¿Qué hacemos en Haití?

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Muy buena nota que pone blanco sobre negro le tremeda sospecha que carcome a quienes no hemos desbarrancado en el cinismo. ¿Qué hacemos en Haití? ¿Por qué convalidamos, justo nosotros, la proscripción del movimiento político mayoritario y de su líder? 

No estamos en Haití

Por Santiago O’Donnell
 

No estamos en Haití y es bastante difícil imaginarse tanta miseria. Aun después de escuchar mil veces que es el país más pobre del hemisferio occidental, que un cuarto de la población vive con menos de un dólar por día, que nada crece en su tierra estéril, que no hay minas, que no hay industria, que no hay Estado, que casi no hay por dónde empezar. 
Encima de eso terremoto, cólera y elecciones el domingo que viene.

El domingo hay elecciones y Aristide las mira por tevé. Desde que fue derrocado en el 2004 los cascos azules de Naciones Unidas ocupan militarmente al país bajo el mando en el terreno de Brasil y el comando estratégico de Estados Unidos, operación en la que participan varios países de la región, incluida la Argentina. Al amparo de este poder René Préval cumple cinco años olvidables en el gobierno y el Consejo Electoral mantienen proscripto al movimiento Famni Lavalas, la principal fuerza política del país, y en el exilio en Sudáfrica a su líder, al cura salesiano tercermundista y dos veces presidente constitucional Jean-Bertrand Aristide.

“El gobierno y el Consejo Electoral no tienen ninguna intención de organizar elecciones libre, justas y democráticas, no quieren una elección, quieren una selección”, se quejó esta semana Aristide desde Johannesburgo en una entrevista con el cineasta Nicolas Rossier. 

“Excluyeron a Fanmi Lavalas, que es el partido mayoritario. Es como si en Estados Unidos se organizaran elecciones sin el Partido Demócrata.”

Entre los 19 candidatos presidenciales en Haití están los sospechosos de siempre, miembros de la clase alta afincada en Washington y Miami, con escasa o nula representatividad, antiguos compañeros de aventuras de los militares golpistas, ahora conchabados por las fuerzas de ocupación, siempre cerca de la torta. La favorita es Mirlanda Manigat, esposa del ex presidente Leslie Manigat, a quien los militares dejaron gobernar cuatro meses en 1988. Educada en Francia, profesora de Derecho Constitucional, vicerectora de una universidad haitiana, se presenta ante la prensa internacional como representante del centroizquierda moderado de la región, y se identifica con las políticas de Lula. La revista Time la colma de elogios en un artículo titulado “La mujer que sería la próxima presidenta de Haití”. Es fácil ver por qué gusta en Estados Unidos, Europa y Brasil. Segundo en las encuestas marcha el candidato del presidente Préval, el ingeniero Jude Celestin. 
La principal promesa de campaña de Celestin es permitir la vuelta de Aristide. Tercero marcha un cantante de musica pop, Michel “Sweet Micky” Martelly, no confundirlo con el rapero Wyclef Jean, que fue descalificado porque nunca residió en Haití.

En cambio, las razones para excluir a Aristide y su partido no parecen tan claras. Un miembro del comité electoral, organismo financiado por ONG francesas y estadounidenses, dio la siguiente explicación: “No puede venir porque habrá actos de violencia”.

