Un texto que da, mucho, para el debate. Y que la militancia juvenil debería leer y estudiar.
Volvé, viejo. Te perdonamos
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El último discurso de Perón en el que denunció la traición de empresarios y sindicalistas, recuerda el autor |
Por Mario Wainfeld (publicado por la revista «Unidos» hace 28 años)
Los nombres de los dioses siempre generan debates. ¿Cómo nombrar a Perón? ¿Es posible pensarlo como un hombre y no como un dios? ¿Para qué arco pateaba ese General que sabía tanto de música?
«Cuando un dirigente sacralizado muere de ancianidad en el mundo, los pueblos desamparados consideran sin embargo, esta muerte, una muerte violenta.
Cuando los estudiantes del año 3000 abran sus libros de Historia en las páginas del Siglo Veinte leerán quizá: URSS Stalin; Yugoslavia Tito; Gran Bretaña Churchill; Francia De Gaulle; China Mao.
Preguntarán entonces: ¿Eran los nombres de las capitales? Se les responderá: No, eran los nombres de los dioses de ese siglo.
Y los niños de las escuelas del futuro sacudirán la cabeza pensando qué difícil sería para los hombres vivir en un tiempo en que los dioses habitaban entre ellos».
Bernard Chapuis en «Le Monde» refiriéndose a la muerte de Mao–Tse Tung.
«La Historia Universal según yo lo entiendo… es en el fondo la historia de los Grandes hombres que han actuado en el mundo.»
T. Carlyle, «Los Héroes»
«El hombre cree a menudo que él es el que produce la evolución. En esto, como en muchas de las otras cosas el hombre es un poco angelito. Porque es la evolución la que él tiene que aceptar y a la cual debe adaptarse (…) La evolución que él no domina es la de la naturaleza y del fatalismo histórico. El es solamente un agente que crea un sistema para servir a la evolución y colocarse dentro de ella.»
Juan D. Perón (Discurso en la CGT – 30 de junio 1973)
EL PRIMER problema, como siempre, es el nominativo. ¿Cómo llamarlo? ¿»El Viejo», como le decíamos entonces? ¿El General Perón, como quieren la iconografía alfonsinista (seguramente pensando resaltar un costado autoritario y militar) y algún peronismo folklórico o «de derecha»? A mí me gustaba decirle «el Pocho», pero resulta que el vocablo remite al pasado, a la UES y hoy suena anacrónico y a veces, gorila. También puedo ponerle «el general herbívoro». La expresión –creo– conserva su propio humor y es bien descriptiva, pero no puede usarse cada cuatro renglones.
«Juan Perón» solía firmar el hombre (entre paréntesis, General, qué apellido le tocó en suerte. Sonoro, corto, rima con todo. Cómo no creer en el destino con ese apellido).
Pero nunca nadie lo nombró así, sonaría a falso.
Será Perón entonces y el primer problema queda resuelto.
De terapias berretas y dobles discursos
¿Qué es hablar de Perón? ¿Sicoanálisis berreta? ¿Autojustificación? ¿Reubicación en la sociedad? ¿Propaganda alfonsinista? Puede ser cualquiera de estas cosas, que procuro evitar, lo que remite al tercer y (calma, lector) último problema. ¿Hasta qué punto se critica o alaba a Perón por características que no le son exclusivas sino atinentes a los políticos prácticos? La preponderancia de Perón ha sido tan manifiesta que puede decirse que ningún otro político argentino ha sido estudiado (¿ninguno ha existido?) hasta que alboreó Alfonsín.
