Juan Perón. Del poder al exilio. Cómo y quienes me derrocaron
(Sin pie de imprenta. Se sabe que fue impreso en Panamá)
Es un texto muy curioso entre otras muchas cosas porque Perón parece procurar reconciliarse con Estados Unidos y con la Iglesia… Se aceptan y piden comentarios. JS
Los masones: Al servicio de Gran Bretaña, contra los acuerdos entre Argentina y Estados Unidos
«… hemos sido objeto de un verdadero ataque armado, no muy distinto del que hizo posible la caída de (Mohammed) Mossadegh; como el Premier persa también nosotros fuimos víctimas de la sorda lucha por el petróleo. El consejero comercial inglés declaró un día, con inusual franqueza, que cualquier esfuerzo realizado por quienquiera para asegurarse la producción petrolera argentina sería considerado en Londres un atentado a los intereses británicos. La armada argentina (…) no parece querer darse cuenta de haber jugado el (…) rol de caballo de Troya. El objetivo era impedir que los recursos petrolíferos argentinos fueran explotados de manera de concurrir al desarrollo industrial del país y la lucha era principalmente contra los Estados Unidos que, según nuestros adversarios, habían tenido la ‘culpa’ de proporcionarnos una operación sobre bases sólidas y concretas. (pág. 3)
Perón se refirió a un panfleto de circulación clandestina en Buenos Aires titulado «Masones y traidores», de origen obviamente católico y antiperonista, que citaba como fuente «las revelaciones de un masón que ocupa un alto cargo» para denunciar que «el Gran Oriente Argentino responde a Gran Bretaña». Lo citó textualmente: «en la cuestión del petróleo, la fuerza masónica debe actuar de manera de sustraer la administración de los yacimientos del Estado; que debe ser rechazada toda participación en el desarrollo de nuestra industria, y que contra la radicación de capitales americanos, conviene facilitar la intervenciòn de capitales europeos». Y comentó: «No es difícil comprender que en materia de petróleo, los capitales definidos como ‘europeos’ son esencialmente británicos». (4)
«El verdadero inspirador y jefe de la Revolución, conducida desde la Marina, fue (Arturo) Rial y no (Isaac) Rojas. Se debe a Rial la organización de las células de los opositores y es él, hoy, quien dirige la política del gobierno (…) y es aconsejado en lo referente a cuestiones políticas por dos hombres que se han instalado en el Ministerio de Marina en calidad de miembros civiles del grupo militar que controla la vida del país. Son dos radicales unionistas: (Silvano) Santander y (Miguel Ángel) Zavala Ortiz, los cuáles tienen un sólo programa: combatir a los peronistas por un lado y a los católicos por el otro». (pág. 6)
Los hechos
«El 15 de junio mismo, durante la noche, fui advertido que en el Ministerio de Marina se estaba tramando algo. Había concluído con mis tareas habituales de la Casa Rosada y me encontraba en la residencia presidencial de Palermo. El general (Franklin) Lucero, que era entonces ministro de Ejército, me telefoneó, pidiendome una entrevista con urgencia temiendo un golpe de Estado o una sublevación militar, Lucero había decidido establecer su cuartel general en el Ministerio de Ejército. (7-8)
«La mañana del 16 de junio me levanté como de costumbre a las cinco (…) A las seis, marchaba en automóvil hacia la Casa Rosada (…) Lucero me esperaba en la antesala de mi despacho. Estaba solo (…) Hablamos de la situación. Me dijo:
-Durante la noche he tenido algunos motivos de alarma, pero ninguno me pareció lo suficientemente importante como para tomar medidas de emergencia (…) Quiere darle un consejo, Presidente. Se trata nada más que de una medida de precaución. Le aconsejaría que dejase la Casa de Gobierno y se trasladase a trabajar en mi ministerio. Allí estará más tranquilo, se encontrará entre gente adicta y tendrá protección de las tropas (…) Usted tiene la obligación de cuidarse (…) Piense en lo que podría suceder si a usted le pasara algo. El pueblo se lanzaría a la calle y nadie podría detenerlo. El vacío que podría dejar nos llevaría vertiginosamente a la catástrofe…». (8)
