¡SE VA A ACABAR! Qué pasó aquél 30 de marzo de 1982
A José Benedicto Ortiz y a todxs los trabajadorxs que, en la noche más oscura y frente al enemigo más poderoso, se pusieron de pie, convencidxs de que
¡Se va a acabar!
Mientras trataba de anudarse el pañuelo detrás de la nuca, antes de que los gases lacrimógenos hicieran efecto, Tito se acordó de las palabras de Víctor a la salida del laburo:
“¡No es tan difícil la cosa! Es una cuestión de perspectiva, nomás. Tenemos que recuperar la democracia; luego, recuperar el gremio; luego, recuperar la CGT; luego, recuperar el peronismo; luego, recuperar el gobierno; y, desde ahí, decretar la felicidad del pueblo”.
En lo de la perspectiva, Víctor tenía razón. Una cosa era decir que la cosa no era difícil una tarde de verano, a la salida de la oficina, buscando un barcito tranquilo donde tomar un café o, mejor, una cervecita y despuntar el vicio de la discusión política, imaginando alternativas a la intervención del sindicato desde las Agrupaciones Gremiales Peronistas y sumando a compañeros y compañeras a la causa. Pero otra cosa muy distinta era medir la dificultad de la tarea la tarde del 30 de marzo de 1982, en las callecitas angostas de Montserrat, bajo una andanada de gases que había lanzado la guardia de infantería de la federal y con la montada pisándote los talones.
En ese instante, lo que acometió a Tito no fueron la cana ni los servicios, sino un ataque de risa. Y fue peor, porque cuando aspiró una bocanada de aire antes de largar la carcajada, Tito sintió como entraban en sus pulmones todos los gases lacrimógenos que había arrojado la yuta. Inmediatamente sintió el pecho duro, como si el gas se hubiera solidificado por dentro. Se dobló en dos e intentó sorber algo de aire a ras del suelo, pequeñas bocanadas que dirigía a su estómago, porque sus pulmones no le respondían. Los ojos se le cubrieron de lágrimas y dio unos pasos casi que a cuatro patas hasta que sintió que lo levantaban de los brazos y lo llevaban en vilo. Lo arrastraron por un pasillo oscuro y húmedo, pero enseguida desembocaron en un patio interno. Salir de la oscuridad y encontrarse con la luz le hubiera lastimado los ojos, si no los hubiera tenido lastimados. Su imagen llamaba la atención de los dos hombres que lo sujetaban. Los ojos hinchados, enrojecidos y llorosos contrastaban con la sonrisa que se le había quedado tatuada en sus labios. Al fondo del patio se levantaba una pileta de lavar la ropa hecha de material. Allí lo llevaron sus acompañantes. Abrieron la canilla de bronce y le metieron la cabeza bajo el chorro abundante de agua.
-No se refriegue los ojos con las manos –sonó una voz de hombre a sus espaldas. –Deje que el agua haga sola su trabajo.
Un par de veces intentó Tito sacar la cabeza de abajo de la canilla, pero apenas sus ojos sentían el contacto del aire, las lágrimas volvían a aflorar. Tuvo que volver a abrir la canilla en busca del líquido reparador. La tercera fue la vencida. Aún tenía que parpadear más de lo normal pero Tito logró hacer foco en lo que lo rodeaba: baldosas ajedrezadas, escaleras empinadas, ventanas abiertas al patio y ropa de colores colgada de las sogas.
-Esto no es una comisaría –alcanzó a poner su pensamiento en voz alta.
-Tranquilícese, mi amigo –la voz era la misma que había escuchado desde debajo de la canilla. –Acá está seguro. Sientesé, por favor.