Ejemplos menudos: se dice que Perón ganó votos «por izquierda» y gobernó «por derecha». Más allá de lo discutible y simplista de la imputación, lo que sería aplicable al Perón del ’73 pero no al del ’46, vale la pena inquirir ¿no lo hizo Frondizi que logró acólitos declamando nacionalismo petrolero y pseudoperonismo y gobernó firmando contratos con multinacionales y con plan Conintes? ¿No lo hizo Alfonsín que prometió que con la democracia se comía, educaba y vivía y ahora aduce que no hay con qué y que lo importante es el sistema? ¿Cómo ligar la denuncia al pacto militar sindical con la alianza Nosiglia–Cavallieri y con la gestión de Jaunarena? Pero, argentinos, marchemos hacia las fronteras. ¿Qué pasó con el bueno de Felipe González, cuyo discurso es utilizado hoy por Neustadt en horario central de la TV oficial? ¿Se acuerdan de ese Miterrand que hablaba tan bien? Debe ser apenas homónimo del hombre que hoy cogobierna «la France».
Perón fue injusto con sus lugartenientes. También Frondizi se desprendió de apoyos de toda la vida cuando conoció a Frigerio allá por el ’56. Alfonsín ha desplazado de su lado a los compañeros de la primera hora. Germán López pasó al ostracismo, Conrado Storani casi. Los pilares del gabinete de Alfonsín no son de Renovación y Cambio, ni siquiera radicales: Sourrouille, Barrionuevo, Caputo, Caro Figueroa, Lavagna.
Las pillerías, las agachadas, las trampas, el doble discurso ¿fueron invento y patrimonio exclusivo de Perón o forman, bien que mal, parte del bagaje de todos los políticos prácticos y en especial de los dioses bajados a la tierra?
La pregunta prefigura su respuesta y –aún más– la forma en que creo debe ser encarado «el tema Perón».
La discusión sobre Perón, sobre el cuerpo de Perón, como diría Horacio González, tiene a mi ver, dos orígenes:
1) la necesaria introspección de «todo el campo popular» tras la derrota que significó el «Proceso»;
2) una imposición de la cultura alfonsinista que postula discutir la política como ética, como estilo, como discurso, como cualquier cosa… menos como conflicto. En la primera, me siento incluido. Ahí están algunas broncas con Perón que esta nota no terminará de saldar, mi reciente comprensión hacia la curiosa relación de amor–odio que ligaba a los viejos militantes peronistas con el Viejo, antaño no compartida por «la generación del setenta».
A la segunda le quiero disparar. Quiero huir de la recusación a un Perón «autoritario» que no para mientes en por qué, cuándo o con quién lo fue. Evadir la censura a un Perón nepotista formulada cuando gobierna la Argentina el Partido más nepotista que estos pastos conocen (1). También quiero huir del fundamentalismo peronista.
Postulo discutir a un hombre político, no a un Dios; pensarlo en función de conflictos, de alineamientos de intereses y no referirlo a una ética tan imprecisa como interesada o a un debate sobre estilos o discursos.
Una lectura de Perón ha sido patrimonio común de peronistas y de gorilas. La de dueño de la historia, la de la frase de Carlyle que precede ese opúsculo. Deseo oponerle la cita de Perón que también lo encabeza.
Perón no fue el patrón de la historia argentina desde el ’43. No la hizo y deshizo a su antojo. No fue Dios ni Satanás en la tierra. Fue (apenas) (nada menos) el más grande (por ahora despojo al término de valoración) político de ese período. Fue como todos los hombres, hijo de las circunstancias, esclavo de su tiempo. Acertó y cometió errores. No hizo todo lo que quiso sino lo que quiso dentro de lo que podía.
Fue un transgresor, un provocador, a veces un imprudente, pero no inventó a la Argentina, a sus clases sociales, a los Montoneros, ni al empresariado nacional. Los encontró hechos y los agarró de volea, con mayor o menor puntería. Hizo varios goles, aunque hay que reconocer que muchas veces sus rivales le dejaron picando la pelota frente al arco desguarnecido…
Pretendo ver qué hizo Perón admitiendo su condición humana, su falibilidad y la red posible de opciones que rodeó cada una de sus decisiones.
Propongo un revisionismo de Perón: Colocarlo en función de opciones y líneas históricas, sacarlo del templo y ponerlo en la historia. Eso implica asumir que sigue habiendo arcos, aunque a veces no se sepa adónde están ni para qué lado hay que patear.