Aristide llegó al poder por primera vez en 1991, tras las primeras elecciones libres que tuvo Haití desde la caída de los Duvalier. Sacó el 67 por ciento de los votos. Lavalas, “el torrente” en créole, barría el país. El día que ganó Aristide sus simpatizantes bailaron sobre los escombros de lo había sido la tumba de “Papa Doc” Duvalier en un cementerio de Puerto Príncipe. Por primera vez desde la revolución esclavista que le dio la libertad a Haití en 1804, un hombre del pueblo, de las masas, llegaba al poder. Al Vaticano nunca le gustaron su apego al marxismo y su coqueteo con el vudú, fue expulsado de la orden de los salesianos en 1988. A Estados Unidos le molestaba su prédica antiimperialista, pero eran tiempos de Bill Clinton, el muro había caído, y Washington anunciaba una nueva política de no permitir golpes de Estado en la región. Por eso cuando un general gorila y narco volteó a Aristide en 1991, Estados Unidos se puso al frente de una campaña internacional para reinstalarlo. Aristide eventualmente volvió a la presidencia en 1994 y pudo terminar su mandato en 1995. Dejó pasar un turno como manda la Constitución y volvió a ganar en el 2000, pero esta vez las cosas fueron distintas. Gobernaba Bush hijo y Bush hijo no se tragó el acercamiento entre el ex cura y el venezolano Hugo Chávez ni que Haití reiniciara relaciones diplomáticas con Cuba. Entonces le cortó la ayuda externa y le frenó préstamos en el BID. Para un país que depende casi exclusivamente de la ayuda externa y cuyo principal donante es Estados Unidos, el boicot equivalía a una sentencia de muerte. Con bandas armadas pro y anti Aristide controlando las calles, el gobierno del sacerdote no pudo controlar la corrupción rampante como había prometido, ni poner en práctica ninguna estrategia de desarrollo. El grupo paramilitar Fraph, sucesores de los tonton macutes de Duvalier, incentivado por la CIA, golpeaba al régimen a machetazo limpio, llamando a la insurrección. Y llegaron el caos y la insurrección armada. En el 2004 los rebeldes tomaron Cap Haitien, la segunda ciudad del país, y marcharon sobre Puerto Príncipe. Fue entonces cuando militares estadounidenses subieron a Aristide a un avión y lo mandaron a Sudáfrica, en donde permanece desde entonces en una especie de prisión domiciliaria ampliada, ya que puede viajar por Sudáfrica, pero no puede salir del país porque le retuvieron sus pasaportes.

Muchas cosas se dijeron entonces de Aristide: que estaba medio loco, que decidía sus políticas en rituales vudú, que mandó matar a mucha gente. Pero nunca fue juzgado por esos presuntos crímenes. Para frenar a los rebeldes y ocupar el vacío de poder, en vez de invadir, Washington mandó a los Cascos Azules. Brasil y sus socios del Mercosur aceptaron el desafío de ponerles cuerpos a esos cascos.

El resto es historia reciente. Terremoto 7.0, gran campaña internacional. El ejército estadounidense asume el manejo de la reconstrucción, controla la entrada de personas y bienes. Un millón y medio de haitianos viviendo en carpas comunitarias. Un universo de ONG repartiendo lo que hay y haciendo de Estado.

Huracán Tomás a principios de mes. Diez mil haitianos más pierden su vivienda. Con la crecida de agua estalla una epidemia de cólera traída por los cascos azules nepaleses desde Asia central y diseminada entre los basurales de Cité Solei, y las demás villas miseria de la capital. Mil muertos, veinticinco mil infectados, un cuarto de millón en riesgo. Campañas en los medios masivos que sirven de muy poco porque millones de haitianos no tienen acceso a los medios masivos. Muchos haitianos pobres desconfían de los hospitales, creen que ahí los van a matar, y sólo llevan al enfermo de última, cuando su estado ya es irreversible, se quejan los voluntarios de la Cruz Roja.

Mientras tanto, en los últimos días se registró una ola de ataques a cuarteles de Cascos Azules supuestamente motivados por el enojo en contra de los soldados nepaleses. Al menos dos manifestantes murieron y seis soldados de la ONU resultaron heridos. Para el guatemalteco Edmund Mulet, jefe de misión de la ONU en Haití, los ataques no son espontáneos. “Los alborotadores tradicionales, ex FAHD (miembros del Ejército haitiano), ciertos políticos, figuras criminales, grupos opuestos a las elecciones, están detrás de estos incidentes. La epidemia de cólera les cayó como una buena oportunidad para crear esta situación”, declaró Mulet, el hombre a cargo de los 12.000 efectivos de la ONU que ocupan el país. Mulet no identificó a los supuestos instigadores. Algunos acusan a Aristide, otros dicen que es Préval es el que quiere postergar los comicios para posicionar mejor a su candidato. Otros dicen que la bronca popular es real, y que excede el problema sanitario.

