MOVIMIENTO OBRERO: El conflicto de Gestamp
Gestamp y el avance de los desobedientes
Si el objetivo es lograr la paz social, la Iglesia puede hacer gestiones para unir por arriba al sindicalismo, pero será muy difícil que esas gestiones lleguen abajo, a los trabajadores afectados por el ajuste K. La demostración más contundente es el conflicto en la autopartista Gestamp, de Escobar, donde el despido de 67 operarios representó, y sigue representando, una de las peores pesadillas para Cristina Kirchner, Daniel Scioli y la CGT Balcarce: el de la explosión de una desobediencia que no pueden dominar y que podría extenderse si no logran contenerla.
La foto que quedó estampada es la de una pulseada ganada gracias a nueve obreros que permanecieron cuatro días en un puente grúa, a 20 metros de altura. En esa fábrica, la comisión interna está integrada por expresiones de izquierda independiente y también del PTS y del Nuevo MAS. Esos mismos sectores, que forman parte del Encuentro Sindical Combativo, se movilizarán hoy, a las 5, ante Gestamp para garantizar que los despedidos puedan reintegrarse a sus tareas, como lo fija la conciliación obligatoria dispuesta, con fórceps, por el gobierno bonaerense.
¿Lo aceptará la empresa o presentará una medida cautelar?
Para los directivos de Gestamp, la medida sciolista termina bendiciendo la «extorsión» de un grupo de operarios que incluso paralizó a cinco automotrices a las que proveía de insumos. Para el sector industrial, por eso era preferible que los desalojaran por la fuerza: se habría convertido en una señal disuasiva para futuras tomas.
El gran problema es que, como verificaron funcionarios provinciales en el lugar, era imposible intervenir sin el riesgo de que todo terminara con heridos o muertos, algo que invariablemente habría dinamitado los cimientos sobre los que Scioli construye su candidatura presidencial.
La primera reacción, desesperada, fue la de SMATA, que financió la publicación de una solicitada con ecos de la lucha entre la derecha y la izquierda de los años setenta, en la que no pedía la reincorporación de los despedidos ni la solución a la ola de suspensiones, sino alguna intervención para desalojar a los obreros en conflicto, a los que identificó con «el autoritarismo y la anarquía».
Otra respuesta significativa estuvo a cargo de Cristina Kirchner: casi confirmando que su delfín para 2015 no es Scioli, le exigió que «diera la cara» y advirtió que «muchas veces hay que plantarse aunque no sea simpático». También hizo su aporte la ministra de Industria, Débora Giorgi cuando afirmó que «las extorsiones permanentes no se pueden tolerar», con lo que dio a entender que el gobierno nacional era partidario de un desalojo por la fuerza de la fábrica tomada.
En la izquierda hay clima triunfalista: la conciliación obligatoria oficializa a los trabajadores que ocuparon Gestamp y obliga a la empresa a reintegrarlos mientras duren las negociaciones. Casi la misma euforia despertó en el Partido Obrero el 11% que obtuvo en las elecciones de la CTA opositora, que le permitirá un avance proporcional en el andamiaje de esa central. Pablo Micheli resultó reelegido con más votos que la elección anterior, unos 285.000, según sus estimaciones, aunque retrocedió en distritos clave. Su rival de la CTA oficialista, Hugo Yasky, dijo que «votó muy poca gente» y coincidió con el PO, que denunció «guarismos que son sólo un dibujo». La fractura quedó así afianzada: ahora, la CTA oficialista convocaría a elecciones para octubre y noviembre, en los que Yasky buscará su reelección, mientras la fracción antikirchnerista presentará una denuncia penal por «connivencia entre el Ministerio de Trabajo y sectores del yaskismo».
En este contexto virulento, suena a música celestial el intento de la Iglesia por lograr la unidad de las CGT a partir de la foto de Hugo Moyano, Antonio Caló y Luis Barrionuevo en el encuentro de la Pastoral Social de fines de mes, en Mar del Plata. Pero dicen que el jefe camionero desconfía, siente que lo quieren empujar y reclama definir para qué se quiere la unificación. Incluso medita una contraoferta explosiva: que todos confluyan en un congreso de la CGT para elegir la nueva conducción.
«Si tanto predican la democracia sindical, ¿por qué no votamos entre dos listas?», desafía en la intimidad, con la seguridad de que en un congreso cegetista equilibraría la influencia de los grandes gremios K con el de muchos medianos y pequeños que le responden.
Lo que se está debatiendo en secreto en algunos sectores sindicales es cómo mantener la línea autónoma del poder político que traza Moyano, pero sin depender de alguien que genera tantas pasiones como él. Por eso volvieron a subir las acciones de Juan Carlos Schmid como candidato a liderar una CGT unificada. Es un muy buen cuadro político, tiene excelente diálogo con sus rivales K y hasta el propio Moyano, su jefe político, podría aceptarlo como sucesor. Algunos le objetan que dirija un gremio sin peso cuantitativo como Dragado y Balizamiento, pero ¿qué pasaría si fuera el candidato apoyado por todos los sindicatos portuarios e incluso los del transporte? Ese es el movimiento que se está gestando.
La última vez que se pensó en un dirigente de un gremio más pequeño para conducir la CGT fue cuando se eligió a Saúl Ubaldini, de la diminuta rama Levaduras del gremio cervecero, pero la apuesta de Lorenzo Miguel y Diego Ibáñez no salió como se esperaba: lo designaron para poder manejarlo y terminó siendo una figura incontrolable. Es un riesgo al que ahora, en el fondo, ningún sector sindical ni del peronismo quiere volver a exponerse.