Parece cada vez menos discutible, dentro de los que patean para «un» arco, que el Perón del 43/55 gana por goleada. El peronismo cambió la Argentina pagando un bajísimo costo social. La revolución rusa –decía Lenin– era soviets más electrificación. El primer peronismo fue justicia social y chimeneas humeando. Un hombre digno metido adentro de una fábrica que producía bienes que él mismo podía llegar a consumir. El ascenso social compartido y orientado en defensa de los más débiles. La radio, la TV, el cine nacional, el mensaje de masas y el consumo al servicio de la comunidad.
En ese balance indiscutible, algunos límites de Perón: a) su creencia en la tercera guerra mundial que condicionó parte de sus decisiones y que revela que no era infalible; b) no advirtió a partir aproximadamente de 1952, cómo se angostaba el carácter modernizador, irreverente y plebeyo del peronismo, cómo perdía representatividad sin ganar consenso «afuera»; c) su incapacidad para rodearse de peronistas dignos. La desmesura de Perón y sus rivales (v. gr. los radicales) es una culpa compartida. Obviamente más grave la de los opositores que trabajaron para la Libertadora.
El león herbívoro
El Perón de la resistencia, el que mi generación veneró, es el mejor apoyo para la lectura histórica que propongo. Ciertas versiones (la gorila, la de Rozitchner, la de Guardia de Hierro) lo describen omnímodo, moviendo los hilos desde Caracas o Madrid, y, un peronismo obediente que lo siguió sin pestañear. El demiurgo hizo y deshizo durante dieciocho años y se vino cuando y como quiso. «Lanusse idiota (decía una consigna en una pared de Devoto) Perón volverá cuando le canten las pelotas».
Sencillamente falso. Todos lo saben. La relación Perón–movimiento peronista–enemigos fue mucho más rica y variada de lo que sugiere este relato bobo. Cierto es que esta interpretación fue favorecida por el propio Perón y por su teoría de la conducción. A ver si me explico.
Desde que cae, Perón desarrolla una lógica de resistencia. Sumar fuerzas contra el enemigo. Definirse peronista era aceptar una decisión política, no ideológica. Era peronista quien (queriéndolo o no, aún sabiéndolo o no) servía a Perón en un momento determinado. Perón «acepta» todo lo que le proponen los resistentes o los no peronistas y lo valoriza como propio. No siempre hace esto, es algo que va aprendiendo. Por eso tarda en avalar a Valle que «se corta solo» y transgrede el planteo insurreccionalista que preconiza el líder en el ’56. Perón no ve aún cómo él mismo ha de «conducir» al peronismo. No apoya a Valle, antes bien lo critica; no así los peronistas, que lo hacen suyo, lo incorporan como héroe. Perón aprende pronto la lección; la aprende de los peronistas… que son díscolos, que hacen lo que les va saliendo y saben (porque así se arma el juego) que Perón avalará (o no), criticará o dejará pasar lo que hacen. La larga resistencia (1955/1973) es un cúmulo de desobediencias e insubordinaciones. Cuanto menos de autonomías luego santificadas.
Eso es el neoperonismo y también los Uturuncos. El vandorismo y el participacionismo. Ongaro. Los Montoneros.
El movimiento es una complicidad tramada para luchar contra un sistema socio–político injusto que también hace lo suyo.
Nadie espera el «OK» de Caracas o de Madrid para actuar. Nadie pide permiso a Perón para romper un vidrio. Se opera, se rompe el vidrio y luego se acude a Perón.
El peronismo es rebeldía contra la sociedad basada en un funcionamiento pletórico de rebeldías. En esa lógica se inscriben perfectamente la frase de Vandor «estar contra Perón para salvar a Perón» y la carta de los Montoneros que le cuentan: mire general, lo que hemos hecho… y le adjuntan el cadáver de Aramburu.
Perón avala y santifica todo porque lucha a todo o nada con el sistema político argentino, que pertinazmente lo excluye y ataca (y con él a los rebeldes, a los críticos, a los trabajadores). Perón debe sumar para volver. Sumar obliga a consentir, a tolerar.
