LUIS SALINAS EN CUBA: En la frontera norte

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El 8 de octubre pasado se cumplieron seis años de la muerte de mi hermano Luis y los 46 de la del Che. Poco antes (puedo buscar la fecha exacta) Luis había visitado Cuba por primera y única vez. Para los dos, pisar Cuba era algo así como el equivalente de la aliá para los judíos sionistas ma non troppo. Como vedere Napoli y doppo morire, aunque nunca esperé que la sentencia fuera tan pero tan literal. Para Luis, anticiparse, madrugarme, era algo importante. De aquel viaje, quedaron estas impresiones, creo que inéditas… y algo deshilachadas ya que Voltaire no aparece nunca.  Y quedaron, también, mis ganas de conocer Cuba.
Cubanos en la batalla de Cuito Canevale (1988) en el SE de Angola, que marcó el comienzo del retroceso de la Sudafrica racista y la independencia de Namibia
Fidel y Voltaire

Por Luis Salinas

Nunca es mala la ocasión para aplicarse un poco de Jauretche, y en este caso como en todos, hacerlo es hacer el esfuerzo de mirar Cuba no desde el aire, como si uno tuviera la pretensión objetiva (gradualmente, de más a menos) de Dios, la historia atemporal, el ciclón Penélope o un avión espía, sino como si la viera desde aquí: apaisada, en la distancia y uno de nuestros puntos de frontera con el bloque angloamericano.
Vista así, Cuba es un campamento de avanzada. No de vanguardia en el camino ineluctable de progreso de la humanidad, sino de avanzada geográfica. El proceso de independencia de Cuba, que fue crudelísimo y en su escala solo se puede comparar con el de la actual  Bolivia, jamás terminó; los yanquis lo «soplaron» antes de la toma del
poder, ayudados por la muerte de Martí y la venalidad o falta de conciencia de los otros líderes anticoloniales, pero fundamentalmente en base a armas y opresión apenas disfrazada. Como escribe Pablo Milanés, lo que esperaba a Cuba de no haberse producido la Revolución  está a la vista y es perfectamente analizable: Puerto Rico.
La Revolución es el complemento de la independencia, no en sentido poético sino práctico y palpable, como que sólo hay medio siglo entre la extinción de la primera y el inicio de la segunda. Cincuenta años; menos tiempo que el que el peronismo lleva tratando de balbucear un modelo de país y muchísimo menos que el que llevamos los argentinos matándonos alrededor de las mismas disputas. A la vez, va casi otro medio siglo de Fidel en el poder, y no terminan de cuajar una de dos cosas opuestas: no se ve que, con toda su capacidad de conducción, Fidel haya conseguido estabilizar la revolución, lo que podría contabilizarse como una culpa o una responsabilidad propia en la incapacidad o falta de voluntad de generar cuadros de recambio. Y no se ve –por ningún lado –una resistencia nacional digna de ese nombre. Hay, sí, toda clase de gritones en Miami, exigiendo que otro derribe a Fidel, ocupe la isla y la castigue por su insolencia con la dosis de hambre y desastre que le corresponde por caribeña, mas un extra como sanción a la rebeldía.
Está claro que no son patriotas. Son especuladores de tercera generación que todo lo más desean seguir siendo importantes como grupo de presión, porque eso les da un valor agregado sobre el ciudadano norteamericano medio, y muchísimo más si se los compara con cualquier otro grupo de emigrados «latinos». No desean de verdad regresar, no caben ni remotas esperanzas de que fleten no un Granma sino aunque sea un Mariel de sentido inverso, hace mucho que ya no son cubanos pero lo fingen para conservar el favoritismo; quizás cuando se emborrachan tienen ataques de nostalgia por fincas que nunca conocieron, expropiadas a sus abuelos, y por una superioridad racial que no existe en la isla, pero de la que tampoco gozan en EE.UU., no por que no exista, sino porque no le toca al medio pelo.