Así es Haití en tiempos de cólera. Hay elecciones pero no son elecciones libres porque el principal candidato está desterrado y proscripto, y porque la principal fuerza política del país tampoco puede participar. En la Argentina tenemos una idea de cómo terminan esas historias.

El otro dato que surge claro es que sigue habiendo patio trasero para Estados Unidos. Ese patio trasero se achicó después de la Guerra Fría y ya no incluye a Sudamérica, pero sí a Centroamérica y el Caribe. Entonces Obama, o mejor dicho su subsecretario para la región, Arturo Valenzuela, volvió a aplicar en Haití la misma fórmula que había usado en Honduras el año pasado, cuando una asonada cívico-militar forzó la salida del presidente legítimo. En Honduras avaló elecciones bajo estado de sitio y con el presidente constitucional encerrado en la embajada brasileña. En Haití avaló elecciones con epidemia de cólera, con el partido mayoritario proscripto y con su líder semipreso en Sudáfrica.

O sea, lo importante es que haya elecciones, que se cumpla con la formalidad y lo demás lo vemos más adelante. No importa si las elecciones son ilegítimas y proscriptivas. Todo eso se arregla con la chapa de la ONU, de la OEA, o del propio Estados Unidos.

A esta altura no es que a Washington le moleste tanto que un cura marxista se haga cargo de lo que queda de Haití. Ya tolera a los sandinistas en Nicaragua y al Farabundo Martí en El Salvador. Y las potencias extranjeras, empezando por Estados Unidos, están tan metidas en Haití que ningún presidente podría sacarlas. Los que no quieren la vuelta de Aristide son los zánganos de la aristocracia haitiana con domicilio principal en Washington y Miami. Pero esa clase, que se hace llamar “elite”, es a su vez la que monta el show electoral que sostiene la falsa democracia haitiana, y por eso sus deseos son escuchados. No es que Haití tenga una gran importancia estratégica para Estados Unidos o que Washington siga pendiente de la teoría del dominó. Haití tiene una importancia relativa en Washington porque es, junto a Sudáfrica, el país que más interesa al lobby y el movimiento político negro, en parte responsable por la llegada de Obama al poder. Entonces Obama manda plata, manda gente, manda a Bill Clinton y a Bush padre a repartir bolsas de comida.

Hay que reconocer que por lo menos en lo que Haití respecta Estados Unidos ha sido coherente con lo que hizo en Honduras. Distinta es la posición de Brasil y sus socios del Mercosur. El año pasado se la jugaron por la vuelta del líder hondureño derrocado, en cambio en Haití ponen sus fusiles al servicio de los golpistas.

“En el 2004, avanzamos hacia una democracia verdadera y ellos dijeron que no,” analiza Aristide desde el exilio. “La minoría de Haití, la elite política y económica, les teme a las elecciones libres y justas, y sus aliados extranjeros tampoco quieren elecciones libres en Haití. Mientras se nieguen a respetar el derecho de cada ciudadano a participar en elecciones justas, libres y democráticas, no van a resolver el problema.”

Qué racha la de Haití. Qué castigo para los herederos de la gloriosa rebelión esclavista. Treinta y dos golpes de estado y contando. Invasiones de España, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y Naciones Unidas. Primero la esclavitud, después la miseria, después los Duvalier, después el terremoto, después el cólera y ahora esto. No estamos en Haití y cuesta imaginar tanta desgracia. Lo vemos desde afuera, igual que Aristide.

sodonnell@pagina12.com.ar


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