Todo debe quedar «dentro» del peronismo. Para lograrlo el líder remoto tolera gran autonomía. En el fondo, todos fuimos «formaciones especiales» aunque muchos no optamos por el crimen político.
Perón resistente no es pues el único dueño de la situación. Es el hombre que debe mantener su liderazgo frente a un sistema político que busca aislarlo y ante un activismo político que opera «en territorio» con gran autonomía y que resulta bien difícil de contener. La conducción resistente es la respuesta a ese entramado histórico que plasma la hazaña de mantener un liderazgo durante 18 años y tener en jaque a un sistema político social injusto y excluyente. Permite «la vuelta» y la condiciona… Perón llega preso de las fuerzas que él mismo ayudó a desatar o al menos toleró.
Creo que Perón se percata un poco tarde. Lo manifiesta claramente recién cuando llega al país en Noviembre del ’72, y convoca a las fuerzas políticas al restaurante Nino. El Perón insurrecto, el vietnamita, deja su espacio al proyectista de naciones, al admirador de las democracias integradas, al propugnador de una nueva cultura política. Nadie lo escucha, porque los peronistas seguimos jugando «mientras Perón no está», porque todos en general creemos que dirimir la interna peronista es más urgente que gobernar, porque seguimos atados a la inercia de la resistencia.2
Además, el peronismo es ya un frente inviable, social e ideológicamente. Lo que fue fuerza para resistir (la diversidad casi inimaginable de apoyos, sectores y pensamientos) es disfunción para gobernar. Perón lo advierte (¿cómo no hacerlo después de Ezeiza?) baja del avión y (como el comandante de la canción cubana) manda parar. Casi nadie le hace caso; menos que nadie la CGT y la Tendencia, los dos sectores que hegemonizaban por entonces nuestra interna.
El nudo gordiano
Acá está el nudo gordiano, porque son muy pocos los que desde «el campo popular» defenestran hoy al Perón del 43/55. Al menos no centran en él sus críticas. La condena o absolución de Perón tiene que ver con el hombre que en 18 años propuso kilombificar todo, hacer tronar el escarmiento, seguir las huellas de Mao o Guevara, socialismo nacional… y un buen día volvió a la Rosada y se asentó sobre las 20 verdades y propuso Pacto Social con Gelbard, cultura política, proyecto nacional, fifty fifty y por ahí Ley Agraria.
Surgen dos lecturas divergentes pero igualmente mágicas: a) la gorila o izquierdista desencantada (léase Soriano, Rozitchner, aún los notoriamente más útiles e inteligentes Sigal y Verón): Perón inventó el verso para traicionarlo. Excitó y luego expulsó y mató a su izquierda. El fue el flautista y la izquierda peronista las ratas de Hamelin; b) la peronista simplista; Perón volvió con la verdad bajo el brazo «y no supimos entenderlo».3 Perón propuso, desencarnado, una docencia cívica y «nosotros» lo desobedecimos.
Ambas lecturas convergen en describir a Perón omnipotente y omnisciente. Para algunos es «bueno» y para otros «malo». Creo (y prefiero) ver un Perón limitado por la propia historia que él en parte generó. Perón se dio cuenta (tarde) que para gobernar debía desarmar al peronismo. Debía volver a meter a los demonios dentro de la caja de Pandora. Digo que Perón lo advirtió, que su propuesta política era básicamente correcta (añado, insuperada hasta hoy) pero que comenzó tarde a desacelerar.
Perón no hizo política dieciocho años, pensando en echar de la Plaza a la juventud del 1° de mayo de 1974; fue haciendo lo que salía para volver. Sus antagonistas, la cambiante política argentina, los propios peronistas (invocando el nombre de Perón) hicieron su política y le entregaron sus «neoperonismos» o sus cadáveres de Aramburu, condicionaron al líder exiliado. Perón resistente tuvo una lógica, un sentido difícil de recusar, porque (reconocen todos), con ello logró algo casi único: conservar su hegemonía pese al exilio y a la proscripción. Además, porque le asistía la razón: aunque con la complicidad que he explicado, era el jefe de la rebeldía en la Argentina. Era la representación y la encarnación de los sumergidos, los olvidados y los perseguidos en un país dependiente, injusto y (homenaje que rindo a la cultura hoy dominante) antidemocrático.
