Massera: desde las sombras de la mediocridad

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Por Oscar Raúl Cardoso / Clarín

Oscar Raúl Cardoso falleció en julio de 2009. Escribió este perfil, que nunca se publicó, el día de 2002 en que Massera sufrió un accidente cerebral. Cardoso me caia simpático, y me cae mejor que haya rematado está necrológica adelantada (algo muy habitual en todas las redacciones) con una referencia a «Trampa 22», una gran novela. 
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Quizás sea, después del horror que propició, el signo más notorio de la vida pública del ex marino Emilio Eduardo Massera; su intento, personal, tozudo y, finalmente, fallido por mostrarse como el único de los tres hombres de la primera cúpula de la dictadura militar que ocupó la Argentina a partir de marzo de 1976, capaz de elevarse por sobre la mediocridad que caracterizó aquella experiencia.
Jorge Rafael Videla parece haber aspirado a lo mismo durante algún tiempo, pero no tardó mucho en rendirse a la evidencia de su propia medianía y, en cuanto a Orlando Ramón Agosti, sólo es posible recordar su inhabilidad para quebrar el silencio con algo más que un par de frases huecas. Incapaz de construir, el trío se las ingenió, sin embargo, para infligirle al tejido social de la Argentina un daño del que aún no se ha recuperado plenamente.
 
En uno de los muchos libros que intentaron descifrar aquellos años de la Argentina -«Un léxico de terror», 1998- la académica de la Universidad de Harvard, Marguerite Feitlowitz, se aproximó al significado que tuvo la presencia de Massera en la Junta Militar del inicio del Proceso de Reorganización Nacional.
«Brutal, sádico y depredador -escribió la autora- todo el régimen fue intensamente verbal». En ese contexto, encontró Feitlowitz, «el gran orador del Proceso fue el almirante Massera, maestro del ritmo mayestático, de tono culto y de mensaje que, aún siendo profundamente confuso, resultaba cautivador». Massera, en síntesis, mintió tanto o más que los otros protagonistas de la dictadura colectiva, pero entre todos sólo él parece haber estado convencido de que sus mentiras lo llevarían hasta la playa de una victoria política personal.
No fue así; contra su intenso deseo -que nunca ocultó-, Massera ni llegó a una Presidencia a la que aspiró a través de un mecanismo de rotación que el Ejército se encargó de condenar, ni pudo luego convertirse en el heredero con votos de la experiencia de excepción. En el final, su modo de mentir condenó tanto a los otros como a sí mismo.
En aquellos días, ensayó un doble juego público y reservado. En el silencio de este último, comandó el segmento militar que, de modo más sistemático, ejerció el terror desde el Estado -la nómina de antecedentes es casi interminable, desde el infame «grupo de tareas 3,32» hasta el infierno en que transformó a la Escuela de Mecánica de la Armada-, mientras que en la superficie ensayó la justificación más acabada de esa pesadilla nacional.
Entre sus antecedentes de juventud, hay un flirteo intelectual de Massera con la filología que quizás ayude a explicar sus pretensiones. En una de las piezas oratorias más promocionadas del período -conocida como «el ciclón silencioso y sutil»-, intentó recuperar para el régimen militar el control del lenguaje de los argentinos. Las palabras de una sociedad que parecía empeñada en un cambio mayor se habían vuelto «infieles a su significado» y, por lo tanto «perturbaban nuestra capacidad para razonar».
«Aun la palabra de Dios -dijo entonces- es usada por los asesinos para inventar una teología que justifica la violencia». Sólo las nuevas palabras del poder militar eran «seguras», agregó, porque ofrecían materia para la «meditación» sobre cuestiones de «la realidad objetiva».
No conviene dejarse llevar por la soberbia intelectual de sus sobretonos; en ese mismo discurso Massera definió la relación entre las Fuerzas Armadas como una «hermandad indestructible» , quizá la definición de absurdo más evidente.
Massera forcejeó cada día de la experiencia con la supremacía histórica del Ejército en las experiencias militares y, en particular, con Videla y su adláter Roberto Viola y utilizó la muerte -no sólo ya como el medio para ganar la «guerra sucia» que habían inventado- sino como una herramienta para dar jaque a sus adversarios internos.
Los asesinatos de Héctor Hidalgo Solá y de las religiosas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, ejecutados por la Armada, fueron precisamente eso: no eran golpes contra las organizaciones guerrilleras, sino parte de la puja política intestina que se dio en el régimen.
No tuvo éxito y debió dejar, en 1979, la Junta Militar y la comandancia de la Armada pero no se resignó. Intentó trasladar su carisma de caudillo naval a la política sin uniforme e incluso fundó un partido -Cambio para la Democracia- que buscó sus raíces, sin poder reclamarlas por cierto, en una difusa socialdemocracia y terminó condenado a cadena perpetua el 9 de diciembre de 1985, en el juicio a los ex comandantes, por tres homicidios agravados por alevosía; 12 tormentos; 69 privaciones ilegales de la libertad calificadas por amenaza y violencia y siete robos.
Aunque se benefició con el indulto de 1990, volvió al arresto por la sustracción de menores y también por la apropiación de bienes de desaparecidos.
En la novela «Trampa 22»-apropiada como referencia porque es sobre militares- el autor, Joseph Heller, afirma que «algunos hombres nacen mediocres, algunos alcanzan la mediocridad y a otros la mediocridad les es impuesta». No es difícil ubicar a Massera en una de estas categorías.

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