«Después del ministro de Ejército, entró en mi despacho el embajador de los Estados Unidos, señor (Albert) Nuffer, el cual conversó conmigo hasta cerca de las ocho. Una hora después estaba en la calle. Atravesé el Paseo Colón y entré en el gran edificio en el que tenía su gabinete particular el ministro Franklin Lucero. De inmediato fui informado de la situación. Me dijeron que el Ministerio de Marina estaba en manos de un grupo de revoltosos y que algunas escuadrillas de la aviación naval habían despegado de sus bases. Los aviones rebeldes se habían dirigido al campo de Ezeiza donde había sido construido un depósito secreto de bombas en un lugar que servía de oficina y de agencia para los aviones destinados a la comunicación con las bases antárticas. (9)
«El bombardeo de la Casa Rosada comenzó aproximadamente a las 12.45, justamente cuando la gente llenaba el centro y la Plaza de Mayo. Fue totalmente imprevisto. Cuando aparecieron las primeras máquinas, la gente alzó la mirada hacia el cielo con curiosidad. Creían que se trataba sólo de un desfile programado en desagravio a la bandera quemada durante los sucesos de días atrás. Bombas y ráfagas de metralla llovieron sobre el corazón de Buenos Aires, atónita y desarmada. El número de muertos y de heridos fue muy elevado. Disparaban de todas partes; mientras los aviones atacaban por el cielo, los rebeldes atrincherados en el Ministerio de Marina hacían fuego sobre la gente que corría de un lado para el otro en busca de refugio. Del Ministerio de Marina disparaban también sobre el edificio en el que se había instalado el comando de represión. El único objetivo de los rebeldes era mi persona. Querían terminar conmigo, y para eliminar a un hombre no vacilaron en matar a quinientos. Entonces, como en la actualidad, su objetivo final era suprimir a Perón para eliminarlo de la lucha y tener así la partida ganada. Habían elegido para ello la vía más difícil, pero la menos peligrosa. Durante los diez años que estuve en el gobierno, hubiera bastado un solo hombre decidido para hacerme morir. Hablaba en público, participaba en ceremonias. Cada mañana salía de casa sin escolta, guiando yo mismo mi automóvil hacia la Casa Rosada. Muchas veces mi coche marchaba apareado con otros, me saludaban y yo respondía al saludo. ¿Qué les impedía dispararme a quemarropa o arrojarme una bomba entonces? Por esta falta de coraje, el 16 de junio para asesinarme eligieron el medio más seguro, el aéreo, que de fallar el golpe les facilitaría llegar y permanecer a salvo en el acogedor y demasiado hospitalario Uruguay. (9-10)
«Desde mi ventana del Ministerio de Ejército donde, junto con Lucero, (José) Embrioni y otros generales seguía el curso de las operaciones, veía el tremendo espectáculo de Buenos Aires envuelta en altas columnas de humo. A la neblina del cielo se unían los nubarrones densos y pesados producidos por las explosiones. Numerosos automóviles ardían en las calles y el estallido de sus neumáticos rompía en parte la pesadez del aire. En las primeras horas de la tarde el pueblo acudió a las calles, reclamando armas para unirse al Ejército en la represión de la revuelta. Masas de obreros avanzaron hasta el Ministerio de Marina donde los amotinados intentaban una última, inútil resistencia.
«En realidad, el golpe del 16 de junio no pudo llamarse una revolución. Fue mas bien un intento desordebnad y afanmoso de asesinar al Presidente de la República, destruyendo la Casa de Gobierno donde el Presidente trabajaba habitualmente. El pensamiento de los rebeldes era claro y no encerraba ningún misterio; estaban cvonvencidos de que una vez desaparecido yo no encontrarían ningún obstáculo para la conquista del poder. (10)
«Erraron los cálculos. La rebelión fue sofocada luego de brevísima lucha. Se atrincheraron en el ministerio de Marina junto con el ministro, almirante Aníbal Olivieri y emplazaron las armas sobre las grandes ventanas que miran hacia el Paseo Colón, dispararon al azar sobre la muchedumbre que se apiñaba sobre ese sector. Visto lo inútil de la resistencia ofrecieron rendirse. Izaron la bandera blanca, pero enseguida se arrepintieron; estaban aterrorizados ante la idea de ser capturados por los obreros que querían hacerse justicia con sus propias manos. Ordené a Lucero que reforzara la guardia para evitar la masacre.