En el otro sentido, la incapacidad de la Revolución para asentarse, de modo que un suceso en perspectiva natural y esperable como la muerte de un líder ochentón no los hunda en el caos –lo que está por verse, pero está claro que es la sensación afuera y adentro –también puede desglosarse: o la revolución (y las revoluciones, porque no queda otra a la que mirar) no puede(n) ser, y todo lo que vimos pasar desde el ’59 es un prolongadísimo desvío de las leyes de la probabilidad (de lo que podría deducirse lo muy mal que hicimos en insurreccionarnos, y lo bien que hicieron en reprimirnos, puesto que librados a nuestro propio curso hubiéramos conducido a nuestras patrias a catástrofes camboyanas) o bien la revolución y las revoluciones en general son factibles, los sistemas más o menos justos en lo social pueden construirse, incluso en condiciones de laboratorio de lo más hostiles, como las de éste laboratorio, y cuantimás con un poco de aire.
Esto es importante, porque es la base de lo que la revolución vale. Es decir, de lo que puede exigir en materia de disciplina y control social.
Estuve en Cuba diez días, dos terceras partes del tiempo rodeado de burócratas culturales, empleados de hotel de turistas y niños de escuela, y una fracción del tiempo restante en la rúa pero en el circuito: la calle Obispo, el puerto, Ancón, en la costa del Caribe. No alcanza para evaluar nada, máxime que corrido por la timidez no fui capaz ni de entrar en un CDR a conversar. Vi Trinidad, una ciudad de piratas, paradisíaca y atemporal como Macondo, y Santa Clara, una gran ciudad sin gracia, muy populosa, con interminables barriadas pobres y no menos de dos guardapolvos blancos –asistentes sociales y médicos –timbreando por cuadra. Vi millones de pibes de cuatro a dieciocho años de uniforme escolar (ni uno solo suelto en horario de escuela) cincuenta personas en una parada de colectiv esperando su «camello», grande como un barco, gente que demora dos horas después del trabajo para hacerse con la provista mínima, gente joven y con trabajo pescando en el malecón a las cuatro de la tarde del martes, ví la calle de San Lázaro que el mismo Fidel definió, en esos días, como pobre y de riesgo social, corrigiendo a una niña que la trató de «ambiente criminal». Hay en ella conventillos de material, parecidos a los de las zonas pobres de Montevideo, con las vías de agua rotas y desaguando hacia la calle, había inundación y apagón en esos días, como producto del embate de (el huracán) Vilma (fines de 2005).
De hecho, la recorrí sin temor en medio del apagón. En cada convento hay por lo menos un conjunto con varios bronces y casi siempre contrabajo, ensayando. Hay un edificio de cuyas cañerías en el tercer piso nace un ficus (un ficus no es, como ustedes pueden creer, ese bonsai de interior que se pone en las antesalas) extiende el tronco por cuatro pisos más y abre la copa sobre la azotea, como un paraguas enorme. Hay gente visiblemente pobre, pero no familias numerosas. La gente es negra y blanca en la misma proporción que en cualquier otra parte o estamento de Cuba, incluyendo las banditas de pibes callejeros Hay una enorme avidez por productos de tocador, champú, jabón fino y esas cosas; todos tienen sus dientes, incluso los mendigos del recorrido turístico, que también tienen sus aparatos ortopédicos. Conversé con gente que trinó contra el comunismo, contra Fidel y el bloqueo (y contra Bush, también, eso es invariable) y después trató de afanarme. Conversé con dos tipos diferentes que estuvieron en Miami y se volvieron: no puteaban
exactamente contra la economía capitalista sino contra la antipatía de los estadounidenses, en particular de los policías, la discriminación y el exceso de horas de trabajo, pero querían a Fidel y a Maradona, que acababa de reportearlo. El no poder viajar les pesa. La sombra del capitalismo les resulta ominosa, pero ni siquiera tienen, los ingenuos, una idea muy precisa de qué se trata. Están seguros de la animadversión de los EE.UU. no por la revolución socialista sino por Cuba misma, el país, su pueblo y su independencia.
