PERÓN: Un genio de tres siglos

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El General Juan Domingo Perón fue un hombre de tres siglos: nació en el XIX, desarrolló su vida política en el XX y sigue ganando elecciones en el XXI.

Por Alberto Dearriba / Tiempo Argentino

El General Juan Domingo Perón fue un hombre de tres siglos: nació en el XIX, desarrolló su vida
política en el XX y sigue ganando elecciones en el XXI. En su dilatada vida política, vivo o muerto, también tuvo más de una cara: la del nacionalista que creó estratégicas empresas estatales para suplantar a una burguesía inexistente y la del pragmático que concedió áreas petroleras a la Standard Oil;  la del que amenazó golpistas sosteniendo que «por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de ellos» y la del que abandonó el país en 1955 sin resistir, pese a que sus grasitas estaban dispuestos a morir por él. Hubo un Perón que persiguió a quienes conspiraban contra su gobierno en los ’50 y otro conciliador, que intentó una fórmula presidencial con el radical Ricardo Balbín en 1974. Un Perón revolucionario que alentó a la guerrilla desde el exilio y reivindicó al «socialismo nacional», y otro moderado que se aferró luego a las 20 verdades justicialistas, para apagar el incendio tras su retorno. Tuvo a su lado a una mujer fogosa, revolucionaria, y otra sin gracia, conservadora. Hubo un Perón que elogiaba a la «juventud maravillosa», que cargó con la mayor parte de la lucha por su regreso, y otro que condenó a los jóvenes por «estúpidos e imberbes».

En los ’70, se mataba y se moría gritando «Viva Perón». Su condena a la izquierda peronista envalentonó y habilitó a la derecha. No hubo mucho tiempo para saber cómo resolvería aquellas contradicciones. Murió el 1 de julio de 1974, luego de pescarse un enfriamiento en Asunción del Paraguay. Dejó en la Casa Rosada a una mujer vacilante, acompañada por un esotérico ex cabo de Policía, creador de una siniestra banda de ultraderecha que salió a matar militantes populares como preanuncio del genocidio.

En medio de las pasiones encontradas de entonces, cuando se diputaban la sucesión del General, se fue con la advertencia de que su único heredero era el pueblo. Desde entonces, su formidable movimiento de masas ha servido para un barrido y para un fregado. Perón incorporó a sus primeros gobiernos a nacionalistas, radicales, conservadores populares, socialistas y revolucionarios de izquierda. Pero nunca había tenido liberales. Carlos Menem se encargaría de ello, para hacer más ininteligible al peronismo y para escupir en su historia. Néstor Kirchner retomaría luego las mejores tradiciones.

Las oscilaciones fueron tan grandes que hoy no alcanza con decirse peronista. Es como asumirse sanmartiniano. Hay que aclarar qué clase de peronista se es. ¿De los que reivindican a la Patria Grande o de los que creen que lo mejor es alinearse detrás del imperialismo sin discusiones? ¿De los que iniciaron el desarrollo industrial o de los que remataron las joyas de la abuela para volver al país de la vacas gordas?            

Sin embargo, más allá de las contradicciones surgidas al amparo de Perón hay algo indubitable: los trabajadores tuvieron sus días más felices durante sus dos primeros gobiernos. La instauración de los derechos sociales y el reparto de la torta nacional por mitades, marcaron un umbral imborrable en la memoria colectiva.

Con sus defectos y virtudes, la Argentina de pretensiones industriales, superadoras del país agroexportador y sumisamente dependiente, fue una creación de Perón. En sus primeros gobiernos, el lúcido estadista sentó las bases para el nacimiento de una burguesía nacional, a la que buscó incansablemente como aliada de los trabajadores, aunque no siempre la encontró. La próspera clase media que ayudó a constituir, rechazó generalmente al peronismo. Siempre le molestó el ascenso social, la irrupción de los trabajadores en  la política nacional y hasta la estética de «la negrada» que salió a las calles a expresarse descamisada y con el bombo. 

El recuerdo de los dos primeros gobiernos no pudo ser borrado en los años en los que los peronistas no podían ir a elecciones, lucir sus símbolos, ni cantar su marcha. La rebeldía fue trasmitida a las nuevas generaciones que apenas habían sido «los únicos privilegiados», como se llamaba a los niños del ’50. Decidieron dar la vida por el retorno de Perón, porque recién entonces se cumplirían sus sueños igualitarios. Hartos de dictaduras tomaron las armas. Desde el exilio, Perón decía que «la violencia en manos del pueblo no es violencia, es justicia». Pero la dinámica de conflicto que alentó desde Madrid no se detuvo con su regreso. Los jóvenes pedían más de lo que aquel general de ideas transformadoras podía dar. Había encendido la rebelión y ahora quería aplacarla. Murió en pleno cortocircuito, que en realidad implicaba la definición ideológica del movimiento peronista. Se había recostado en la ortodoxia, en los sindicatos, en la derecha y en los empresarios nacionales que necesitaba para reeditar un pacto social. No hubo tiempo para la reconciliación. Sin embargo, muchos de los jóvenes que abandonaron la Plaza de Mayo cuando Perón los fustigó duramente, hoy levantan las banderas de sus mejores tradiciones. Su enorme figura sigue inspirando utopías igualitarias. Y los jóvenes kirchneristas, que ni siquiera habían nacido cuando el General murió, cantan a voz en cuello que son «soldados de Perón».


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