Tito se sentó en una silla de madera con asiento de paja. Sentado enfrente estaba el dueño de la voz, un hombre de mediana estatura y avanzada edad, calvo, parecía hecho de cera que se derretía: le colgaban las ojeras, las mejillas, la papada y el vientre. La nariz se mantenía en su lugar, quizás sostenida por un prolijo bigote. Vestía con una sobriedad cercana a la elegancia: camisa limpia, pantalón de vestir sujeto con tiradores y zapatos bien lustrados. Extendió un brazo hacia Tito y le ofreció un mate humeante.
Tito tomó la calabaza y le dio un par de vueltas antes de llevarse la bombilla a la boca. Necesitó el calor que el líquido transmitía al recipiente antes de comenzar a sorber.
-Le agradezco a usted a sus muchachos el que me hayan refugiado.
-Son mis vecinos. No tiene nada que agradecer. Quizás seamos nosotros los que le tengamos que agradecer su coraje.
Tito sonrió mientras devolvía el mate. -¿Coraje? Le aseguro que me temblaban las piernas cuando la policía se nos vino encima. Nunca había visto tanto milico junto.
-Coraje no es no tener miedo, sino saber sobreponerse a él para que no nos paralice. Usted y sus compañeros son hombres de coraje.
-Somos trabajadores. Queríamos manifestarnos en la Plaza de Mayo, pero ya ve, no lo hemos conseguido.
-Desde la madrugada que el ejército y la policía están patrullando el centro de la ciudad y la periferia. Los estaban esperando.
-Así parece. Nos concentramos en la Av. Belgrano y Diagonal Sur; desplegamos nuestras banderas y nos disponíamos a marchar por la Diagonal rumbo a la Plaza cuando sonaron los primeros disparos.
-Lo importante es que se hayan decidido a dar ese paso. Que se hayan decidido a pisar la calle nuevamente. Movilizados.
-Ya estamos movilizados. Pero necesitamos recuperar la Plaza de Mayo. Necesitamos ese símbolo. La Plaza es del Pueblo y de Perón. ¿Cuánto tiempo más la tendrán cercada?
El hombre del conventillo sonrió y se levantó con el mate y la pava. -¿Caliento más agua? ¿Me acompaña un rato más?
-Me gustaría quedarme en este remanso, pero le soy sincero, tengo la cabeza en los compañeros, ¿se habrán recompuesto? ¿Habrán replegado?
-Lo entiendo –dijo el hombre. –Me iría con usted, pero creo que sería un estorbo y, quizás, pueda serle más útil desde aquí. Lo acompaño a la puerta.
Cuando salieron del patio y se internaron en el pasillo, los ruidos de sirenas policiales, vehículos acelerando y frenando y algún que otro disparo aislado, se iban haciendo más notorios. El hombre abrió la puerta y la cerró enseguida. Una patrulla de la guardia de infantería, con sus cascos, escudos y bastones largos estaba apostada en un zaguán en la vereda de enfrente.
-El sol ya está bajando y los enfrentamientos siguen. Hace tiempo que no se veía esto. Creo que no se dieron cuenta de lo que la movilización produjo entre los militares –el hombre se había quedado con la espalda apoyada en la puerta. Tito no sabía si le hablaba a él o si pensaba en voz alta, porque su mirada parecía perdida en un punto del interior del conventillo. Pero la abstracción no duró mucho.
-Usted se queda acá –instruyó el hombre a Tito. –Puede levantar la tapa del buzón de la correspondencia y tendrá una amplia visión de la vereda de enfrente. Cuando vea a la patrulla abandonar su posición, usted sale en el sentido contrario, ¿entendido?
-Entiendo –respondió Tito. –Pero, ¿qué va a hacer usted?
-¿Estudió las invasiones inglesas en la escuela? –El hombre retrucó divertido. –Los ingleses se internaron por estas calles hace 175 años y no se las llevaron todas consigo. Quizás sea el momento de recrear la historia.
Tito vio alejarse al hombre por el pasillo sin entender demasiado qué se proponía, pero, en cualquier caso, le pareció mejor quedarse cerca de la puerta para ganar la calle apenas la cana se moviera.
