Me usurparon la personalidad
Dicen que lo hizo un detective mistongo de San Telmo de apellido Mariani, que sería el alter ego de un escritor (ver último párrafo). Por las dudas lo proclamo: yo no fuí. JS
http://tiempo.elargentino.com/notas/martin-malharro-heredero-de-rodolfo-walsh
La novela negra argentina
Martín Malharro, un heredero de Rodolfo Walsh
Publicado el 12 de Diciembre de 2010
Por Laura Lifschitz
Lejos del policial inglés “clásico” y cerca de la mejor tradición nacional del género, Calibre .45 ubica la acción entre anticuarios y numismáticos para denunciar a un Estado corrupto.
En octubre de 1954, Rodolfo Walsh publicó en la revista Leoplán “La sombra de un pájaro”, cuento adscripto a la ficción de corte policial que ha servido para analizar su obra. En él, la sagacidad del detective-corrector de pruebas Daniel Hernández era abordada por un narrador tajantemente convencido. Un enigma cuya resolución “había emanado directamente de la creación poética” dejaba boquiabiertos a los miembros del cuerpo de policía que poco habían podido hacer para esclarecer un crimen: “Y aunque nadie le entendió, todos quedaron conformes, porque al fin y al cabo –pensaron–, cuando uno es capaz de destruir las más cerradas evidencias, de poner el dedo en otra parte y anunciar: ‘Esta es la verdad’, tiene cierto derecho a decir cosas raras y pasadas de moda. Sobre todo si esa es, efectivamente, la verdad.”
Considerado como el padre de la novela negra en la Argentina, en una casi lógica mixtura con el periodismo de investigación y la non-fiction novel de Operación Masacre, de 1957, el horizonte narrativo de Walsh sigue dando sus frutos. Recientemente la editorial Mil botellas publicó Calibre .45, de Martín Malharro, segundo tomo de la trilogía La balada del Británico, que tiene como protagonista a Mariani, un detective lumpen de San Telmo, rastreador urbano muy similar al arquetipo descrito por Sarmiento en el Facundo. Allí, el personaje creado por Malharro –a la sazón, periodista y docente de la Universidad de La Plata–, acostumbrado a la pesquisa de infieles, hijos profugados y otros incidentes menores, se interna involuntariamente en casos cuyo esclarecimiento no le permitirán la fama o el enriquecimiento, pero sí la posibilidad de perpetuarse en las páginas de una novela. Con Banco de niebla, la primera de la serie, Mariani se encuentra frente a un caso que involucra las relaciones que los miembros de la Triple A mantuvieron con los empresarios de las grandes casas automotrices, señaladas luego por la prensa y la justicia como las encargadas de la desaparición y asesinato de los cuadros sindicales de una Argentina que se preparaba para la última y sangrienta dictadura.
Sin embargo, el compromiso que Mariani veladamente construye en este segundo tomo alrededor del mundo de los anticuarios y numismáticos, confiere a Calibre .45 esa atmósfera desde la cual denunciar un estado corrupto, a imagen y semejanza de lo que Raymond Chandler y Dashiell Hammett plasmaron en los Estados Unidos posteriores a la Gran Depresión.
De la mano de un sosias, mecánico de oficio y enamoradizo por vocación, y con la ayuda de un cuerpo de inteligencia apenas armado con carritos de supermercado desvencijados para la recolección nocturna del cartón, el personaje de Mariani responde a esta tradición que no especula con la sagacidad del lector ni con el develamiento de un enigma a modo de la novela policial inglesa. Lejos de un pacto de lectura que requeriría sujetos acostumbrados a la resolución de crucigramas, esta novela indaga de un modo marginal las oscuras razones que lanzan a los coleccionistas de arte de Buenos Aires a la consecución de sus objetivos más despiadados en connivencia con los encargados de velar el patrimonio público de nuestro país.
Aun cuando Malharro cree algo exagerada la afirmación de Walsh acerca de que el género policial nace con las Sagradas Escrituras, sentencia que ubica al profeta Daniel como el primer detective de la literatura universal, lo cierto es que esta etiqueta genérica sigue deparando lecturas insospechadas. Por caso, aún hoy se discute el rango de sustentabilidad que tiene el mote “novela negra” en la Argentina y los elementos que habría que incluir en un corpus textual que diferenciara este tipo de ficciones respecto del relato policial clásico argentino, el cual puede observarse en algunas ficciones decimonónicas de Eduardo Holmberg o, más acá en el tiempo, en la narrativa del padre Leonardo Castellani, Velmiro Ayala Gauna o Manuel Peyrou, entre muchos otros.
Lo cierto es que tanto Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares con su Isidro Parodi, como Walsh con sus cuentos y más adelante con la trilogía Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El Caso Satanowsky –que lo acercó al periodismo de investigación–, llegando al presente con Negro Absoluto, la serie que hace algo más de dos años edita Juan Sasturain, puede fecharse el comienzo de la novela negra local entre las décadas de 1940 y 1950. Sus inicios fueron pioneros para el mundo hispanoparlante. Tan es así que el ingreso de este tipo de ficción al mercado español, por ejemplo, fue vehiculizado a partir de la distribución en la península ibérica de la colección Rastros, de la editorial Acme, a partir de 1951.
Este hecho contextual intenta explicar un fenómeno al menos peculiar en el caso argentino, que tiene como base la estructura del mercado editorial. G. K. Chesterton, aquel bienamado por el propio Borges, supo afirmar que “el primer valor esencial de la narración policíaca es que esta es la primera y única forma de la literatura popular en que se expresa algo de la literatura moderna”. El énfasis en el carácter popular de este tipo de narrativa no refiere ni a los productores ni, necesariamente, a los receptores de este tipo de literatura, sino al circuito mercantil. En ese sentido, la novela negra estadounidense gozó las bondades de la modernización de los medios de comunicación, lo que benefició la masividad de este tipo de literatura. El caso argentino, como en muchas otras cuestiones, padece en la actualidad la ausencia de apoyos a la publicación de estos textos que quedan en manos de editoriales que llevan adelante la tarea con todas las dificultades del caso.
Pese a ello, la nueva entrega de Malharro pone en discusión una afirmación que hiciera el escritor y docente Carlos Gamerro hace cinco años. En un tono tan adorniano como para sonar lógico, según Gamerro, en la Argentina, “después del Olimpo no se puede hacer novela negra”. Quizás, en dirección opuesta a ello, Malharro edite prontamente su última parte de la trilogía en la que Mariani se ve involucrado –pues para nuestro Mariani la vida es una consecución de accidentes que irrumpen en su pasiva existencia– en un misterio que envuelve a los represores a cargo de Campo de Mayo.
Mariani –quien por momentos, a fin de darse crédito, deba usurpar la identidad del periodista Juan José Salinas o recurrir a la ayuda del experto en policiales Ricardo Ragendorfer– seguramente descrea del periodismo de investigación, que trata a su objeto a veces demasiado literalmente como un cuerpo inerte. Quizá no tanto Malharro, aunque en estos últimos tiempos, esté convencido, como lo estaba Flaubert de Madame Bovary, de que “Mariani c’est moi”.