Como después de varios intentos, me afanaron, conocí un precinto –en el que pasé toda la noche –y a la temida policía de investigaciones. Esta última consistía en dos mulatos que me llevaron corriendo de un lado a otro de La Habana en un patrullero destartalado y sin luces, en medio de una noche de lluvia. Les dije que con seguridad íbamos a matarnos y me dijeron que no había por qué, si éramos respetuosos de las reglas de tránsito. Son reglas muy sofisticadas, porque hay pocos semáforos, pocas cebras, pocos autos con faroles en servicio activo. Sospecho que trataban de desalentarme de mi investigación, pero ni ellos, ni los del precinto, ni los milicos que zanganean en las puertas de los cuarteles con las cartucheras vacías parecen muy aptos para un Estado de férreo control represivo. Tiene que haber un sistema de control e información, porque Fidel cita a los protagonistas de hechos nimios –la señora que volvió a buscar a su perrito en la evacuación, durante la inundación de  Cienfuegos, por caso –por nombre y apellido, y sabe con que marca de camiones está trabajando la defensa civil de un pueblo a seiscientos kilómetros; pero no es una cheka ni nada que se le parezca.
Uno de los anticastristas, que vivía del mangazo y los pequeños servicios a los turistas, me dijo que estaba harto de que el CDR y la comisaría lo presionaran para que trabajara. El punto máximo de esta presión, al parecer, es la suspensión del racionamiento, algo que todavía no le había pasado. Suena duro, aunque menos cuando se tiene una idea de a que ritmo trabajan los que si lo hacen, Hay poca exigencia, poca tensión laboral y mucha tendencia a patear la pelota para arriba, en dirección a Fidel. Puede interpretarse que hay poco que lograr, poca ambición, grisura. También puede interpretarse que los cubanos no tienen ni puta idea de que es la alienación; depende de lo que uno mismo espere conseguir o crea que se merece de parte de su sociedad.
Puede interpretarse que no se les ha dado el derecho de decidirlo solos. A mí, aquí, tampoco, y no es una interpretación sino un hecho. A mí me hinchan las pelotas tres páginas de modelos de celulares en el diario de la mañana mucho más que lo que al conductor del «coco-taxi» la gigantografía del Che en Plaza de la Revolución. Es mucho peor periodismo la ensalada de chivos, chismes incorroborables, agria mala leche y soberbia de página tres de Clarín, todos los días de nuestra vida, que la más acartonada editorial de Juventud Rebelde. No hay en Cuba represividad contra los trabajadores. No vi vedados, ni barrios de lujo; o no existen, o están lejos de las principales rutas. Tampoco noté mucho nervio revolucionario. Parece lógico, teniendo en cuenta que hace cincuenta años casi de la revolución, la mitad de su historia independiente. Quisiera saber cuantos argentinos se apasionan por los debates del Centenario. Probablemente Fidel gana todas las polémicas respecto a la revolución porque es el único que se acuerda.

Pero amagué con Jauretche y al final concluí en impresiones de viajero del siglo XIX. Todo eso que no se puede hacer en Cuba es lo que nosotros si podemos, podríamos, pudiéramos hacer, como les guste, en alguna medida gracias a que Cuba está ahí, en la avanzada; es decir por el espacio que abre el miedo, la hipocresía o el sentido diplomático del Imperio y del capitalismo.

Podemos cocinar una receta que incluya libre albedrío, control social, un mismo rasero, igualación forzosa, estímulo personal, voto y asamblea, colectivo e individuo, libertad y justicia, porque Cuba está ahí, y una vez hizo una revolución, y habilitó la mitad de estos ingredientes.
Podemos hasta hacernos los cocoritos con el imperio, hacerle pito catalán y burlarnos de sus amenazas porque Cuba está ahí, desde hace medio siglo, y no pueden con ella.
¿Duran para siempre las revoluciones? Claro que no. No hace falta esperar que Fidel muera para especular con un  interrogante que está resuelto desde la crucificción de Espartaco. ¿Y?


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