Losotros, los monos
Entrevista al estadounidense James Marsh, director del documental Project Nim
Sexo, drogas y un mono llamado Nim
En los ’70, un grupo de científicos pretendió humanizar a un chimpancé y enseñarle el lenguaje de señas, pero el experimento terminó muy mal. El realizador se propuso indagar en esa historia, «que en realidad es un retrato de nuestra especie».
Un bebé es robado de los brazos de su madre, recién dopada de un jeringazo; el pequeño es criado con fines científicos por una familia adoptiva en un caserón, le enseñan el lenguaje de señas, aprende a comunicarse, a quejarse, a festejar, a elegir, a exigir, entra en la adolescencia, manosea las partes de sus institutrices en bikini, se hace amigotes hippones con los que sale a caminar por el campo, fuma porros, bebe alcohol, alcanza la madurez, se muda a ámbitos universitarios, se pone violento, lastima a más de uno y pasa tras las rejas el resto de su vida adulta, hasta su muerte.
La historia podría no ser muy original, pero sucede que el protagonista no es un Homo sapiens sino un chimpancé llamado Nim Chimpsky, bautizado así, en lo que fue una jodita para el lingüista Noam Chomsky. Su presunta capacidad para «conversar» –señas mediante– lo convirtió en una celebridad animal en los ’70, y es el protagonista del documental Project Nim, que puede hallarse en Internet. Esta película reúne material de archivo de las investigaciones e impactantes entrevistas con las personas que trataron al simio, cuyas declaraciones –llenas de amor, de vergüenza, ingenuidad y sangre– llevan a pensar en la figura del «mono con navaja», y a preguntar ¿cuál es el mono y cuál es la navaja en todo esto? El drama simiesco termina trayendo como polizones varios dramas humanos, hasta redundar en un drama primate. Como explica una de las instructoras de Nim en un pasaje: «No podés darle una crianza humana a un animal que puede matarte». Lo dice la persona que le enseñó al chimpancé púber a usar el inodoro y el papel higiénico. Página/12 entrevistó al director de Project Nim, el realizador británico James Marsh, ganador de un Oscar por otro documental, Man On Wire.
–¿Por qué contar la vida de un chimpancé?
–La película resulta un retrato de nuestra especie, de cómo nos relacionamos con una criatura inteligente y sensible y terminamos condenándola. Lo que más me chocó de la historia de Nim es que pasó su vida en manos de gente que no sabía nada sobre chimpancés. Los científicos que llevaron adelante el plan de criarlo como a un niño y de enseñarle a comunicarse con señas nunca pensaron qué iba a pasar cuando Nim creciera. Suena obvio que iba a volverse grande y fuerte y que las mujeres que lo cuidaban iban a terminar lastimadas, pero todos parecieron sorprenderse cuando pasó.
–¿Cómo contar la historia de un animal en particular, sin que sea la historia de una especie?
–Cualquiera que tenga un perro o un gato sabe que los animales tienen personalidad. Eso es aún más claro en los grandes primates. No todos los chimpancés son inteligentes, tienen un espectro de inteligencia, como también lo tenemos las personas. Algunos monos son relativamente tontos, y otros, muy vivos. Todos los que trataron a Nim dicen que era muy inteligente, tenía sentido del humor y podía pensar estratégicamente. Por eso encaré la película como una biografía.
–Los científicos y cuidadores trataron a Nim de maneras muy distintas. ¿Los humanos son los buenos y, al mismo tiempo, los malos de la película?
–Algunos personajes me gustan más que otros, aunque mi trabajo no sea juzgarlos. Todos cometieron errores; yo prefiero a quienes los admiten. El camino al infierno está hecho de buenas intenciones.
–Parte del conflicto son los límites de la ciencia. ¿Un experimento de este tipo sólo era posible en los ’70?
–Admito la audacia de la pregunta que disparó el proyecto original: ¿podemos enseñarle nuestro lenguaje de señas y palabras a un chimpancé? Y de ser así, ¿podría él contarnos su visión del mundo? Es una idea impresionante averiguar cómo ven el mundo otras especies. Pero la ejecución del experimento fue ridícula. Encerraron un mono en un aula, como si fuera un niño inglés, y lo taladraron con palabras. Nim se rebeló, como correspondía, y el experimento fracasó. Los chimpancés no pueden usar nuestra gramática creativamente. Es increíble que hayan tardado años en darse cuenta de que Nim, simplemente, les imitaba las señas. Algo así sería imposible en el siglo XXI. Sabemos lo peligrosos y violentos que pueden ser los chimpancés tan pronto como alcanzan la pubertad.
–¿Project Nim cambió su opinión sobre los chimpancés?
–Sí, les tengo miedo… En la adultez tienen cinco veces nuestra fuerza y aplican con los humanos la misma cultura social de dominación e intimidación con la que tratan a otros chimpancés. Si uno no se impone físicamente sobre ellos, serán ellos quienes se impongan. Además, son inteligentes, tienen buena memoria y, como muchos humanos, adoran los estados mentales alterados y disfrutan de tomar todo tipo de drogas.
–Desde la perspectiva del maltrato animal, la idea de que a Nim le dieran cerveza o marihuana podría sonar irritante.
–Los chimpancés son naturalmente hedonistas. A Nim le gustaba fumar porro. Empezó de muy joven. Eso era más natural para él que estar en un aula aprendiendo un lenguaje. A los chimpancés también les gusta el alcohol y adoran la ketamina, que era usada en Oklahoma para tranquilizarlos: hacían cola para recibirla y se enojaban cuando se terminaba. Fumar marihuana los calmaba. Yo no me animaría a cruzarme con un chimpancé borracho, pero con uno fumado podría estar todo OK. Me pasa lo mismo con las personas, la gente fumada no es violenta ni irritable, mientras que la gente que ha bebido alcohol sí puede serlo.