Añado un mérito. Perón exiliado aprendió política e historia, hasta ecología (tal vez no economía, como acierta Concatti en este mismo número). Mejoró y amplió su discurso. El peronismo del ’46 fue pragmático hasta la improvisación. No le fue nada mal, queda dicho, pero no es irrelevante que el General exiliado aprendiera tanto de su movimiento. Aprendió que Valle era peronista (le tomó un tiempo, ciertamente). Aprendió el revisionismo histórico (que no integraba su bagaje en las dos primeras presidencias: revísense los textos oficiales de historia o acúdase simplemente a los nombres que se pusieron a los ferrocarriles argentinizados). Sacó al peronismo de su provincialismo presuntuoso (aquel que dijo por años que el peronismo había superado todo el pensamiento político occidental, hazaña presuntamente lograda por Perón en sus ratos de ocio y Figuerola en un cuarto) y lo vinculó con más justicia y mejor moraleja a sus hermanos movimientos de liberación. Perón hizo sincretismo para gobernar desde el ’46 y también para regresar desde el ’55 y eso es siempre meritorio, piensa uno que no es dogmático.
Perón volvió
Perón resistente tuvo lógica y justificación; también errores y limitaciones que empañaron su regreso. Le asistía derecho a ser iracundo e irresponsable en 1956: estaba muy lejos del poder. En los setenta debió ser más cauto: llegaba su hora. El estadista, debió prever y garantizar su victoria antes del momento en que lo hizo. Debió sofrenar los vientos que había desatado, y levantar el acelerador antes. El «penúltimo Perón» fue excesivamente irresponsable e insurreccional para el proyecto. No le reprocho al «último Perón » (como algunos) que haya retornado para gobernar, para hacer «peronismo» y no «maoísmo»; le cuestiono que impolíticamente él mismo haya dificultado ese logro.
Se dirá: ahora es fácil verlo, había que estar ahí. Es obvio, pero esa es la carga del estadista, el conductor, quien tiene el óleo sagrado de Samuel: anticiparse a los acontecimientos, saber más que el hombre común, avizorar la historia. Perón jugó demasiado a la insurrección, a la revolución permanente; tantos le creyeron y luego costó desandar el malentendido, como le diría Giussani.
Perón pagó caro tributo a su vocación por los mediocres, o los fuertes. Lo rodearon casi siempre (él lo dijo alguna vez) adulones y alcahuetes. Perón no fue nada generoso con otra casta de peronistas. Y no los tuvo a mano (¿en cuenta?) cuando jugó sus últimas cartas.
Por otra parte, el «sistema de conducción» que partía del hecho consumado, tendía a consagrar a los fuertes. Perón desarrolló intensa prédica en relación a cómo manejar las combinaciones buenos–pocos; malos–muchos. Tengo para mí que aplicó todas las soluciones posibles (v.g. prefiero pocos–buenos, etc.) pero que en general su mensaje tendió a demostrar que con «pocos–buenos» no se conseguía nada. Había que sumar a los malos, (otro tanto podría decirse de los inteligentes–malos y los tontos–buenos). En definitiva, homenajeó en exceso al poder en detrimento de otras virtudes, aún de la lealtad tan mentada y tan poco respetada dentro del Movimiento.
Perón nunca tuvo personas de confianza, por eso acudió con asiduidad a su entorno. Evita, Isabel y López Rega merecen muy distintos juicios de valor, pero responden a la misma lógica cortesana del líder. No se trata de cuestionar un mero nepotismo, sí de advertir cuán solo estaba (se puso) el jefe de una facción política que aglutinaba a más del 50% de los argentinos y que sólo podía confiar en su lacayo o en su esposa.4 Perón no se generó un buen entorno, y no fue ajeno a las ruindades, desmesuras o torpezas de éste.