«El almirante Olivieri, desde su fortaleza (el Ministerio habia sido transfiormdo en una verddera plaza fuerte), pidió hablar por teléfono con el Ministro de Ejercito, fue una conversacion dramática. Su voz era desconocida, por momentos implorante. Decía:
-Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos, pero evite que la muchedumbnre armada y enfurecida entre en el edificio del Ministerio.
«(…) La plaza estaba enardecida. La presencia de los heridos y de los muertos actuaba sobre el pueblo como un tremendo excitante. Debimos movilizar a todos los médicos presentes en la Capital y agregar camas en los hospitales ya atestados. Durante la noche cayó sobre Buenos Aires una lluvia torrencial. Llovía con el mismo ruido del incendio que desvasta un gran bosque. Pero no obstante esa lluvia, las calles estaban pobladas; ni el frío ni el agua hacían volver a sus casas a quienes se retrasaban de ex profeso para comentar lo sucedido.
«Me dirigí por radio a la Nación. Hablé condenando lo sucedido, pero insistí en rogarle al pueblo que evitara los excesos y se abstuviera de reacciones inconsultas. Dije que toda represión ilegal nos pondría en un mismo nivel que los rebeldes y que entonces seríamos juzgados com el mismo desprecio. (11)
«… Olivieri no podrá nunca justificar su participación (…) Era ministro, juraba fidelidad al Gobierno y conspiraba contra el estado (…) se hizo internar (…) Mientras los otros conspiraban, él esperaba en lugar seguro el momento propicio para salir a la luz y disfrutar de la situación. Cuando le anunciaron que la revolución había concluido victoriosamente, que Perón había muerto durante el bombardeo de la Casa Rosada y que la Capital estaba en manos de los rebeldes, dejó el lecho, se vistió velozmente y corrió hacia el Ministerio de Marina para asumir el comando de la rebelión. No se preocupó en el apuro de informarse si las noticias que le habían transmitido eran exactas. Por lo tanto recién al llegar a sus oficinas supo la verdad. Lo habían engañado. Trató de salvarse por cualquier medio. Tomó el teléfono y llamó a Lucero al Ministerio de Ejército:
-Adviértale a Perón -dijo- que no preste oídos a los rumores que corren en mi contra. Yo no tengo nada que ver con la rebelión. Me encuentro aquí por casualidad. Vine al ministerio, no para ponerme a la cabeza de estos insensatos, sino por cuestiones inherentes a mi cargo.
(…) la comunicacion se había cortado. Olivieri volvió a hablar:
-Diga al general Perón -dijo alzando el tono de la voz- que como siempre cuenta con mi fidelidad y mi palabra de honor de soldado leal. (13)
«La vigencia del estado de guerra interno prevé, en el artículo segundo de la ley en base a la cual se aplica, el fusilamiento inmediato de quienquiera que se rebele a la autoridad del Estado. En aquellos días fui invitado por muchos a aplicar, sin vacilaciones, las disposiciones de aquél artículo. Me negué y se pensó, entonces, que lo hacía por deblidad. Lo oí decir en distintos ambientes, militares y políticos; pero yo estoy seguro de haber actuado de manetra de no arrepentirme jamás. Claro que es más fácil fusilar que recurrir a la justicia. En ese caso, yo quise que en definitiva fuese la justicia la que decidiera, por encima de las pasiones que alentaban nuestras almas.
Jamás en mi vida he deseado mancharme las manos con sangre; menos aún cuando las leyes me concedían el derecho por el ben del país, de eliminar materialmente a los enemigos de la Nación. No puede decirse otro tanto de mis adversarios quienes, sin embargo, no se dieron por vencidos. Mi clemencia para con los jefes rebedes les dio la sensación de que el terreno les sería favorable para continuar, a la sordina, la lucha.
El almirante Toranzo Calderón fue condenado por un tribunal militar a la degradación y a la cadena perpetua; Olivieri, que continuó negando su participación en el complot fue condenado a pocos meses de cárcel. (14)
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