Antes de agacharse a mirar por el buzón, le pareció que podía amenizar la espera con un cigarrillo. Se palpó todos los bolsillos y tanteó el paquete en el de la camisa. Pero un sonido como un chapoteo le hizo pensar en lo peor. Los cigarrillos habían sido víctimas colaterales de su remojada en la pileta del patio. Hurgó con el dedo índice y el mayor con la esperanza de que algún tabaco haya sobrevivido al agua. En eso estaba cuando escuchó un ruido como de plato de loza cuando se rompe. Enseguida escuchó otro. Y otro más. Estrujó el paquete de cigarrillos y el agua se escurrió entre los dedos. Se asomó por el buzón para ver una lluvia de macetas con malvones, helechos y hasta alguna ruda macho caer sobre los sorprendidos policías que, luego del tercer o cuarto impacto en sus cascos, atinaron a cubrirse con los escudos y emprendieron la retirada entre pedazos de macetas, terrones de tierra y tallos de plantas.
Tito salió del conventillo como había entrado: con una sonrisa a flor de labios.
Sin rumbo preciso, Tito enfiló para las inmediaciones de Brasil y Luis Sáenz Peña, donde, desde no hacía mucho tiempo, un grupo de 25 gremios había decidido instalar una nueva sede de la CGT, mientras el edificio de la calle Azopardo estuviera intervenido por la dictadura militar. En el camino se encontró con otros compañeros que le dijeron que había detenidos en la comisaría 14. Hacía allí fueron, pero, a medida que se acercaban a la Av. Garay y Bolívar, el impulso inicial se iba convirtiendo en incertidumbre de qué hacer cuando estuvieran en el destacamento. Si se presentaban al oficial de guardia corrían el riesgo de terminar en los calabozos junto con los compañeros detenidos, flaco favor a la causa. Decidieron separarse en parejas y pasar por la vereda de enfrente, con la esperanza de ver algo, escuchar algo, obtener alguna información aunque más no sea por la cercanía. Tito miraba las ventanas de la comisaría, tratando de reconocer alguna silueta que se recortara a contraluz. Miraba también la garita de guardia, para adivinar si el agente apostado en ella sospechaba de esos curiosos que deambulaban frente al edificio policial. Ese mirar a las alturas casi le hace perderse el momento en el que una pequeña mujer de unos cincuenta años se paró en la puerta de la comisaría, se colocó con mucha tranquilidad un pañuelo blanco sobre sus cabellos e ingresó a la dependencia oficial. Poco después, Tito y los compañeros que estaban en la vereda escucharon la ovación con que los detenidos recibían a una madre de Plaza de Mayo. Tito creyó sentir que el edificio temblaba. Tal vez el régimen todo, comenzaba a temblar con tantos actores sociales que buscaban y encontraban caminos para unirse en pos de lograr su caída.
Tres días después Tito y algunos compañeros pudieron llegar, finalmente a la Plaza de Mayo. Pero el motivo de la convocatoria no llegaba a convencer a todos. La dictadura había enviado comandos militares a recuperar por la fuerza las islas Malvinas, ocupadas injustamente por los británicos desde hacía casi 150 años. Con toda una multitud reunida en la Plaza, el dictador de turno jugó su carta de triunfo para sostener al gobierno de facto y se dirigió a los presentes desde el balcón de la casa de gobierno. Tito sintió que era mucho para él y emprendió el regreso por la Av. de Mayo. Cuando estaba llegando a la estación de subte de Perú escuchó como el dictador se refería a sí mismo como presidente de la Nación Argentina. Antes de que terminara la oración una silbatina general atronó por los cuatro rincones de la Plaza de Mayo. Casi de inmediato, el aire se llenó de la más maravillosa música:
“¡Borombombón, borombombón, esta Plaza, es de Perón!”
Tito se quedó en la Plaza, convencido de que era cuestión de tiempo y de que finalmente, se va a acabar.