Cuando Perón vuelve paga sus errores y limitaciones. Tributa caro su amor a los fuertes y los mediocres.
Premia en exceso a los mediocres (Lopecito, Isabel) y perjudica así toda la evaluación de su trayectoria histórica.
Los fuertes se le oponen (CGT, Tendencia). Perón contrapesa a un fuerte con otro fuerte; sigue menospreciando a los débiles que no lo entornan. Por eso a la tendencia la enfrenta con López Rega, y luego el 1° de Mayo «elige» a la CGT, dejando sin política a los «buenos–tontos» que tal vez eran muchos, pero no fuertes.5 Cuando Perón expulsa a los Montoneros de la Plaza sacraliza el poder de la CGT. El 12 de junio de 1974 denuncia la traición de la CGT–CGE en un discurso formidable que revela que conserva intacta su capacidad de orador, que no era sólo un senil obsesionado por la escupidera (como quiere Tomás Eloy) y también que estaba solo. Entonces el hombre se muere llevándose en sus oídos la más maravillosa música, la voz del pueblo que lo adoraba. Usted sí que sabía de música, General.
El último Perón es la suma de contradicciones. Habla de democracia integrada y designa ministro al Brujo. Abraza a Balbín y consiente el navarrazo. Denuncia la pequeñez del peronismo pero sigue empeñado en lidiar en sus trincheras.
Voces sagaces dicen: El último Perón condujo a la tragedia porque era malo, porque estaba gagá, porque negaba la política, porque era de «derecha».6 Son enfoques parciales, niegan la prédica pacifista de Perón, su obra de gobierno (plasmada en el ’46, fallida en el ’73) su recurrente evasión de la violencia. (Perón fue un amarrete de la sangre de los argentinos y eso es un punto que no siempre se le reconoce); el simbólico abrazo con Balbín. La pedagogía (insuficiente pero no inexistente) de los discursos pronunciados a partir del 20 de junio del ’73. El enfoque Perón–bueno–maestro, que los argentinos (los peronistas) no supimos escuchar es a su vez insuficiente. Perón tuvo que ver en la derrota del ‘76.7 Tuvo que ver con Isabel y López Rega, dato que sagaces peronistas pretenden olvidar. Creen que la gente venera a Perón como un Dios. No es así. El hombre del común no es tonto y sabe diferenciar lo principal de lo accesorio, la teología de la política y el hombre de la obra.8 Perón no fue sólo el abrazo con Balbín ni sólo López Rega. Perón fue Miranda, Carrillo, Gelbard, López Rega. También el ensayo de Puiggrós. Perón hizo lo que pudo al volver y no le alcanzó. En parte fue culpa suya. En mayor medida lo fue de toda la estructura política argentina que se conjuró para excluirlo y proscribirlo 18 años. En parte fue la situación nacional enrarecida y pervertida por la violencia. En parte la miopía suicida del empresariado nacional que optó por el golpismo y el genocidio para contrarrestar el control de precios. Y los Montoneros, y la burocracia sindical, y…
Perón no fue el dueño de la política argentina. Ni siquiera del peronismo. Fue (apenas) (nada menos) y (ahora sí connoto valorativamente el término) el más grande político argentino durante cuarenta años.
Weber y Perón…
«Es una tremenda verdad (pontificaba Weber) y un hecho básico de la Historia… el que frecuentemente o mejor, generalmente, el resultado final de la acción política guarda una relación absolutamente inadecuada y frecuentemente incluso paradójica con su sentido originario. Esto no permite, sin embargo, prescindir de ese sentido».9
El sentido de sus actos rescata a mi ver, la memoria de Perón, lo que no impide (al contrario obliga a) ponderar hasta qué punto su propia conducta contribuyó a que no produjeran los resultados apetecidos.
Algunos apologistas dicen que Maquiavelo era un profundo moralista, pues propiciaba hacer el mal en cantidades homeopáticas para evitar males mayores, y alababa a quien perdía su alma para salvar a su pueblo. Adscribiendo a esa tesis podría decir, sin más, que Perón fue un maquiavelista de lujo.
