Más allá del liberalismo y el revisionismo, por María Pía López

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Un comentario que no hace al eje de lo que se pone en debate: Me chirría la comparación que María Pía hace entre Rosas y Artigas y cómo ambos habrían tratado a nuestros paisanos, los indios. Tengo entendido que Rosas se alió con unas tribus para guerrear con otras, y no sé de que en la Banda Oriental hayan sobrevivido charrúas, por lo que puede decirse que Artigas fracasó rotundamente en sus propósitos.

La historia en cuestión

 Más allá del liberalismo y el revisionismo

Por María Pía López 
La discusión acerca de la pérdida, en algún cajón del escritorio de Mitre, de la copia de un Plan de operaciones para el Río de la Plata que habría escrito Mariano Moreno, ponía en escena el procedimiento para constituir una historia ejemplar.

Jean Pierre Faye comienza un libro monumental sobre Los lenguajes totalitarios, afirmando la centralidad de las narraciones: «ya que la historia no se hace más que narrándose, una crítica de la historia no puede realizarse más que relatando cómo la historia, al narrarse a sí misma, se produce». Y es claro que allí introduce un doble juego, a partir de los, por lo menos, dos significados de la palabra historia: el que refiere a los hechos y el que remite al relato –o a la disciplina de conocimiento.

Desde hace unos años, se preserva la palabra historiografía para mencionar los estudios e historia para aludir a los sucesos. Pero el léxico no alcanza para disociar algo que no puede disociarse, aun entre los más confiados militantes del dato positivo: y eso es que el relato sobre el pasado, las interpretaciones, son constitutivos, interiores, a los hechos del presente. Incluso cuando se pretendan a sus espaldas, la propia renuencia los vuelve actores de una escena a la que desdeñan.

Las sociedades requieren la narrativa del pasado. Ya sea bajo la forma de memoria, de símbolos comunes, de relatos escolares o de texturas míticas. Lo sabía Mitre cuando participa de la Galería de celebridades argentinas e impulsa una suerte de santoral patriótico, destinado a una pedagogía cívica y, a la vez, a una división maniquea de lo moral y lo inmoral.

Incluso lo sabía más que Sarmiento, que no podía dejar de adosar a sus confrontaciones una extrema apuesta literaria, que lo volvía, rápidamente, objeto de desconfianza porque quedaba a la vista –a primera vista– que lo suyo no eran los datos sino la enfática presentación de los problemas para despertar de ese modo voluntades adormecidas. Mitre cultiva la reticencia, probablemente más efectiva. Mientras hace el ademán de sustentarse en los datos y documentos.

El revisionismo se desplegó discutiendo esa presunta relación y señalando hasta qué punto era un sendero cargado de omisiones y malinterpretaciones. La discusión acerca de la pérdida, en algún cajón del escritorio de Mitre, de la copia de un Plan de operaciones para el Río de la Plata que habría escrito Mariano Moreno, ponía en escena el procedimiento para constituir una historia ejemplar. En esa confrontación se fue desplegando una narrativa con más gusto por la inversión de las hagiografías mitristas que por el debate sobre la armazón en la que esta se sustentaba. Tanto en lo que hace a la idea de una intencionalidad que organiza los acontecimientos como en la imagen de una división moralizante y maniquea. La nación y la antinación sería el eje organizador de un mundo de experiencias, trayectos biográficos y confrontaciones bastante más ambiguos en su existencia que en su relato.
La narrativa revisionista es muy potente porque recrea la potencia de su adversaria, pero le agrega la denuncia al ocultamiento y la malversación. No son relatos superfluos en sociedades que recuerdan su pasado como hitos de injusticia. La historia académica contemporánea –que produce interesantes líneas de interpretación, dentro de las instituciones universitarias y de investigación que no pueden señalar el apoyo estatal como escuálido– ha tratado de aliviarse de los sayos anteriores y producir un conocimiento menos apremiado por las pretensiones del presente.

No quiso ser revisionista pero tampoco mitrista. Y quizás en esa negación que le abrió caminos productivos en la renovación historiográfica, está su dificultad para incorporarse a los debates contemporáneos. Porque cuando lo hace, como puede verse en la carta de Hilda Sábato, Juan Suriano y Mirta Lobato –y en la suerte de adhesión que a sus argumentos hace Beatriz Sarlo en La Nación–, realiza un ademán escandalizado e interpreta una discusión sobre las narraciones pertinentes o deseables sobre el pasado como una amenaza totalitaria o un peligro.

