupando el lugar de una vanguardia esclarecida, ni, menos, de comisario político. Probablemente no pudiera hacerlo ni bajo tormento. No dirige ni dirigirá jamás con mano de hierro un partido leninista, sino algo tan plural como la Biblioteca de la Nación. Y anima algo tan proteico como Carta Abierta.

Llegados a este punto, se me ocurre que quizá Franzoia y compañía quieran debatir  para qué sirve Carta Abierta.

Si así fuera, hubiéramos empezado por ahí.

 INTELECTUALES DEL CAMPO NACIONAL Y POPULAR
Preguntas en torno al discurso de Horacio González

Por Alberto J. Franzoia / Zoom

Es hora de poner fin al individualismo pequeño burgués que ha caracterizado nuestra actividad para admitir la posibilidad de la construcción colectiva del conocimiento, lo cual supone un ejercicio de crítica y reflexión con el otro.

Mi frecuente curiosidad me llevó desde muy pequeño a preguntar por cosas que otros niños de mi edad no preguntaban. A medida que fui creciendo esa característica personal me llevó por el campo de la investigación. Pero como lo que en realidad me interesaba investigar (desde la adolescencia en adelante) apuntaba a la sociedad en la que me ha tocado vivir, elegí la sociología para seguir preguntando. Desde entonces comprendí que mis preguntas profesionales debían tener una dirección prefijada con la mayor precisión posible. Allí radica uno de los problemas mayores del investigador. Si uno no sabe qué, cómo y a quién preguntar, lo más posible es que uno termine yéndose por las ramas, como vulgarmente se dice. En ese caso no hay investigación de valía, sólo hay guitarreo. El método o camino a recorrer para construir conocimiento (y eso incluye su verificación) es por lo tanto muy importante. El otro problema, no menos importante, se relaciona con expresar con la mayor claridad posible el producto gestado a partir del método aplicado. El sociólogo alemán Max Weber decía que un objetivo central del conocimiento científico debe ser la claridad. ¡Y éste sí que sabía!

Lo dicho viene a cuenta no sólo de lo que pretendo (aunque no siempre consigo) para mi labor cotidiana, sino de aquello que deseo encontrar en colegas y, sobre todo, en intelectuales del campo nacional y popular en el que habito desde hace años. Sin embargo, cada vez que he leído al compañero Horacio González no puedo evitar preguntarme para qué escribe y para quién escribe. Lo primero que suelo comprobar en cuanto ámbito cultural y político transito, es que muy pocos mortales (salvo especialistas en el tema, y no todos) entienden buena parte de su discurso.

La claridad reclamada por Weber no es su fuerte.

Este tema tiene larga data en el terreno del trabajo intelectual. Colocar palabras complejas allí donde existen uno o varios sinónimos de fácil comprensión para la mayoría, no definir conceptos centrales y abusar del vínculo entre ellos en textos que por eso mismo se vuelven por momentos soporíferos, en muchos casos es consecuencia de mentes rebuscadas a sabiendas, o de quienes a falta de profundidad instalan la oscuridad. Muy valioso resulta al respecto el análisis que el sociólogo estadounidense Charles W. Mills hizo de su colega y compatriota Talcott Parsons en La imaginación sociológica, donde demuestra que una oscura página de Parsons se puede expresar con claridad en una sola frase de dos o tres renglones. Todo lo demás sobra.

Si bien la oscuridad es un viejo recurso de ciertos diletantes no ajenos a nuestra intelligentzia, no pienso que sea el caso del compañero considerado, pero aún así, no puedo ni debo ocultar que su producción teórica suele presentar esa enorme dificultad. Entonces uno (como muchos otros lectores) se pregunta por qué lo hace. ¿Cuál es la funcionalidad de este tipo de discurso para el bloque nacional y popular que intentamos reconstruir después de tantos años de derrota, no sólo económica sino cultural?

Otra colega, Lucrecia Arceguet, escribió hace ya unos años un libro que tituló Sociología para no sociólogos, buscando trasmitir con sencillez conceptos sociológicos a un público no entrenado en el tema. Leerlo a González, y lo digo con experiencia en la profesión, resulta un ejercicio árido incluso para sus propios colegas. Practica una sociología política apta sólo para sociólogos…pero (sociólogos) con mucha paciencia. Cabría suponer entonces que no tiene la pretensión de llegar al gran público. Sin embargo exhibe esos trabajos en publicaciones populares. ¿Pensará Horacio González que está realizando un aporte a la cultura del campo popular ofreciendo un instrumento útil para fortalecer la lucha política de los compañeros? ¿O cree que, si bien su discurso todavía no es entendible, a fuerza de insistir modificará por si solo el horizonte conceptual de los sectores a los que se dirige? ¿O en realidad esta cuestión no le preocupa ni siquiera un poco? Y si es así, entonces: ¿por qué elige ese escenario tan público para mostrar sus endemoniadas criaturas?

La idea no es confrontar con un compañero, ni mucho menos faltarle el respeto, cuando en realidad consideramos que la hora actual indica la necesaria unidad de nuestro campo intelectual para enfrentar a los intelectuales de las clases dominantes. Pero para hacerlo con posibilidades de éxito debemos debatir también entre nosotros, no creernos dueños de estilos y verdades incuestionables. Pregunto entonces:

¿No sería más útil que un sociólogo con evidentes capacidades intelectuales como Horacio González intente gestar una teoría más clara, para que sus aportes se multipliquen entre la mayor cantidad posible de compañeros a la hora de librar la enorme batalla cultural que tenemos por delante?

La pregunta desde luego no va dirigida sólo a González sino a todos los que pretendemos desempeñar nuestra función intelectual dentro del campo nacional y popular. Es hora de poner fin al individualismo pequeño burgués que ha caracterizado nuestra actividad para admitir la posibilidad de la construcción colectiva del conocimiento, lo cual supone un ejercicio de crítica y reflexión con el otro. El individualismo nos lleva con demasiada frecuencia a ignorar el aporte de compañeros, con lo que sólo se puede favorecer el empobrecimiento del producto final. Nadie que publique escribe en realidad para sí mismo, lo admita o no, sino con la esperanza de encontrar una buena cantidad de receptores. Cuando además esos receptores se ubican en un espacio social y político que intentamos construir y fortalecer, para dar con posibilidades de éxito la batalla cultural de nuestro tiempo, la reflexión que propongo se vuelve bastante pertinente. Sobre todo porque sé que muchos amigos y compañeros que no se atreven a plantearlo sin embargo coinciden con lo expresado. ¿O me equivoco?

ego dixit
8 de septiembre de 2010 – 09:43HS

Por fin alguien lo dice, coincido plenamente y abogo por la abolicion de los jeroglificos en la construcción del pensamiento Nacional y Popular.
Viva Jean-François Champollion (pero no olvidemos que a el le tomo una vida descifrar la «Piedra Rossete», nosotros creo no tenemos ese tiempo)


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