Tal la tradicional síntesis histórica que hacemos los peronistas: la de la ética de realizaciones. Me resulta insuficiente para describir la historia pesada, para explicar el fracaso del ’73 y (mucho más) como método para encarar el futuro político.
«Ninguna ética del mundo –añadía adivinen quién10– puede resolver tan poco cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos».
La propia política debe hacerlo. Sin embargo, debe ponderarse la intensa interrelación entre medios y fines. La conducción peronista ¿fue sólo medio o se transformó en fin?
¿Cuándo Perón impulsó a López Rega para contrapesar a la «tendencia» estaba en el terreno de los «medios» o de los «fines»? Yo creo que de los medios mal empleados pero es innegable que la cuestión resulta muy discutible y ensombrece la imagen de
Perón. Perón, como todo hombre, se fue embretando en sus medios y no supo desligarse de ellos. Los medios tiñen los fines y condicionan al sujeto.
¿Es esto una crítica global a la conducción desde el ’55? Para nada, no imagino otra posible. Es apenas la visión desencantada que advierte que el fracaso del ’73 lo fue forjando toda la Argentina al combatir al peronismo aislándolo y transformándolo en enemigo y el peronismo al diseñar su defensa. ¿Pudieron suceder las cosas de otro modo? Tal vez, con otra conducción montonera, con otra conducción sindical… pero ésas eran las que la historia había parido y las que Perón (reconocedor de los poderes reales) había aceptado.
¡Qué historia, General!
Perón desarrolló una cruel pedagogía11; desató demonios que no pudo contener; nos dejó sin política. Fue injusto con los mejores cuadros peronistas. Fue Isabel y López Rega. ¿Por qué entonces seguir llenándonos la boca con Perón?
Porque la ética, el discurso y la picaresca, con ser importantes, no agotan la política. Es necesario percibir al servicio de qué se ponen, el sentido que los orienta. No para perdonar todo, ni para canonizar lo deleznable. Sí para cotejar, para compensar, para elegir, que eso también, es política.
Perón no fue un santo. Todos lo sabemos, aun aquellos que lo endiosan, pero, en la lucha permanente que sostuvo: ¿quién lo superó? ¿quién representó mejor los intereses de los trabajadores, de los desmerecidos, de los rebeldes argentinos? ¿Era lo mismo ser peronista que ser Unión Democrática en 1946? ¿Era lo mismo ser peronista que rev. libertadora, UCRI o UCRP 10 años después? Cien veces no. La política es conflicto, alineamiento de sectores, choque de intereses. Cuando la Argentina se dividió en dos, Perón representó el mejor lado.
Perón a veces confundió al enemigo, o vertebró mal su frente. Eso no debe hacer olvidar que el suyo fue el nombre que cifró por cuarenta años las esperanzas de todos los sumergidos en la Argentina. En función de eso macaneó, guiñó ojos, enseñó a ser malo y sacó tarjeta roja en Plaza de Mayo.
La pedagogía del conductor debe morir con el hombre que la creó. No debe ser su legado. La memoria de Perón persistirá porque dejó diez años de realizaciones inigualadas cuya proyección no pudo ser destruida hasta 1976.
También porque se ligó a la mejor tradición resistente y militante argentina (que en parte se tramó sin él).
Peronismo de realizaciones, peronismo de resistencia. Tradición de una sociedad reivindicativa, consciente de sus derechos, con pleno empleo y aspiraciones colectivas a vida digna. Sociedad que se pensaba autónoma y autárquica. Tradición de prácticas solidarias y desinteresadas.
La correcta dimensión histórica de Perón la mide el «Proceso», que buscó desvertebrar esas dos tradiciones. El Proceso agredió la estructura socio–económica de la Argentina peronista y la conciencia vigorosa de las militancias que se forjaron alabando (o maldiciendo por lo bajo) el nombre de Perón. El Proceso desperonizó la Argentina. No sería tan malo el peronismo si merecía tal enemigo.
¡Qué historia la nuestra, General! Ellos nunca se equivocan.
