MIGUEL BRASCÓ, un texto suyo sobre el disfrute del vino
De los bobetas
Miguel Brascó y cómo no actuar en una cata de vinos…
Nueve personas de cada diez toman vino por el puro placer de tomarlo y, de paso, integrar sus sensaciones de nariz y paladar al disfrute de los aromas y gustos propios de un plato suculento, afín, bien preparado. Pues entre todas las bebidas aptas para acompañar una comida, el vino es la que mejor se adecua. ¿Qué tomar, por ejemplo, con unos riñoncitos de cordero grillados corto? ¿Agua con hielo o regular coffee como los americanos? Más vale es preferible un Malbec de Agrelo Alto, un Pinot Noir de Tupungato o un Syrah sanjuanino de Tulum. Es así y no hay tu tía, siendo el vino bienaventuranza desarrollada por Dios y los bodegueros del Médoc para conceder disfrute y otorgar placer a quien lo toma.
Sin embargo, la décima personas de aquel grupo de diez en lugar de disfrutarlo con placer lo ejercita como un padecimiento. Por el esfuerzo que le exige el hacer pinta emitiendo elocuencia sobre el pipiripí vitícola y vinícola, la altura que probablemente tendrán las viñas sobre el nivel del mar, el conjetural raleo de racimos verdes para bajar la producción a sólo noventa quintales por hectárea, los tejemanejes de la maloláctica; lo que dijo, lo que no dijo y lo que pudo haber dicho Michel Rolland, el pichicateo de los polifenoles y el piripipeo de las concomitancias; todo eso con el debido énfasis erudito y una completa precisión en el sí o el tal vez no de las glicólisis de los acetaldehídos. Al solo efecto de que el grupo fashion de señoras escuálido look con pechugas large bien a la vista y jóvenes absolutamente enologizados a su alrededor digan: caramba, cómo sabe este tipo.
Ese décimo personaje es técnicamente el bobeta de las degustaciones. A quien la cosa vino por tenso cual brítono alla Schipa que, vocalizando un aria do de pecho Leoncavallo, cacalufa de pavor ante un involuntario luctuoso desafine. Fíjese, mírelo bien, extenuando sus neuronas olfativas en las degustaciones, para detectar si los tintos giratorios en su copa tienen aromas a vainilla, a tabaco, a cacao, a trufas, a chocolate, acaso a regaliz, almendras, avellanas, frutas frescas, frutas rojas, frutas negras, frutas secas, frutas maduras, frutas exóticas, mermelada de esas frutas, ¿quizás frambuesa?, flores blancas, flores rojas, pimientos rojos, pimientos verdes, pimienta, especias, clavo, vahos herbáceos y hálitos bituminosos.
Desde ya le adelanto que todos esos aromas efectivamente existen, no vaya a creer: están en el vino, así como los tostados, los no sé qué del sotobosque, los bretanomyces del roble y los asfaltos derretidos que adora Robert Parker junior, amén de los hálitos eventuales a recado de caballo recién galopado, a pantalones de cuero del abuelo sin especificar el área) o a pastel de manzana puesto a enfriar en el borde de la ventana. Están, están, para tormento del bobeta diez, que se obliga a sí mismo a super concentrarse para detectarlos. Son ésteres, corpúsculos gaseosos, terpenos, aldehídos y otras menesundas de las seiscientas o más que componen la química general del vino.
El aroma a banana es un éster de metil butil acetato; el de almendras, un puf de alcohol bencílico; el vaho a roble de Alliers tostado medio es metil-5-furfutal y el aroma a Cabernet es 2-metoxi-3-isobutil piramina. Un cromatógrafo en fase gaseosa detecta el metil-5 y el 2-metoxi (para los íntimos) al simple toque, apenas uno lo enchufa, pero al bobeta diez le cuesta un laburo bárbaro de olisqueos y en su fuero interno está como el barítono.trémulo y solo, en pleno Leoncavallo.
Al final arriesga una conjetura, total ya está jugado y ¿quién se la va a discutir? «Le encuentro un dejo a roble de tostado medio» dice bajito, mirando alrededor en procura medio subrepticia de consenso primario. ¿No debería decir «tiene bastante metil-cinco-furfural»? No señor. Porque «un dejo a roble de tostado medio» convoca a un cierto encanto (charme, digamos) aleatorio finoli, y en cambio «metil-cinco-furfural» suena chongo a laboratorista. «¿Frutas negras?» Obvio, las frutas negras deben mencionarse siempre, así como los taninos dulces. Y, ya lanzado, el bobeta diez se interna en la riesgosa área de las precisiones: «recuerda a blackberries», dice. Bah, precisiones poco comprometedoras porque ¿quién sabe exactamente lo que son blackberries? Sólo quien haya vivido en Bariloche o en Inglaterra puede manejar sin titubeos esa nomenclatura.
No le cuento lo extenuante que es actuar de bobeta diez, estar ahí la gota gorda mientras los otros nueve frívolos del grupo ya van por la cuarta copa de tintos caros: gran jolgorio en plena etapa de las efusiones amicales, con bocados de queso semiduro y bleu francés que les redondean en el paladar el tributo de los vinos.
Lo sensato y razonable es pues no entorpecer la placentera dádiva del vino atormentándose para dilucidar su dejo a qué, o aroma a cuánto exhala. Lo único que genuinamente tiene son hálitos y sabores a sí mismo, pudiendo éstos ser frescos, fugaces, ligeros y superficiales, eventualmente austeros e introvertidos y, otras veces, enjundiosos, voluptuosamente cálidos, persistentes y sensuales, etc. Pero son eso y nada más: nunca aroma a regaliz y mucho menos sabor a no sé qué del sotobosque.
Ahora bien: en el caso – hay gente para todo – de que a usted lo fascine o mínimo divierta el ejercicio del papanateo, le agrego un poco más acerca del cromatolenguaje en su fase gaseosa: los aromas herbáceos son, atención, ésteres de trans-3-hexanol; el hálito a ananá, de butirato de etilo; las frutillas, n-hexadecanal; los aromas florales, fenil etil metil carbinol; el varietal del Lambrusco, antranato de etil y metilo; y la fragancia del Chardonnay, terpenos de linalol.
Practique en ratos libres el ardid de aprenderse todo esto de memoria y, en la primera de cambio en que un bobeta diez se la entregue servida, usted va y lo cromatografea sin el más mínimo de los escrúpulos: butirato, macho; por supuesto de etilo.