Luego de los muchos intentos de autonomizar el campo historiográfico y de considerar rota la doble herencia liberal – revisionista, cuando deciden intervenir, lo hacen comprendiendo la historia como moral y previendo una relación inmediata y profunda entre los relatos y los hechos políticos. Pero si creían esto, ¿por qué tanta prescindencia de esfuerzos en desplegar narrativas complejas capaces de interpelar no sólo al lector experto sino al ciudadano, narrativas capaces de conjugarse con la vida pública argentina?

El neo-rrevisionismo sí lo ha hecho, y no ha evitado la apuesta a los lenguajes comunicacionales más recientes para desplegar su posición por la historia. No son pocas las discusiones que algunas intervenciones desplegadas desde sus militantes merecen, pero es claro que aquello que incita a un debate tiene un valor que la mera reproducción de las lógicas anteriores –que generan confortables inscripciones en la reproducción del círculo académico– no tiene.

En términos públicos. Hasta hace unos años –no conozco los criterios 2011 de evaluación– la escritura de artículos para medios de comunicación o revistas sin referato era motivo de malas puntuaciones en el CONICET: es decir, bajaba la consideración de los artículos publicados en lugares adecuados, como una mancha contaminante que mostraba que lo legítimo era sólo una parte de los intereses. ¿Por qué la alarma ante una institución que alojaría a cultores de una historia no académica, que hacen de sus narrativas una intervención pública persistente?

Mucho para discutir, decía, porque no se puede aceptar con comodidad, en estos tiempos tan complejos y nuevos de la Argentina, la afirmación de un relato moral y ejemplar. Menos aun que se sustente sobre un nacionalismo empobrecido y empobrecedor, que usa como criterio de valoración el origen territorial, como se desprende de las intervenciones realizadas, en estos días, por Pacho O’Donnell.

Nuestra cultura, la de los países de América Latina, estaría en riesgo: porque muchos de sus momentos intensos y creativos fueron desplegados en relación a la traducción y al intercambio. Lo hizo el movimiento antropófago en el Brasil de los ’20 cuando arrojó «tupi or no tupi: that is the question», y allí la lengua shakespereana se parodiaba y extremaba en la fundación de una vanguardia indigenista. Antes lo hizo Mariano Moreno con la traducción del Contrato social de J.J. Rousseau y su conversión en texto escolar. O José Artigas leyendo con atención al federalismo norteamericano. Y más an, José Carlos Mariátegui, quien pudo ser llamado el primer marxista latinoamericano, porque supo apostar al socialismo sin calco ni copia.

Y se ve que ya estos nombres implican una apuesta y un problema. O varios. Porque el flamante Instituto Dorrego planea el estudio de ciertas biografías y obras, y omite otras. Por ejemplo, sí Haya de la Torre y no Mariátegui. ¿Cuáles serían las razones para que una de las obras más originales y profundas de América Latina sea omitida? Omisiones, pero también secuencias que merecen un desmenuzamiento detenido, porque incorporan al rosismo en una serie que es claramente legitimadora, omitiendo considerar la lógica de constitución del poder, la relación con el mundo indígena y una ampliación del carácter latifundista de la propiedad de la tierra, que lo ponen en las antípodas, por ejemplo, de la experiencia artiguista en la Banda Oriental.

Cada uno de estos temas merece una amplia discusión. En la que sin dudas se requerirán documentos, narraciones y textos también extranjeros. Ni alarma, entonces; ni estrechez nacionalista: la cultura argentina tiene profundas reservas de pensamientos activos, capaces de leer con agudeza lo que no produce pero también de ejercer los necesarios desvíos. Allí, en nuestro pasado reciente, están las sagaces lecturas de John W.Cooke para evidenciarlo. Pero esa complejidad y esa asunción de la riqueza que tenemos como lectores no provincianos (y ahí recordemos, una vez más, a Borges), es lo que nos permitirá constituir relatos sobre el pasado tan profundos e innovadores como el presente que los requiere.

*Socióloga y ensayista y docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA)


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