«Hoy está muy difundido el hábito mental de subscribir el fallo de la época como tal y, si es posible, de hacer valer las casos de anteayer contra las de ayer en vez de reflexionar sobre la verdad o falsedad de la cosa misma.» Theodor Adorno, Consignas
Una suerte de doxa muda sostiene que las políticas genocidas del pasado remoto, las practicadas en países distantes, deben ser condenadas. En cambio, los genocidios en curso, practicados por gobiernos «amigos», nunca son tales sino muchos años más tarde. Ergo, la destrucción masiva de seres humanos se desaprueba cuando no se corre ningún riesgo, cuando no forma parte del conflicto dinámico, salvo por los que siguen defendiéndolo a contracurso; los que se animan a sostener en el presente lo que pensaron en el pasado pagan cara su «honradez intelectual».
Por eso, a Hitler y a Stalin hoy los condena la compacta mayoría; mayoría que en el pasado no les hizo la resistencia, y no en pocas oportunidades los apañó e incluso acompañó sin cuestionamiento. En 1930 se podía, hoy no. En el presente, en cambio, si se trata de defender a los pueblos originarios –de la Argentina, para no ir muy lejos–, de acompañar sus derechos y garantías, se puede mirar hacia otro lado sin enrojecer. La coherencia en este terreno termina costando más de lo que vale, y los expertos en comunicación se lo explican pedagógicamente a sus eventuales «clientes»: no se trata de lo que se piensa, se trata de lo que se dice o lo que se debe callar para ganar. Los gestos vacuos ocupan toda la escena, los otros quedan para los suicidios discursivos, cuando la fobia impide entender qué «conviene», o para los que creen que están más allá de esta sencilla pero estricta regla.
Esto no lo ignora casi nadie en el mundillo de la comunicación política, y todos actúan en consecuencia. Salvo la solitaria figura de Jaime Duran Barba. El experto ecuatoriano acaba de ser condenado por la Legislatura porteña in totum. Como un solo hombre, por encima de bloque y matices, todos repudian al especialista que no destrata a Adolf Hitler, y que al no hacerlo concita un nivel de rechazo edito sin precedentes. Desde un importante rabino venezolano, hasta las autoridades de la comunidad judía de la Argentina, desde Sergio Massa hasta el jefe de Gabinete nacional.
La unanimidad del rechazo no llama la atención. La pregunta es otra: ¿qué vale ese rechazo? Barba destacó en sus artículos del diario Perfil, en su libro, y en un reportaje a la revista Noticias, la importancia de Hitler. Recordó que ganó democráticamente las elecciones de 1933, y esto ya no lo dice Duran pero conviene retenerlo: la compacta mayoría lo respaldó hasta las últimas horas del ’45 en el búnker berlinés. La caída, película protagonizada por Bruno Gantz como Hitler, permite observar con rigor histórico cómo hombres y mujeres inteligentes, con adecuada percepción del principio de realidad, obedecen sin rechistar órdenes imposibles de cumplir. Incluso con Hitler ya muerto no vacilan en suicidarse para honrar la palabra empeñada.
Bueno, se dirá, esa era la «locura» alemana. El mundo siempre fue otra cosa. Vale la pena repensarlo a través de un ejemplo entre cientos. El 13 de mayo de 1939, el transatlántico alemán St. Louis partió desde Hamburgo (Alemania) hacia La Habana (Cuba). A bordo viajaban 937 pasajeros, mayoritariamente judíos alemanes que huían del Tercer Reich. Habían solicitado visados para los Estados Unidos y tenían planeado permanecer transitoriamente en Cuba. Desde la Kristallnacht (9 y 10 de noviembre de 1938), los nazis habían intensificado el ritmo de la emigración forzada de judíos. Joseph Goebbels esperaba, junto al resto de la jerarquía nazi, que la negativa de otros países a admitirlos contribuyera a la realización de los objetivos antisemitas del régimen. Y así fue. Antes de que el barco saliera de Hamburgo, los periódicos derechistas cubanos anunciaron la inminente llegada de la nave y solicitaron se pusiera fin a la admisión de refugiados judíos. La prensa estadounidense y europea llevó la historia a millones de lectores. Sólo unos pocos sugirieron que los refugiados deberían ser admitidos en los Estados Unidos. Los informes sobre la llegada del St. Louis provocaron una enorme manifestación antisemita en La Habana; el 8 de mayo del ’39, cinco días antes de que el barco zarpara de Hamburgo, 40 mil marcharon entonando consignas antisemitas. Decenas de miles las escucharon por radio. Y cuando el barco llegó a puerto el 27 de mayo, sólo se permitió el desembarco de 28 pasajeros. Seis de ellos no eran judíos (cuatro españoles y dos cubanos). Los restantes 22 disponían de documentos legales de entrada.