Notas
1 Casi todos los radicales son hijos de radicales. Los «cordi–boys» heredan el partido de sus padres: Stubrin, los Storani, Casella, Suárez Lastra ¿Qué otro buen motivo existía para ser radical en 1973?
2 La critica a las consecuencias del sistema de conducción de Perón debe abarcar a quienes lo santificamos. No es el centro de esta nota, focalizada en Perón, pero no puede omitirse el (auto) cuestionamiento a quienes admitimos como formidables todos los mecanismos utilizados por el Líder distante… y a la vez no supimos «desarmarnos» cuando él volvió. A menor desarme, mayor crítica.
3 Algo así dice un crítico usualmente sutil como es Julio Bárbaro. En Con bronca y esperanza recuerda que nos dejó un movimiento del 62% y lo dilapidamos. Era un capital, pero tenía algunas cargas: López Rega, los Montoneros, Lorenzo, Isabel…
4 En una reciente charla «Cacho» el Kadri decía: «pobre General, no le dejaban libertad para elegir la esposa». El argumento emotivo es endeble: se critica no a la esposa ni a que eligiera a su esposa. Se critica que eligiera esa esposa para ese rol.
5 Los «buenos–tontos» que quedaron sin política fueron: a) todos los sectores juveniles antiburocráticos ajenos a la tendencia (embretados con ésta por el sacralizado macartismo sindical) y b) las propias bases de la tendencia a quienes Perón no buscó diferenciar de su conducción y que fueron estigmatizadas en Plaza de Mayo y condenadas a «seguir siendo montoneros».
6 Gagá. Tomás Eloy Martínez. Negaba la política: Sigal–Verón. Era «de derecha»: Osvaldo Soriano, Rozitchner. Para un mejor desarrollo del tópico ver la nota de Horacio González en este mismo número.
7 Desgracia de expresarse por escrito. En algún momento (Unidos N° 3; Agosto 1984) titulé una nota: «1° de Julio de 1974. El comienzo de la derrota». Tras haber repensado y discutido el tema me parece exagerada esa posición. La derrota se agravó y pervirtió tras la muerte de Perón pero germinó mucho antes. Eso no significa omitir la grave responsabilidad de la conducción montonera en la caída del gobierno peronista. A ella me referí en mis notas con Ivancich publicada en Unidos 2, 6 y 7.
8 Con esa frase: «diferenciar al hombre de la obra» sellaba Salvador Ferla el debate sobre Perón. Perón–hombre no le conformaba mucho…
9 Weber Max, «El científico y el político» Alianza Edit. 1975, pág. 156.
10 Weber, claro (op. cit. pág. 166). Obviamente el autor se refiere a la «ética de la convicción» aludida y tratada con inteligencia en dos artículos de este número (González Bombal y Colombo).
11 El «Manual de conducción política» es –en apariencia– la explicación del conductor de su modus operandi. Visto así, es un texto pedagógico y hasta conmovedor: el político contando su arte, el mago explicando sus trucos. Sin embargo el Manual (pensado desde la conducción), siempre fue leído por los peronistas como docencia política para todos: conductor, militantes, secretarios de unidades básicas, etc.
La relectura, impropia del mejor Maquiavelo que reservaba el mal para el Príncipe, generó una tradición peronista muy desentendida de los medios.
Una cosa es que el jefe de un movimiento nacional o un Presidente deba tolerar impurezas o vivir en la trampa diplomática y otra que deban hacerlo todos los militantes, los jefes de agrupación. Todos los peronistas nos sentimos «padres eternos». Abrazamos enemigos, etc.
Haya habido o no mala interpretación (¿cómo saber qué quiso Perón?), cierto es que esa «tradición» debe ser cuestionada y que Perón nunca la objetó seriamente.
Otro tanto debe decirse de la tradición cortesana y oracular del peronismo (esa que se dedicaba a analizar «qué quiso decir Perón cuando sirvió el té o cuando recibió en el dormitorio»). Práctica desligada de cualquier política democrática de masas y que tampoco fue entorpecida por Perón.