Lawrence Berenson, un abogado que representaba al Comité Judío Americano, llegó a Cuba para negociar. Había sido presidente de la Cámara de Comercio cubano-norteamericana y se reunió con el presidente Bru, quien de todos modos se negó a permitir que los pasajeros desembarcaran. El 2 de junio, Bru ordenó que el barco se marchara, y mientras navegaba lentamente hacia Miami las negociaciones continuaron. Bru se ofreció a admitirlos a todos a cambio de 435.500 dólares (500 dólares por cabeza); Berenson realizó una contraoferta, Bru la rechazó. El St. Louis navegaba tan cerca de Florida que desde la cubierta se podían ver las luces de Miami. Un telegrama al presidente Franklin D. Roosevelt –solicitando asilo– intentó cambiar las cosas. Roosevelt nunca respondió. Conviene saberlo, el presidente podría haber emitido un decreto para admitirlos y decidió no hacerlo. El St. Louis regresó a Europa el 6 de junio de 1939. Entonces, el destino de estos «apátridas» estuvo definitivamente sellado. El virulento antisemitismo alemán no era solo alemán, y mientras esto era así casi todos preferían callarse la boca. Incluida la Iglesia Católica de Pío XII.
Ahora muchos condenan esa masacre; a tal punto que en la Catedral Metropolitana, a instancias de la curia capitalina, se memoró la semana pasada la Kristallnacht. Acompañaron el recordatorio católico miembros de la comunidad judía y representantes de otros credos. De repente un grupo de manifestantes interrumpió el acto mientras repartían un volante titulado «Fuera adoradores de dioses falsos». Es posible sostener que se trata de «ultraconservadores católicos» sin faltar a la verdad. Claro que los integrantes de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, conocidos como lefebvristas, lo ven de otro modo. Marcel Lefebvre, fallecido en 1991, excomulgado por Juan Pablo II en 1988, sostuvo que «Roma ya no es católica. Los males que nosotros condenamos, como el comunismo, el socialismo, el modernismo y el sionismo, han sido adoptados por Roma». Benedicto XVI no sólo reincorpora a los integrantes de la fraternidad en sus propios términos, sino que restablece la misa en latín. Es decir, intenta retroceder hasta la Iglesia preconciliar, hasta lo que sostienen los «ultraconservadores» en materia de doctrina católica.
Esa doctrina impone impedir la «profanación del templo», y la presencia de miembros de los otros credos para pronunciar una oración común conforma el acto «profanatorio». Sin olvidar que el 9 de febrero de 2009 el gobierno argentino expulsó del país al obispo lefebvrista Richard Williamson, que había negado la verdad de la muerte de seis millones de judíos en los campos de exterminio. Esa es la coronación de la doctrina católica en curso, sumada a la beatificación de Pío XII.
Una Iglesia que alimentó argumentalmente la posibilidad de la masacre judía, el pueblo deicida, y hace un tenue gesto de arrepentimiento, recibe desde el fondo de su doctrina la verdad que intenta olvidar: si un judío reza en un templo católico lo profana. Incluso los que dicen no, olvidan prudentemente pronunciarse contra el femicidio, un genocidio sostenido durante milenios; si una de las víctimas potenciales antes de serlo osa exigir que se cumpla la ley argentina, y solicita un aborto no punible, sus cancerberos intentan impedirlo por todos los medios a su alcance. Una cosa entonces es un genocidio pasado, y otra muy distinta uno presente. Y contra nada de esto se pronunció la Legislatura porteña.